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Capítulo cuatro

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«¿Es sucio el sexo? Solo cuando se hace bien».

Woody Allen

Llevaba poco más de una semana con una rutina que me gustaba mucho. Demasiado para mi gusto. Todas las mañanas salía a correr con mi vecina a la misma hora y, cuando se retrasaba por cualquier motivo, me impacientaba. Era una mujer guapísima, de eso no había ninguna duda, pero además era simpática, siempre sonreía; se ruborizaba enseguida, era inteligente, y muy aguda en sus comentarios. Conseguía arrancarme las carcajadas como si fuera lo más normal del mundo. Me divertía mucho con ella.

Cuando salíamos a correr, me gustaba ver el movimiento de su culo con la carrera, por eso siempre me quedaba un poco rezagado. ¡Joder, cómo me ponían sus nalgas! ¡Follárselo tenía que ser una delicia! Al final, terminaba con una erección de campeonato, por lo que empecé a coger la costumbre de darme un chapuzón en el mar para que no se diese cuenta. Y masturbándome después en la ducha como un puto adolescente con las hormonas en plena ebullición. La cuestión era que no podía enrollarme con ella sin más. Era mi vecina y tenía un hijo, que complicaba más las cosas. Siempre me acostaba con mujeres que no supieran nada de mí, que no pudiesen reclamarme nada. Ni tan siquiera les daba mi número de teléfono. Ligaba y follaba por diversión. Bueno, lo de follar era más bien algo fisiológico.

—¡Pensé que estabas más en forma! —gritó Rocío, girando la cabeza hacia atrás para encararme—. ¡Y resulta que siempre te quedas atrás!

—¡No quiero dejarte en ridículo! Además, voy a tu ritmo. Si me paro un poco es para que no te esfuerces demasiado. Soy tu entrenador, ¿recuerdas? —exclamé. Había sonado convincente. Hasta yo me lo había creído. Aligeré un poco la marcha para ponerme a su altura—. ¿Quieres medirte conmigo? Vamos, si llegas antes que yo, te invito a un helado.

Aceleré un poco el ritmo, no mucho pero sí lo suficiente. Rocío esbozó una enorme sonrisa que le iluminó toda su jodida y preciosa cara y se esmeró por adelantarme.

—¿No sabes que yo por un helado mato? Te espero en la heladería, nene.

Y utilizó todas sus fuerzas para un spring en el que no tenía nada que hacer. Está mal que yo lo diga, pero en cuestión de ejercicio físico, estoy muy en forma. El entrenamiento diario ha formado parte de mi vida desde muy pequeño y nunca he dejado de hacerlo. Le cedí un poco de ventaja mientras volvía a recrearme en sus nalgas e imaginarlas de mil formas, con esos pantalones cortos se le marcaban más. No sabría decir si me gustaba más por delante o por detrás. Aceleré el ritmo, la adelanté un poco y comencé a correr de espaldas, todo por verle la cara sonrojada por el esfuerzo, el pelo alborotado del ejercicio y sus pechos bamboleándose delante de mí. ¡Joder, sus tetas también me ponían muy burro!

—¿Quién es la que va a invitar ahora al helado? —pregunté, mientras le guiñaba un ojo y me daba la vuelta. Fingí un traspiés para que pudiese adelantarme de nuevo. Me gustaba este juego que me llevaba con ella—. ¡Un poco más! ¡Hasta aquella roca! Quien llegue el último invita al helado.

Rocío se lo tomó muy en serio y aceleró más su ritmo. La verdad es que estaba más en forma de lo que en un principio imaginé. La dejé unos minutos delante hasta que estaba a punto de llegar al objetivo, así que aceleré mi ritmo, pasé por su lado, provoqué un choque, y … ¡ups! nos caímos ambos a la arena de la playa. En un movimiento ágil, la coloqué para que cayera sobre mí. Nos quedamos mirándonos, con la respiración entrecortada; ella por el esfuerzo, y yo… bueno, por el esfuerzo de contención que hacía en ese momento por no arrancarle la ropa y… ¡Joder!

—¡Parece que estamos empatados! —dije para ahuyentar esos pensamientos de mi cabeza. Pero mi polla, la muy mamona, tenía otros planes. Y lo peor era que Rocío se había dado cuenta.

—¡Uno contra cinco! —susurró demasiado cerca de mis labios. No comprendí qué quiso decir con eso. Arrugué el cejo y entrecerré los ojos—. A eso vas a tener que jugar después —me respondió de una manera tan sensual que mi entrepierna dio una sacudida.

