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Capítulo cinco

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«El más lento en prometer es siempre el más fiel en cumplir».

Jean-Jacques Rousseau

Durante horas me dejé llevar por la pasión, una explosión brutal de placer por placer, sin sentimientos, tan solo llegar al orgasmo una y otra vez de manera salvaje. Y es que ver a dos chicas cómo se comían la una a la otra mientras me follaba el culo de una de ellas y veía rebotar sus tetas delante de mis narices me ponía muy cachondo. El sexo siempre ha formado parte de mi vida, pero hasta que llegué a Las Vegas, no conocía ese mundo. Había escuchado hablar de él, aunque no lo había practicado. Allí… simplemente fluyó.

Era más fácil que no te pidiesen nada cuando practicabas ese tipo de sexo. No se iba para encontrar el amor verdadero y era algo que todos tenían claro. Esa noche me resarcí de todos los calentones que me provocaba la descarada de mi vecina. Alguna que otra vez tuve que cerrar los ojos para no ver la imagen de ella frente a mí, su culo mientras hacía footing o sus pechos… ¡Vale! Más veces de las que estaba dispuesto a reconocer, me corrí pensando en ellos y eso que siempre se los había visto con ropa. Pero tengo mucha imaginación.

Las chicas tenían tanto aguante como yo; la pelirroja parecía contorsionista del Circo del Sol, por lo que pasamos una noche gloriosa. Digna de repetir y de tener grandes erecciones solo con el recuerdo.

Cuando salí del local estaba amaneciendo. Me fui a casa, tenía que descansar. Con suerte podría hacerlo, al menos, un par de horas. Me quedaba mucho trabajo aún por hacer en la nave; la reforma se complicaba por momentos. Tocaba aislar las paredes para que no entrase humedad y poder pintarlas.

Lo primero que hice al llegar fue darme una ducha, ya que necesitaba quitarme el olor a sexo. Al meterme en la cama, me quedé dormido del tirón, no sin antes poner el despertador, porque con lo cansado que estaba era capaz de no despertarme. Escuchaba los ladridos de Toby en la lejanía, pero estaba tan agotado que no era capaz de levantarme. ¡Qué cojones le pasaba ahora al animal!

¡Y ahora el timbre! ¡Joder! ¡Estoy durmiendo! Me di la vuelta y seguí a lo mío. Pero no había manera. Un timbre, dos, un golpe en la puerta, otro más… El sonido del móvil, los insistentes ladridos del jodido perro… ¡Joder! ¡Agggghhhh! «¡No hay quien duerma!».

Me levanté de mala leche. Miré el reloj y apenas había dormido media hora. Tenía una llamada perdida de un número desconocido. Fui hasta la puerta y, al abrirla, me encontré con Rocío. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, balbuceaba y no se le entendía lo que decía.

—Shhhh. Tranquila, así no comprendo lo que me dices. —Intenté calmarla. La abracé, cerré la puerta de casa y dejé que se desahogara—. ¿Le ha ocurrido algo a Nando?

Fue lo primero que se me pasó por la cabeza; ella lo negó con un movimiento de cabeza. Continué acariciando su cabello, esperando el momento que se viera preparada para explicarme el porqué de su estado. La senté en el sofá de casa y fui a la cocina para preparar una tila. Cuando lo tuve todo listo, lo llevé al salón y me senté a su lado. Cogió la taza con las dos manos, calentándolas con el calor que desprendía. Se aferraba al recipiente como si de ello dependiese su vida. Le dio un sorbo y poco a poco, conforme bebía, su respiración se fue tranquilizando.

—Es mi padre. Ha sufrido un infarto —sentenció, aún con la voz tomada y entrecortada por el llanto.

—¿Es grave? —pregunté con precaución.

—Lo están interviniendo en este momento. Me gustaría ir al hospital, pero la señora Rosa, que es quien suele quedarse con Nando, no puede. Me preguntaba…

—¿Si puedo quedarme con él? —pregunté. Asentí.

—Te lo agradezco mucho. Ahora mismo está en el cole. Se lo pediría a mis amigas, pero todas trabajan hoy —aclaró, mientras subía los hombros.

—No te preocupes. Yo me encargo de él. Tú solo céntrate en tu padre —le dije de manera suave. Deseaba tranquilizarla.

—Nando almuerza todos los días en el comedor. Lo recojo a las cinco de la tarde. Suelo llevarlo a jugar al parque, le doy la merienda, regresamos a casa, hacemos los deberes…

—¡Para, para! —le dije con las palmas de las manos hacia arriba—. Apúntalo todo. No creo que recuerde ni la mitad de lo que me has dicho.

