Читать книгу La promesa de Eme - Dani Vera - Страница 5
Capítulo uno
Оглавление«La felicidad no consiste en desear cosas, sino en ser libre».
Epicteto
Seis meses antes
Llegué al aeropuerto de Madrid con una pequeña maleta donde cabían pocas prendas de vestir, pero cargado de ilusiones. Me llevé todo el viaje pensando en las diferentes opciones que barajaría cuando llegase. Tenía una nueva sensación de euforia instalada en el estómago, las típicas mariposillas producidas por los nervios. Una nueva esperanza se abría camino en mi vida y era algo que me gustaba.
Estaba acostumbrado a recorrer medio mundo con pocas pertenencias, por lo que no tenía que facturar, y los trámites para salir del aeropuerto fueron rápidos. Cogí un taxi y le di la dirección para que me llevase al pequeño apartamento que había alquilado a través de una agencia. No estaba muy seguro de quedarme allí, pero era una buena opción mientras decidía qué hacer con mi vida y buscaba trabajo. Había quedado con la chica de la agencia esa misma tarde.
—Buenas tardes, señora Ordoñez. Soy Emerson Ward. —Saludé con un apretón de manos a la señora que me esperaba junto a la puerta del viejo edificio de apartamentos.
—Buenas tardes, señor Ward, espero que haya tenido un agradable vuelo.
—Sí, gracias. Ha sido tranquilo. Si no le importa, me gustaría ver el apartamento y poder instalarme. Estoy agotado.
—Sí, claro, entremos.
La señora Ordoñez, una mujer joven y bastante atractiva, me enseñó el apartamento donde viviría los próximos tres meses. Era pequeño pero suficiente para empezar de cero. Mientras no encontraba algo, acordé con Rebeca que me haría cargo de sus clientes en la capital.
Las siguientes dos semanas pasaron volando en una rutina que me autoimpuse. Necesitaba dejar atrás la apatía y, para ello, me levantaba al amanecer, corría por El Retiro durante una hora, acudía al gimnasio, consultaba las páginas para buscar trabajo, actualizaba currículo, compraba el diario por si ofrecían algún puesto que no saliese en internet … Todo bastante emocionante.
Los sábados eran otro cantar. No tenía ni tiempo ni ganas de ligar, por lo que localicé varios clubs interesantes donde dar rienda suelta a los instintos más primarios y satisfacer mis necesidades. No precisaba saber el nombre de la chica para follármela como un animal; tan solo sesiones donde la lujuria y el hedonismo estaban presente en cada rincón. Piel, sudor y sexo eran los únicos requisitos para disfrutar de una buena noche; varias personas buscando el propio placer, los besos descontrolados, las caricias furtivas, la excitación al ver los cuerpos desnudos de dos mujeres mientras gozan; sus pechos bamboleándose delante de mí, probar el sabor de su esencia… Delicioso.
Poco a poco me fui acostumbrando a esas rutinas. Desayunaba todos los días en la misma cafetería mientras leía el diario o trasteaba con el móvil y charlaba con la hija del dueño. Entablé cierta amistad con ellos. Eran muy amables.
Ese día acudí con un poco de prisa, ya que tenía que hacer un trabajo para la empresa de Rebeca, mi mejor amiga. Ella vivía en Málaga junto a su marido Edward y su hija Mara. Era un trabajo sencillo. Un cónsul que acudía a la capital española para una reunión y debía ejercer de guardaespaldas; no me gustaba, pero que hacía que pudiese pagar algunas facturas al mes.
—Buenos días, Luis.
—Buenos días, Eme. ¿Lo de siempre? —preguntó mientras me sentaba frente a él en la barra.
—No, ponme solo un café, por favor. Hoy voy con un poco de prisa.
—¿Curro?
—Sí. Solo por hoy, un trabajo sencillo. O al menos, eso espero —contesté con una sonrisa de medio lado, mientras Gema, su hija, me servía el café—. Gracias.
