Читать книгу Miss Tacuarembó - Dani Umpi - Страница 8

Seis

Оглавление

Mi madre me mandó sola a la feria.

Después de mi barrida en el salón parroquial comenzó a verme y a tratarme casi como a una señorita. Comentaba los programas televisivos conmigo y me preguntaba qué quería de postre para el domingo.

—Una tarta de frutillas —dije, y allí estaba yo, con un bolso de plástico, eligiendo un kilo de frutillas en la feria, como una señora grande, como una niña educada. Elegí las más gordas y las más rojas de las más baratas, guardé el cambio íntegro en mi bolsillo y volví sin comerme ninguna. De regreso a casa toqué timbre en lo de Carlos, que demoró en atenderme.

—Dale, vamos a casa a comer una tarta de frutilla. Avisale a tu madre y me acompañás.

—No puedo.

—Dale, va a estar riquísima y vos tenés que estar conmigo. Esta tarta también es un regalo de Cristo y vos siempre me acompañás cuando yo recibo estos regalos…

—No puedo.

—¡Carlos! ¿No te acordás qué fue lo que pedimos hace tres semanas en misa?

—Sí, una tarta de frutillas, pero no puedo.

—¡Carlos! Si vos no me acompañás, Cristo no me va a dar nada más. Dale, vení.

—No puedo.

—¡Carlos! —gritó su madre desde la cocina—. ¿Qué son esos gritos?

—No es nadie —gritó bajito.

—¡Carlos! —volvió a gritar su madre, acercándose a la puerta con unos guantes de goma—. Ya te dije que no quiero volverte a ver jugando con nenas.

—No vino a jugar, vino a invitarme a comer en su casa.

—¡Carlos! Entrá para adentro.

Carlos entró. Nadie volvió a gritar.

—Carlos está en penitencia y no puede ir.

Unos guantes de goma tomaron el picaporte. Lenta y ruidosamente comenzaron a cerrar la puerta, mirándome a los ojos.

—Es sólo una tarta —dije, pero ella continuó su gesto y me cerró la puerta en la cara.

Carlos me miraba desde la ventana enrejada, con las manos apoyadas en el vidrio y los ojos petrificados en mis frutillas. De pronto los guantes de goma cerraron las cortinas y la sombra frágil de mi amigo permaneció en silencio, respirando flores bordadas en punto cruz, con una tela, un vidrio, una ventana, unas rejas, una calle y la vereda de enfrente entre él y el horizonte.

Luego de almorzar le alcancé un pedazo en un tupperware y quedamos en encontrarnos en misa.

Frente a Cristo, cuando todos se pusieron de pie y el padre Costa entró en acción ruidosamente, cerramos los ojos y pedimos sudando que la madre de Carlos se muriera. La sangre de mis ojos bañó mi mirada. La luz que entraba por los vitrales traspasaba mi piel y mis venas, dibujándome el rostro ensangrentado de la madre de Carlos en los párpados. Nos costó no abrirlos antes del ofertorio, pero no lo hicimos.

Cada vez que se abrían y se topaban con la sonrisa de Cristo, estaban fatigados, pero llenos de esperanzas. Cristo siempre nos decía que nuestro deseo se haría realidad, pero pasaban los domingos, nos deshacíamos en oscuridad ante la cruz y la madre de Carlos nunca se moría.

Nunca se murió.

Miss Tacuarembó

Подняться наверх