Rocío desvió su mirada hacia abajo y me guiñó un ojo. Acto seguido, intentó levantarse, aunque fui más rápido, le di la vuelta y me puse encima de ella. Nos quedamos mirando y me perdí en sus ojos color miel que reclamaban que apagase el fuego que había en ellos. Me acerqué un poco más, tanto que nuestros alientos se mezclaban. Olía a regaliz, ese rosa relleno de nata que tanto le gustaba comer.

—No me hace falta masturbarme como un adolescente —susurré en su oído. Tampoco hacía falta que le dijera que follaba cuando me daba la gana.

—Pues tienes que poner una solución a tu… problemilla —continuó machacándome. Sabía lo que se hacía. ¡La muy arpía!

—¿De verdad piensas que es… un problemilla? —volví a susurrar, y con un movimiento de caderas, le clavé mi erección en el vientre haciéndole notar el alcance del… problemón.

Me levanté de inmediato, porque si no lo paraba en ese instante, podrían detenernos por escándalo público. Rocío imitó mi gesto y también se levantó con las mejillas aún arreboladas. ¡Preciosa! Como todos los días, terminé dándome un chapuzón de agua fría. Ella me esperaba sentada en la arena. Cuando salí, me puse la camiseta y nos fuimos a la heladería. Entre risas, nos tomamos un helado. No le tocaba entrenamiento, pero yo tenía que ir para terminar con las reformas; ya quedaba poco y pretendía inaugurar en un par de semanas.

Nos despedimos en la puerta de casa y cada uno se dirigió a su apartamento. Después de una ducha y coger la bolsa de deporte, me fui a mi local. Me había comprado una moto hacía un par de semanas. Desde que estuve en Las Vegas con Julio, me aficioné más a ellas, así era mucho más cómodo trasladarte y, sobre todo, aparcar, que en el centro era casi imposible. Y, aunque yo vivía en un pueblo colindante y el negocio estaba en un polígono, cuando iba a hacer gestiones a la ciudad o para divertirme, suponía todo un reto.

Al llegar al callejón trasero, aparqué la moto en el mismo sitio de siempre. Abrí el portaequipaje, saqué la bolsa de deporte junto con las llaves y me di la vuelta para entrar y comenzar con el trabajo diario. Al dar un par de zancadas, tropecé con una lata de refresco que rodó por el suelo. El sonido retumbó en el silencioso callejón. Me acerqué a ella, la cogí y la llevé al contenedor de basura, que había a un lado, con la intención de tirarla.

Al acercarme, comprobé que estaba medio abierto y algo extraño sobresalía desde dentro. Abrí con precaución para no mancharme las manos y, cuando fui a tirar la lata, me fijé en una bolsa de plástico grande que envolvía algo. Por un lateral, sobresalía pelo. Me alcé un poco para verlo mejor; pensé que sería algún animal muerto, alguien que habría atropellado a un perrito y lo había dejado allí tirado. El olor a putrefacción me alcanzó a medida que abría más el depósito de basura. No alcanzaba a ver bien, pero la bolsa tenía rastros de sangre. Había visto demasiados cadáveres en mi vida como para saberlo. Me fijé bien en el tamaño y, de repente, la cruda realidad me sobresaltó. ¡Joder! ¡Me cago en la puta! ¡Eso no podía ser un animal! ¡Demasiado grande para ser un perro! Cerré de golpe el contenedor y saqué de inmediato mi teléfono móvil. Llamé a la policía.

—Buenos días, mi nombre es Emerson Ward. He venido a trabajar y he encontrado un cadáver en el contenedor de basura —les dije cuando descolgaron el teléfono.

Una vez que finalicé la llamada, tardaron poco más de veinte minutos en llegar. No toqué nada, sino que me limité a sentarme en la moto y a desear tener un cigarrillo en ese momento. No fumaba desde que me marché de Las Vegas y no lo había deseado hasta ese momento. Cuando la patrulla se personó en el callejón, se llevaron varios minutos tomando fotografías del lugar, mientras yo prestaba declaración. Me dijeron que habían llamado a los inspectores para que se hicieran cargo del caso.

Cerca de una hora después, mi impaciencia iba creciendo. Comprendía que debían hacer su trabajo, pero ¡joder!, yo también tenía que continuar con el mío. Un coche negro, con las luces policiales, apareció por allí. Una chica bastante atractiva salió de él con una seguridad y tranquilidad aplastante. Se notaba que era experta o que estaba acostumbrada, no como los primeros que llegaron, que los pobres parecían novatos.

—Soy la inspectora Olivia Blanco —se presentó una vez que enseñó la placa y cruzó el cordón policial.

