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Capítulo dos

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«La gente busca la felicidad como un borracho busca su casa, sabe que existe, pero no la encuentra».

Voltaire

Durante la siguiente semana sopesé mucho el proyecto que me ofreció Agustín. Mantuvimos infinidad de reuniones hasta que logramos llegar a un acuerdo. Debía realizar muchas reformas en el local y no disponía de demasiado dinero para afrontarlas. La cuestión era que quería enfrentarme a ese nuevo proyecto. Lo hablé con Rebeca durante horas e incluso se ofreció a prestarme el dinero, cosa que rechacé, no por orgullo, como ella me dijo, sino porque quería sacarlo adelante sin necesidad de ayuda. Podría hacer las obras yo mismo. Era algo que se me daba bien y ahorraría en gastos.

Diez días más tarde llegaba a Almería. Llevaba cerca de un mes y medio en España y aún no me había asentado, pero empezaba a dar los primeros pasos. Quedé con Agustín en el aeropuerto y me maravillé de lo pequeña que era la ciudad en sí. En pocos minutos llegamos a un pueblecito donde a las afueras había un polígono industrial en el que se ubicaba la nave.

—Aquí están los vestuarios. Como verás tienen duchas nuevas. Hace un par de años que las reformé e instalé una nueva caldera con más potencia. Una chica viene todas las noches antes del cierre para limpiar. La sala de máquinas también es nueva. Las cambié todas, hará unos meses. Lo que tendrás que reformar es el tatami, es muy antiguo. Esa sala, en general, necesita nuevas colchonetas, quitar humedades, pintar las paredes… Y, en la sala que está vacía al fondo, es donde vamos a instalar la sala de prácticas de tiro, por lo que hay que insonorizarla. Tengo ya los permisos pertinentes —enumeraba Agustín, conforme hacíamos un tour por las instalaciones. No eran muchas reformas en sí, pero si quería darle un cambio de imagen, debía hacer algo más de lo que me estaba pidiendo.

—Es muy espacioso… —añadí, mientras observaba todo con interés—. Las ventanas de arriba deberíamos cambiarlas. Son antiguas y me da la impresión de que entra bastante frío y agua por ahí.

Me quedé callado mientras miraba la pared. Había rastros de humedad, lo que confirmaba que entraba agua. Tenía mucho trabajo por delante, pero nada que no pudiera hacer yo mismo. Durante una hora más, proseguimos mirando las instalaciones que ya estaban cerradas al público. Fuimos a su despacho donde me enseñó los libros de contabilidad, los contratos, y todos esos asuntos legales. Debía contratar un asesor para que llevase los papeles, ya que el suyo también se había jubilado. Cerramos un trato verbal allí mismo, a la espera de que el abogado redactase todo y firmar en notaría. Eso tardaría unos días.

Como la vez anterior, también alquilé un apartamento a través de una agencia. La chica me dio las llaves en una cafetería del centro donde habíamos quedado. Era un apartamento pequeño, pero a pie de playa, con zonas perfectas para practicar el submarinismo. Además, si abría las ventanas de algunas estancias, escuchaba el sonido del mar. ¡Una maravilla!

Los días siguientes, mientras esperaba la legalización de los contratos, paseé por los alrededores, empapándome de la alegría que se intuía en el ambiente. Localicé una tienda de ultramarinos donde podías comprar casi de todo, una panadería donde la chica elaboraba los pasteles e inundaba las calles colindantes con el olor de la vainilla y el chocolate, con la manzana asada o la crema pastelera. Era un espectáculo para los sentidos, y el dar un paseo por los alrededores me relajaba, ya que escuchabas el sonido del mar y el olor de la playa entremezclado con el de los pasteles. Sin duda, era un lugar precioso donde establecerme y acostumbrarme a esta vida. Podría ir a bucear, correr por las mañanas en la playa y había localizado un local de ambiente liberal a las afueras, que parecía que tenía muy buena pinta; no lo había visitado, pero no tardaría en hacerlo.

***

Una vez que todo estaba en orden, comencé con mi rutina para poder abrir al público lo antes posible y recuperar algo del dinero invertido. Lo primero que hice fue pintar la fachada, que me llevó más tiempo del esperado. Después arreglé el sistema eléctrico, que estaba en un estado lamentable, y menos mal que todo lo hice yo, porque me habría gastado una pasta. Cambié el viejo tatami por uno nuevo, que encontré por casualidad en internet a muy buen precio, y entrenaba a diario. Eso era algo que no me saltaba por nada del mundo.