—De nada. Toma, el periódico —me dijo, mientras me ofrecía la publicación.
—Por cierto, Gema, tu tío Agustín llega para la próxima semana. Por fin se ha jubilado —comentó Luis a su hija.
—¿Sí? Ya era hora. Ese hombre cualquier día iba a morir de un infarto. ¿Qué ha hecho con la academia? —le preguntó a su padre con una gran sonrisa de satisfacción en la cara.
—Quiere traspasarla. Así le sacará algo para su jubilación —le respondió Luis, mientras hacía un café.
—Me parece muy buena idea —respondió su hija—. Agustín es el hermano de mi madre. Un policía retirado que montó una academia para preparar a los futuros agentes de la ley. En un principio, era un local pequeño, pero dado el éxito que tenía, tuvo que ampliar el negocio. Es bastante rentable, aunque hace un par de años sufrió un infarto. Está recuperado, aunque ya es hora de que se jubile, disfrute y descanse —me explicó Gema.
Me terminé el café y salí de allí tras despedirme. Tenía que ir a casa, ducharme y cambiarme de ropa para afrontar el día. Antes pasé por la tintorería para recoger el traje de chaqueta negro y la camisa blanca que utilizaba como uniforme. Esperaba que fuese un día tranquilo. Cuando estuve listo, enfundé mi arma en el cinturón y me marché al aeropuerto, donde comenzaba mi servicio.
Mientras los jefes hacían su trabajo, nosotros, que ya nos habíamos encargado de hacer la ruta y asegurar el perímetro, nos reuníamos en una sala preparada para poder estar pendientes de todo. Por suerte, el día pasó sin incidentes y el cónsul estuvo reunido la mayor parte del día, por lo que charlé con el resto de los guardaespaldas de los distintos cónsules. Cuando lo dejé de nuevo en el aeropuerto, regresé a mi casa. Un trabajo que resultó fácil y sin complicaciones.
Al sentarme en el sofá, con una copa en la mano, recordé la conversación de Luis con su hija y comenzó a fraguarse una idea en mi cabeza. ¿Una academia? Quizá no fuese tan descabellada. Aquí no encontraba trabajo, y los pocos que hacía no eran tan satisfactorios como pretendía. Tampoco quería jugarme la vida a cada paso como cuando estaba en el ejército, pero un poco de acción… Y, ¿dirigir una academia tendría la suficiente fuerza como para mantener ese estado de adrenalina que necesitaba en mis venas? No lo sabía, pero tenía que hacer algo. Agotado por el rumbo de mis pensamientos, me acosté.
***
Los días pasaban con una monotonía tan aburrida que era casi desesperante. Llevaba un mes asentado en Madrid y seguía sin conseguir trabajo, uno que fuese estable. Y para colmo, si quería que la capulla de mi polla se levantase, necesitaba tener a dos o más chicas desnudas y dispuestas para mí. Cada vez me costaba más trabajo tener una puta erección y eso me preocupaba mucho. Incluso, en alguna que otra ocasión había tenido que acudir a las dichosas pastillitas para conseguir algo. Tenía la sensación de que me estaba volviendo loco o que envejecía a una velocidad bestial. No quería admitirlo, pero estaba jodido. Tanto que ni tan siquiera había intentado ligar con la hija de Luis. En otro tiempo, lo hubiese hecho solo por divertirme un rato y eso que la chica me miraba con deseo; en varias ocasiones, incluso, me invitó al café o intentó quedar conmigo para tomar unas copas, cosa que rechacé sin tan siquiera pestañear.
Al entrar en la cafetería, vi a Luis junto a un hombre canoso y corpulento, sentados alrededor de una las mesas más alejadas. Al verme, me hizo una seña con la mano para que me acercara.
—Eme, ven, siéntate con nosotros. Toma un café. Te presento a mi cuñado Agustín. —Levantó la mano para llamar la atención de Gema—. ¿Quieres un trozo de tarta de manzana? Está recién hecha.