—Emerson Ward, dueño del gimnasio —repliqué, dándole un apretón de manos.

—Cuénteme todo lo que sepa, señor Ward.

—Como le he dicho a sus compañeros, no sé mucho. Llegué aquí hace una hora, tropecé con una lata de refresco y, cuando la fui a tirar, encontré el cadáver. Eso es todo lo que sé. Los llamé de inmediato. Y no he tocado nada, tan solo la tapa del contenedor para abrirla —expliqué una vez más.

—De acuerdo, señor Ward. Dígame, ¿tiene cámaras de seguridad aquí afuera? —me preguntó, mientras miraba alrededor de las vallas que cerraban el callejón y los muros exteriores de la nave.

—Llevo poco tiempo con el negocio. De hecho, aún no está abierto al público. Estoy haciendo reformas, así que no, no tengo ni fuera de la nave, ni dentro de ella —le respondí.

—¿Qué estuvo haciendo esta mañana? —preguntó, mientras anotaba algo en una pequeña libreta negra.

—He corrido por la playa durante una hora, tomé un helado, fui a casa a ducharme y me vine aquí.

—¿Hay alguien que pueda confirmarlo? —continuó a la vez que preguntaba y anotaba sin mirarme siquiera a la cara. ¿Cómo podía saber si mentía, si no me miraba?

—Sí. En primer lugar, mi vecina Rocío. Suelo salir a correr con ella todas las mañanas.

—¿Apellido?

—Eh… No lo sé —contesté con toda la sinceridad del mundo.

—¿Va a correr todas las mañanas con ella y no sabe cómo se apellida? —preguntó, alzando una ceja; enfrentaba mi mirada con desconfianza.

—Llevo poco tiempo instalado. No conozco apenas a nadie y no tengo tiempo libre. Trabajo a destajo para abrir el negocio en un par de semanas y empezar el nuevo proyecto. Para eso me he instalado aquí, no para socializar —repliqué un poco molesto.

—Está bien. Entonces me dice que fue a correr con su vecina y después a tomar un helado. ¿Pagó con tarjeta o en efectivo?

—Efectivo. El camarero puede confirmárselo. Desayuno allí todos los días. Después, la señorita Rocío y yo, nos marchamos a casa. Cada uno a la suya. Me duché y vine hacia aquí. Encontré el cadáver y llamé a la policía. Una mañana muy divertida. —Ironicé. Aunque el tiempo que estuve corriendo con Rocío sí fue agradable. Me perdí en mis pensamientos.

—De acuerdo, señor Ward. Eso es todo. Si necesitamos saber algo más, nos pondremos en contacto.

Dicho eso, se dio la vuelta y empezó a observar los alrededores con detenimiento. Dos chicos de uniforme sacaron el cadáver del contenedor con cuidado, y un hombre con guantes y mascarilla desenrolló la bolsa. Había otra persona haciendo fotos a todo. El de la mascarilla, que imaginé que sería el forense, comenzó a recoger muestras del pelo del cadáver y le mostraba al de las fotos algunas partes del cuerpo. Me fijé bien. Era una chica joven, de constitución delgada y el pelo muy moreno.

Entré en el gimnasio y el resto del día lo pasé trabajando. Cuando salí al atardecer, no quedaba rastro de la policía y no parecía que hubiese pasado nada allí. No tenía ganas de encerrarme en casa, así que me dirigí hacia el club liberal. Era justo lo que necesitaba. Echar un polvo en condiciones. Desde que llegué a Almería, no había follado y la situación con Rocío no mejoraba mi estado.

El club era bastante corriente por fuera. No se anunciaba con letreros luminosos ni tenía una gran entrada. Lo que sí ponía en la web era que aseguraban la discreción. Ese aspecto me traía sin cuidado, pero imaginé que no sería igual para todo el mundo.

Al entrar, escuché la insinuante voz de Adele. Me fui directo a la barra y pedí un whisky. El ambiente era muy sensual, con grandes espejos y el color granate predominaba en la sala. Me senté en el taburete alto de la barra. Debía esperar una invitación de alguna pareja o una mujer para acceder a la parte interesante del local. Tras unos minutos y una copa, un par de chicas me ofrecieron entrar con ellas, aunque me pidieron estar un rato a solas en la barra, a lo que accedí de inmediato. Al entrar en la otra sala del local lo observé todo con atención. Cerca de mí, había un grupo de tres personas tomando una copa y charlando de manera animada. Uno de los hombres tenía la mano apoyada en el muslo de ella y lo acariciaba de forma suave desde la rodilla hasta la parte superior de los muslos, arrastrando la falda en su camino. El otro hombre le tocaba la mejilla y, de vez en cuando, bajaba la mano a su escote y lo recorría con sus nudillos. Ella se dejaba hacer. La imagen empezó a ponerme cachondo.