Me hice asiduo de una cafetería que había cerca de casa. Desayunaba allí a diario mientras leía el periódico local. Quería informarme de todo lo que sucedía para poder integrarme.

—¿Lo de siempre? —preguntó la chica de la barra, mientras servía el café al cliente de la mesa contigua.

—Sí, gracias.

—De nada. En un momento estoy con usted.

—No tengo prisa. ¿Me puede acercar el periódico?

—Claro, enseguida se lo traigo. —Se acercó a la barra, lo cogió y regresó a mi mesa—. Es una pena lo de la chica. Tan joven y con tanta vida por delante…

Miré la portada del diario y vi la foto de una chica en blanco y negro. El titular era muy sensacionalista: «Quinta víctima del asesino anónimo». Seguí leyendo la noticia y me apenó pensar en esas cinco mujeres y sus familias. Sus muertes eran crueles, macabras, con violación incluida. En ese momento, la camarera trajo mi pedido y continué leyendo la noticia con interés.

Tomé el café y un trozo de tarta de manzana que me supo a gloria y, cuando terminé, tras pagar la cuenta, me marché a mi apartamento. Puse música mientras me metía en la ducha. Cuando llevaba allí apenas unos minutos, escuché un golpe que no sabía determinar de dónde provenía. Cerré el grifo y, como no oí nada más, volví a abrirlo y continué. Unos segundos más tarde, los golpes se hicieron un poco más fuertes. Volví a hacer lo mismo, pero nada… silencio. Me enjaboné rápido con la intención de terminar cuanto antes, pero los golpes se volvieron más rudos, fuertes y continuos.

Sin terminar de enjuagarme, me enrollé una toalla alrededor de la cadera y salí del cuarto de baño, no sin antes resbalar debido al gel de la ducha. Cabreado, fui al salón para averiguar de dónde cojones venían. Apagué la música y agudicé el oído, hasta que los golpes volvieron con más fuerza, además de escuchar los gritos de una persona. Cuando me di cuenta, provenían de la puerta de entrada del apartamento. Corrí hacia allí y abrí sin preguntar.

—¡Menos mal que se digna a abrir! ¡Llevo más de media hora aporreando la puerta y llamando al timbre! —me chilló una chica. Estaba perplejo, ya que no sabía quién carajo era. Pensé que sería una equivocación. ¿Media hora? ¡Ja!

—Disculpe, señorita. Creo que se ha confundido —contesté, colmándome de paciencia.

—¿Vive aquí? —Me miró con cara de espanto.

—¡Sí, claro! —respondí de inmediato.

—Entonces, no me he equivocado. ¡Soy la vecina de abajo y ahora mismo tengo una emergencia! —explicó de manera atropellada. Apenas entendía que ocurría.

—¿La puedo ayu…

—¡Tengo el cuarto de baño inundado! —exclamó casi gritando y moviendo las manos sin dejar que terminase la frase—. ¡Debe solucionarlo ahora mismo!

—¿Y por qué tendría que solucionarlo yo? —Cada vez entendía menos.

—¡Porque usted es el causante de tal desastre! —exclamó como si fuese la cosa más lógica del mundo. ¿Qué yo era el causante de que tuviese el cuarto de baño inundado? ¡Y una mierda!

—Mire, señorita, déjeme que me ponga algo de ropa, y la acompaño para ver qué podemos hacer. ¿De acuerdo? —Me miró de arriba abajo, recorriendo con su mirada cada centímetro de mi piel, calentándola por el camino. Debía pararlo. Elevé una ceja y me recreé en sus bonitos ojos, que estaban perdidos en mi tatuaje. Cuando se dio cuenta, se sonrojó.

—Por supuesto, pero, por favor, dese prisa. No tengo todo el día para solucionar este problema.

—Tardo dos minutos.

—De acuerdo, lo espero abajo.

Se giró y se marchó por las escaleras. Pensé que debía llamar al casero para que solucionase el problema. Me vestí con una camiseta y un viejo pantalón de chándal y bajé hasta su casa para ver qué ocurría. Cuando llamé al timbre, escuché los ladridos de un perrito, junto a la voz de mi vecina mandándolo callar. No me había fijado hasta entonces en su cuerpo; era pequeña, con una larga melena morena y su piel bronceada por el sol. Sus espectaculares curvas llamaron de inmediato mi atención. Me quedé embobado mirándola, casi sin prestar atención.

—¿Va a entrar o se va a quedar ahí mirando como un pasmarote? —preguntó la chica, de la cual no sabía ni su nombre.

