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Siete

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Con seis años comencé a ir a la escuela y, como era previsible, no me gustó. No lograba adaptarme a aquel espacio tan amplio y mi madre no hacía nada al respecto, comentando con la maestra que mi pánico era lógico pues nunca había hecho el preescolar. Ponerme la túnica me daba frío, inclusive en verano. Creo que nunca podría andar vestida de blanco: parece que todo el mundo se acaba y sólo tu cuerpo es testigo. Vestirse de blanco es una sensación que no se parece a nada. Ir a la escuela es una sensación horrible que se parece a nada.

Llegaba sudando a clases. El trayecto era interminable. El sol del mediodía me pesaba más que la mochila, aun en invierno, pero debía seguir. Cada paso que daba costaba un suspiro. Mi túnica inmaculada resplandecía en medio de la calle y los vecinos me observaban callados, seguramente conspirando en mi contra, entre el canto de las chicharras. Muchas veces quise escaparme de ese trayecto; irme a caminar por ahí sin túnica o encerrarme en mi dormitorio bajo las sábanas en las siestas silenciosas.

Carlos no podía acompañarme. Su madre se lo había prohibido, entre otras cosas.

Durante las primeras clases no hacía más que llorar y volvía por el medio de la calle con la cara derretida, la boca seca y los ojos erizados, rojos. Cuando todo eso terminaba, corría a abrir la puerta de mi casa para sentarme frente a mi televisor nuevo con un vaso de cocoa. Sólo así el dolor desaparecía de mi rostro y mi paladar. Sólo así la calma llegaba a mi cabeza y mi entorno encontraba lentamente su sitio; me acomodaba en el sillón como una gorda asumida: cada cosa ocupaba su lugar y cada palabra de mi boca se decía en el momento correcto. Sólo necesitaba un televisor. Sólo necesitaba mi televisor color.

La pantalla resplandecía en silencio mientras mis dedos hurgaban en el control remoto, buscando el volumen a tientas. Cuando lo encontraban, comenzaban a subirlo de a poco, hasta ensordecer a mamá. De la pantalla salían chispas, saltaban en el aire por la estática o por la felicidad de mi sonrisa elástica. Una travesura. A veces lo hacía a propósito, para verla gritar sin escucharla. Poco a poco Lucía Méndez comenzaba a bailar con un vestido rojo frente a su propia imagen, al ritmo de la música tierna de un piano y un coro susurrante. Yo me petrificaba con el vaso entre los labios. Entonces Lucía acomodaba los holgados rulos de su pelo castaño entre los hombros y comenzaba un nuevo capítulo de Vanessa.

Siempre amé sus teleteatros. Aún hoy puedo ver las mismas historias en el cable; cada vez que lo hago me preparo un vaso de cocoa y comienzo lentamente a subir el volumen de sus conversaciones. Cada vez más alto. Cada vez más alto, hasta que mis tímpanos respiran hondo y se ensanchan para abarcarlo todo.

Miss Tacuarembó

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