En el otro lado de la barra estaban las dos chicas que me habían invitado, ambas con trajes bastante cortos y escotados. Estaban muy cerca la una de la otra, se hablaban al oído, se reían y rozaban sus pechos cada vez que se carcajeaban. Mis ojos no podían separase de esa imagen, me ponía muy burro ver cómo dos chicas se acariciaban los pechos, aunque fuese por encima de la ropa, como en esa ocasión.

Le di un trago a mi bebida y seguí observando a las chicas con las que me iba a acostar esa noche. El escote del traje de la pelirroja tenía en el centro una abertura que dejaba entrever el contorno redondeado de su terso pecho, tapando apenas la aureola. Tan solo podía pensar en ir hacia allí y acariciar con mi lengua ese contorno; recrearme en la suavidad de su piel. Tenía mucha tensión sexual acumulada en la entrepierna y pensar en Rocío hacía que me estallase. Cualquier día me iba a correr encima como un auténtico colegial con tan solo mirarle el culo. Observé la pista de baile. Allí, el ambiente era sexo en estado puro. Todos sabían a lo que iban. Una pareja bailaba demasiado pegada mientras se besaban. La chica llevaba una falda holgada. Miré la escena. El hombre acariciaba sus muslos hasta llegar a las nalgas por debajo de la ropa, una vez allí, con una excitante parsimonia, la apretaba y la acercaba más a él, mientras movía la pelvis. Parecía que la estaba follando allí mismo.

Mi erección era casi dolorosa, pero quería disfrutar más de ese tipo de espectáculo. Volví mi vista hasta el grupo de tres de mi derecha. La chica había abierto un poco más las piernas y dejaba al aire su depilado centro. Un hombre, por detrás, le acariciaba los muslos, mientras que, por delante, el otro le pasaba la mano por el clítoris, recogía sus fluidos y se los llevaba a la boca.

Casi gemí cuando lo vi. Desvié la mirada hacia las dos chicas. Estaban más cerca, si era posible, apenas quedaba espacio entre ellas. El roce de sus pechos era más descarado, sus caras reflejaban excitación en estado puro. Una de ellas acarició el brazo de la otra, mientras se acercó un poco más y le dio un pequeño beso, apenas un roce. Sacó su lengua y le recorrió el labio inferior. A esas alturas, mi corazón latía frenético, mi polla estaba dura como una roca y apenas era capaz de respirar con normalidad. No había imagen más erótica que ver cómo dos mujeres se daban placer. Eran exquisitas. Sensuales. Me ponían tan cachondo que era capaz de llevarme toda la noche contemplándolas mientras me masturbaba y, aun así, querer más. ¡Joder! Sudaba con tan solo imaginarlo.

La pelirroja me miró y se dio cuenta del estado en el que me encontraba; besó en el cuello a la acompañante y, con la boca, le bajó el tirante del vestido, recorriendo el hombro con su lengua. La morena echó la cabeza hacia atrás, facilitándole el acceso, y comenzó a acariciar los muslos de la pelirroja, subiendo el vestido a su paso. Una le dijo algo en el oído a la otra y ambas miraron en mi dirección. Era una clara invitación a unirme ya a su fiesta particular.

A esas alturas, no podía aguantar más; me levanté y me fui hacia ellas. Quería alargar más el momento, alargar la noche. Las invité a una copa y pedí una segunda ronda para mí.

No me apetecían charlas banales, tan solo pasar la noche. Me puse detrás de una de ellas, la morena con unos grandes pechos. Eso no quería decir que la otra no los tuviera. La pelirroja tenía otros atributos, como unos labios jugosos que quedarían a la perfección alrededor de mi polla y un culo fantástico que incitaba al pecado.

Ellas continuaron con sus caricias, sus besos y sus risas mientras yo acariciaba los muslos de una y el escote de la otra. Estaban tan suaves que eran deliciosas. La pelirroja llevó mi mano hasta el coñito de la morena, provocando que ambos la tocáramos con nuestros dedos. Jadeó y ¡joder!, ¡cómo jadeó!

Ya estábamos preparados para pasar a la siguiente fase. Necesitaba follarlas. A las dos. Les hice una señal y nos adentramos por el pasillo que daba a las salas privadas. En ese momento vi cómo Agustín salía de una de ellas. Ambos sabíamos por qué estábamos allí, así que nos limitamos a un simple saludo con la cabeza y continuar cada uno a lo suyo.

La promesa de Eme

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