—Disculpe, por supuesto.

Seguí a mi vecina a través de su apartamento hasta el cuarto de baño. Al darse la vuelta me fijé que tenía un culo espectacular, redondo y respingón. ¡Madre mía, qué trasero! Me obligué a alejar esos pensamientos de mi cabeza y concentrarme en el apartamento de ella. A pesar de tener la misma distribución que el mío, este parecía un hogar. Tenía detalles que le daban calidez. En las paredes del pequeño pasillo colgaban cuadros con imágenes del mar, de la playa, amaneceres, llenos de luces y de colores vivos. Al pasar por el salón parecía una estancia caótica, aun así, todo estaba donde debía. Miré a mi alrededor y a ella; de inmediato, supe que todo eso la representaba a la perfección. En el sofá de dos plazas, un niño pequeño con el pelo moreno y muy rizado jugaba con un coche de juguete, emitiendo sonidos que se asemejaban a un motor.

—¿Quién eres? —preguntó el renacuajo, que debía tener la misma edad de Mara.

—El vecino de arriba.

—¿Y qué haces aquí?

—Ayudar a tu madre.

—¿Y cómo sabes que es mi madre? —Vale, me había pillado. No lo sabía y había sacado conclusiones precipitadas.

—¡Nando! ¡Calla y deja al señor, que va a ayudarme! —gritó la chica. Después me miró—. Disculpe a mi hijo. Es un cotilla. ¡Toby! ¡Calla!

Vale, era su hijo. Valiente casa de locos. Reí y continué el camino tras ella. El perro continuaba ladrando y siguiendo todos mis movimientos; la chica lo mandaba callar una y otra vez, sin obtener resultado alguno, mientras el niño emitía sonidos cada vez más alto.

Al llegar al cuarto de baño, todo era un desastre. El agua rezumaba por las paredes y el techo; el suelo estaba anegado. Aquello parecía una piscina. No sabía qué hacer.

—Lo único que se me ocurre es cerrar la llave de paso general y llamar al casero. No sé si habrá alguna tubería rota.

—¿No ha cerrado ya la llave de paso? —me preguntó, incrédula.

—No. Primero quería saber qué es lo que ocurría —respondí.

—¡Esto es un desastre! ¡Cierre la llave ya! ¡Se me va a caer el techo encima! —exclamó, asustada.

—¡No se le va a caer el techo! —clamé, desesperado.

—¡Esto me lo tiene que arreglar ya! —concluyó, cruzándose de brazos.

—Por supuesto. Espere un momento, por favor…

—No voy a esperar. ¡Arréglelo! ¡Ya!

—¡Joder, no sea tan impaciente! Voy a llamar de inmediato a mi casero. Mientras, la ayudaré a arreglar este desastre, ¿de acuerdo? ¿Tiene por ahí alguna fregona de más?

—Por supuesto… Disculpe mi tono, pero estoy muy nerviosa con todo este desastre. Por cierto, me llamo Rocío —se presentó. Alargó la mano para ofrecérmela en un saludo formal.

—No se preocupe. Es normal. Yo soy Eme. Ahora, si no le importa, voy a mi apartamento para cerrar la llave de paso y la ayudo con todo. —Le ofrecí la mía. Al cogerle la mano noté su suavidad y me fijé en sus dedos manchados de pintura.

—Perdone que tenga las manos así. Estaba en mi estudio, pintando, cuando ha ocurrido esto —me aclaró, mientras se limpiaba las manos en el pantalón corto que llevaba.

Mis ojos se fueron de manera irremediable a sus muslos, rellenos pero firmes, donde podía agarrarme. Me quedé sin saber qué más decirle, y además, mi entrepierna estaba empezando a despertar… Era mejor no decir nada, así que negué con la cabeza y salí del cuarto de baño seguido del perrito que no paraba de ladrar. Fui a mi casa, cerré la llave y hablé con el casero. En media hora, me enviaba a un fontanero para que reparase lo que fuese que estuviese dañado y volví a casa de la chica para ayudarla a recoger aquel desastre.

—He llamado a mi casero, en media hora vendrá alguien para repararlo —le comenté, una vez abrió la puerta de la casa.

—Perfecto. Gracias. Es que estoy un poco desesperada; dentro de un rato tengo que duchar a Nando y con esto así es imposible —explicó, encogiéndose de hombros. En ese momento me pareció un gesto adorable.