—Encantado, Agustín. Nunca me negaré a un trozo de tarta, y menos, de manzana. ¡Me encantan! —exclamé un poco más entusiasmado de lo que quise aparentar en un principio.
—La ha hecho mi Gema, le encanta hacer pasteles —me aclaró casi en un susurro—. ¡Niña, trae un trozo de la tarta para el yanqui! —gritó, mientras miraba a su hija que estaba preparando un café.
Me reí por el cariñoso apelativo con el que me llamaba Luis. Era un hombre muy divertido que se pasaba la mayor parte del tiempo en el bar. Su hija ejercía de camarera y su mujer era la cocinera. Y lo hacía de maravilla. Muchos días almorzaba allí y terminaba por llevarme un tupper con la cena.
Gema llegó con el desayuno, me saludó con una sonrisa y volvió a la barra para continuar atendiendo a los clientes. Saboreé un trozo del delicioso pastel, mientras Luis charlaba con su cuñado.
—Sigo preocupado por ese asunto. Ya son tres chicas asesinadas y trae en jaque a la policía. Mis chicos hacen todo lo que pueden, pero cada vez que están cerca de una pista, el muy hijo de puta se escabulle. Es un cabrón muy escurridizo —explicaba Agustín. Eso me llamó la atención. Hasta hace unos instantes había desconectado de la conversación para centrarme en el suculento desayuno.
—La verdad es que es una pena. ¡Esas chicas tan jóvenes y con tanta vida por delante! —dijo Luis, afligido.
—Cierto, pero te puedo asegurar que la policía hace todo lo que está en sus manos. Menos mal que aún no ha transcendido a la prensa. Lo único que hace es avivar el miedo.
—Espero que pillen a ese cabrón. Y cambiando de tema, ¿has encontrado a alguien para el tema de la academia? —preguntó Luis.
—No. Me he entrevistado con varias personas interesadas, pero no llegan a dar el perfil. Quiero traspasársela a alguien que continúe con mi misma filosofía y no lo deje como un simple gimnasio donde se impartan clases de artes marciales. Además, la nave necesitaría una reforma para el próximo proyecto. Quiero que la persona que se haga cargo, lo prosiga. Sabes que esto no es una simple academia.
—Lo sé. Espero que encuentres a alguien.
Durante toda la conversación permanecí callado. No sabía de qué iba el tema, aunque pronto cambiaron, desviando su atención hacia mí.
—Y tú, ¿has encontrado trabajo ya? La cosa está mu mal aquí. Hay mucho paro. No tengo ni idea de adónde vamos a llegar con la dichosa crisis —exclamó con un sonoro suspiro—. Chico, no sé por qué te has venido… —continuó—, pero seguro que hay más trabajo en cualquier parte.
—¿Por el sol? ¿Por las playas? —le rebatí con una media sonrisa en la cara.
—Sí, porque las playas madrileñas son mundialmente conocidas.
No pude remediarlo y estallé en una carcajada.
—Estaba harto de dar tumbos por el mundo sin tener un verdadero hogar al que regresar —contesté de manera enigmática.
Luis me miró, pero no añadió nada más. Continuó removiendo su café de manera pausada, con la vista puesta al frente, pensativo. Agustín, que hasta entonces había permanecido en un segundo plano, me preguntó.
—¿A qué te dedicas?
—Era oficial del ejército americano. Con la edad, me jubilé, por decirlo de alguna manera.
—¿Con la edad? ¡Si eres un pimpollo! —exclamó con una sonora carcajada que provocó que todo el bar voltease la cabeza para mirarnos.
—No tengo edad para estar en misiones y el trabajo de oficina no va mucho conmigo. Trabajé durante tres años para una empresa de seguridad en Málaga.
—¿No nos dijiste que acababas de llegar de Las Vegas? —preguntó Luis.