Durante un buen rato nos dedicamos a recoger agua del suelo; parecía que, al cerrarla, ya no salía. No obstante, observé cómo el techo estaba mojado muy cerca de la lámpara y eso me dio miedo; podría producirse un cortocircuito eléctrico en cualquier momento. Agua y electricidad no eran buena combinación.

Cuando fui a darme la vuelta para comentárselo resbalé y caí al suelo de la manera más absurda. No me lastimé más allá de mi orgullo, pero cuando miré a Rocío intentaba aguantarse la risa. Me fijé bien en ella. Era una mujer muy guapa y en ese momento tenía un brillo especial en unos ojos chispeantes del color de la miel. Llevaba una camisa suelta blanca, aunque manchada con colores la mayor parte de ella, al igual que sus dedos.

—¡Ya podrías ayudarme! —exclamé, divertido, olvidando los formalismos que utilizábamos hasta entonces.

—No me digas que un hombretón como tú necesita la ayuda de una chica para levantarte del suelo —dijo, estallando en carcajadas.

—No digo que me ayudes a levantarme, pero podrías poner toallas para no resbalarnos —expliqué, y aunque quise ponerme serio, no lo conseguí y también estallé en carcajadas.

—¡Sí, claro! ¡Y después tener una tonelada de ropa sucia acumulada! ¡Para algo están las fregonas! —espetó, riendo. En ese momento, llamaron al timbre. Ella fue a abrir la puerta mientras yo me incorporaba del suelo.

—Ya ha llegado el fontanero —me anunció Rocío, mientras entraba en el cuarto de baño con un hombre cargado con una caja de herramientas.

—Voy a cambiarme de ropa y enseguida vuelvo.

—De acuerdo. No me moveré de aquí —me dijo, a la vez que me guiñaba un ojo.

Fui a casa, me puse ropa seca y volví a la suya de inmediato. Había algo en ella que me atrapaba. No sabría determinar qué era; me hacía sonreír. Eso me gustaba mucho, me sentía cómodo con ella.

Tras varias horas en las que nos dedicamos a secarlo todo, no pudimos terminar, ya que el fontanero debía volver al día siguiente. También tenían que venir albañiles para abrir el suelo de mi apartamento y ver dónde estaba la avería. Todo era más complicado de lo que parecía. Cuando nos dimos cuenta era la hora de cenar.

—¿Te apetece cenar con nosotros? Voy a pedir una pizza porque no tengo cuerpo para ponerme a cocinar ahora mismo.

—Me encantaría.

El niño empezó a dar saltos de alegría en el sofá, pensando en la pizza.

—¿Quieres una cerveza? —me preguntó una vez que hicimos el pedido.

—Eso no se pregunta —respondí, guiñándole un ojo.

Rocío fue hacia el frigorífico y sacó un par de botellines.

—¿Quieres vaso?

—No, aquí mismo está perfecto, gracias.

Tras cenar y acostar al niño, nos quedamos sentados en el salón tomando una cerveza. Rocío puso un poco de música suave y los acordes de Perfect, de Ed Sheeran, flotaron en la estancia, junto con los ladridos del perro, que se estaba convirtiendo en una mosca cojonera. Rocío lo cogió en brazos y lo puso en su regazo, y con las caricias, se calmó.

—Gracias por ayudarme. Me vi un poco agobiada.

—No tienes por qué pedir disculpas. Aunque todo ha sido una locura, al final la velada no ha estado mal —le contesté. No sabía cómo actuar con ella y me había quedado un poco cortado, avergonzado. ¡Joder! ¡Yo, el rey de los polvos rápidos! Aunque… había un niño pequeño en la habitación de al lado y eso me impedía avanzar con la madre. ¡Eso era! ¡Seguro!

—La verdad es que me he divertido…

—Bueno, me marcho a casa. Mañana tengo que madrugar y mucho trabajo por delante —le dije, mientras me levantaba del sofá y refregaba las manos en los vaqueros. No sabía muy bien cómo actuar. Mis noches siempre terminaban con un: «¡Nena, me lo he pasado genial! ¡Ya te llamaré!».

Cuando llegué a mi apartamento, tenía una erección de campeonato al recordar la figura redondeada de Rocío, sus carnosas curvas, sus ojos vivos y unos labios rojos que incitaban al pecado… Pero liarme con mi vecina era muy mala idea. Una cosa era follar con una chica y tener algo de una noche, y otra muy distinta con alguien a la que voy a ver todos los días y que sabía dónde vivía. ¡Definitivamente no! ¡De ninguna de las maneras! Al día siguiente me acercaría al club para quitarme las ganas.

La promesa de Eme

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