—Estuve allí solo unos meses. Ayudando a un amigo y luego… me quedé. Ahora hago pequeños trabajos de guardaespaldas para algunos jefes de estado o personalidades relevantes. Nada que sea importante —contesté, restándole importancia al tema—. Busco un trabajo que me dé cierta seguridad, pero a la vez que sea lo suficiente interesante para que me mantenga activo, un hogar al que regresar y asentarme un poco.
—¡Bienvenido al mundo de los españoles! Hijo, eso es lo que buscan la mayoría de nuestros jóvenes —respondió Luis.
—Me lo imagino, pero con mi currículo espero encontrar algo a mi medida —rebatí.
—Sabes, la esperanza es algo subjetivo. Cuando eres joven, tienes la ilusión de encontrar un trabajo, una buena mujer, un hogar, éxito… Y después, con los años, te das cuenta de que la vida consiste en ser feliz con lo que tienes. Estamos en una constante búsqueda de la felicidad, de una que no es verdadera. Anhelamos lo que no tenemos… Vemos fotos de amigos en redes que viajan por el mundo y pensamos que si nosotros hiciésemos ese viaje, también seríamos más felices. O vemos una foto de alguien comiendo en un buen restaurante, y nos imaginamos allí, cuando los verdaderos placeres de la vida están en los pequeños detalles…
—No anhelo nada de eso. ¿Una buena mujer? ¡Ni de coña! He viajado por medio mundo, no solo por trabajo sino también por placer. No aspiro a nada de eso porque lo he tenido y lo he disfrutado al máximo. Tengo muy buenos amigos…
—Entonces, ¿qué buscas? Todos perseguimos aquello que no tenemos —me interrumpió Luis.
—Pues no tengo ni la menor idea. Pero, para empezar, no estaría mal tener un buen trabajo —contesté, mientras alzaba los hombros.
—¿Y qué tipo de trabajo buscas? Porque, al parecer, ser guardaespaldas no te gusta demasiado, dejaste el ejército; la seguridad privada… tampoco es lo tuyo. Dices que buscas un hogar al que regresar, asentarte, pero no deseas un trabajo fijo en una oficina… —replicó Agustín.
—Pues no sé. Estoy mirando ofertas para saber si alguna llama mi atención… —Esta conversación comenzaba a molestarme un poco, la verdad. ¿Qué les importaba a ellos lo que yo hiciese o dejase de hacer en mi vida? No lo comprendía.
—¿Y qué tal se te da el trabajo de entrenador? —preguntó Agustín con una expresión en la cara que no lograba entender—. Sí, entrenador. Te lo pregunto porque como has escuchado, traspaso mi negocio, pero no quiero dejarlo en manos de cualquiera… Necesito alguien que esté muy preparado y que se implique en él para que prosiga con los nuevos proyectos…
—Creo que no sería muy bueno… No sé.
—No se trata solo de entrenar a los chicos. Consiste en prepararlos para lo que se tienen que enfrentar ahí fuera… Tengo clases especiales para policías nacionales, para el ejército español, para los TEDAX, para la unidad antiterrorista, para la unidad de crímenes organizados… Creo que hay alguna clase para cualquier ámbito de la policía, guardia civil o rama del ejército. Es un programa nuevo y está dando muy buenos resultados.
—¿Y por qué traspasa el negocio? ¿Por qué no contrata a alguien que imparta las clases mientras usted se dedica a la parte administrativa? Le daría más tiempo libre, no tendría que estar tan pendiente…
—Porque quiero disfrutar de mi jubilación y hacer lo que durante tantos años no he podido por estar trabajando como un burro —me interrumpió.
—Déjeme que lo piense durante unos días. No es lo que tenía en mente, pero le prometo que sopesaré la idea —respondí dándole vueltas a la cabeza.
—Piénsalo. Me quedaré aquí una semana. Necesito desconectar…
En ese momento, Gema y su madre se unieron a nosotros, cambiamos de conversación y, entre risas, terminamos el desayuno.