Rocío esbozó una pequeña sonrisa, aunque no era como las que ella acostumbraba a tener, esas que le iluminaban el rostro. No era mucho, pero sí algo. Una vez que terminó de tomarse la tila, la acerqué al hospital en la moto, ya que no estaba en condiciones para conducir. Además, aquí todo estaba relativamente cerca.

Me fui al gimnasio a trabajar un poco. Inauguraba en un par de semanas y todo debía estar listo. Estaba preparando también una pequeña recepción de inauguración. Vendría Rebeca con su marido y la niña. Tenía ganas de verlos, aunque hablábamos casi todos los días. Agustín me había ayudado con los contactos que él tenía dentro de la policía, del ejército y de los legionarios, ya que había un cuartel muy cerca. Teníamos los contratos firmados y vendrían altos cargos para supervisar las instalaciones; que todo se hiciese según los protocolos. Estaba entusiasmado con la idea.

Le dediqué más horas de lo que en un principio estipulaba a la dichosa pared que tenía humedad. Debía rascarla, aplicar el producto, lijar determinadas zonas y pintarla una vez que se hubiese secado. Esa era la estancia más espaciosa y luminosa de todas, por lo que la emplearía para las máquinas de entrenamientos; sería la más visitada por la gente de a pie, personas que vendrían un par de veces a la semana para entrenar, tonificar o coger musculatura. El resto, incluida la sala de tiro, eran áreas exclusivas para los entrenamientos del nuevo proyecto.

Cuando me quise dar cuenta era la hora de recoger a Nando. Como una exhalación, cerré todo, cogí la moto y me fui al cole. Al llegar, todavía no habían abierto las puertas. Aparqué, dejé el casco en el portaequipaje y me fui a esperar al lado de un grupo de mujeres. Si ellas estaban allí, sería por algo. Mi mente divagó sobre los hijos y cómo te cambian la vida. Los niños te condicionan y coartan la libertad. Disfrutaba de una independencia que no tendría si fuese padre. Me gustaba mi vida tal y como era. Tenía un trabajo estimulante, un apartamento donde regresar, una vecina, estaba conociendo gente nueva y podía ir al club siempre que quisiera follar. Sin darme cuenta, la puerta se abrió y los niños comenzaron a salir. Nando llegó hasta mí y tiró de mi camiseta para llamar la atención.

—Hola. ¿Dónde está mamá?

—Mamá está con tu abuelo. Se encontraba mal y lo han llevado al hospital para que lo curen y lo cuiden—. El niño cabeceó de manera suave.

—¿Por qué hablas raro? —No pude evitarlo y estallé en una carcajada. Madre mía, el niño era cómo su madre.

—No hablo raro. Es que no soy español y, aunque domino bien el idioma, el acento no me lo puedo quitar. —Nando volvió a asentir.

—¿Por qué las madres te miran de esa forma?

—¿De qué forma? —No entendía lo que me quería decir.

—Como si fueses el último pastel de manzana de toda la pastelería.

¡Joder con el niño! Este era peor que Mara. ¡Y eso era mucho decir! Durante un rato, estuve riéndome a carcajadas. ¿Qué cojones le iba a explicar al niño? La mejor táctica era cambiar de tema, jugar al despiste.

—Hablando de pasteles, ¿te apetece que vayamos a tomar uno?

—¡Sí! —exclamó, entusiasmado. Parecía que la técnica había resultado.

Nos dirigimos a una cafetería cercana donde servían trozos de tartas caseras. Ya había estado en alguna otra ocasión y estaban deliciosas. Hicimos el pedido y nos sentamos en la terraza.

—Tu mamá me ha dicho que después de jugar en el parque toca hacer los deberes. —Rocío me comentó que siempre se hacía el remolón y le costaba empezar.

—Bueno, mamá siempre me deja jugar un ratito antes.

—Eso no es lo que me ha dicho. —Intenté ponerme serio.

—¿No cuela? —Aquí no pude más y estallé en una gran carcajada. Este crío era la hostia.

—No. No cuela colega. Termina de tomarte la tarta de manzana y el batido de chocolate y nos vamos un rato a jugar a los columpios —le propuse.

—Y en vez de jugar a los columpios, ¿por qué no jugamos al fútbol? —me preguntó con un brillo especial en los ojos.

—Mucho me temo que yo no sé jugar al fútbol europeo. Recuerda que soy americano. —Pude notar un poco de decepción en sus ojos y no me gustó. No se debería decepcionar así a un niño.

—No pasa nada —contestó, resignado.

—¿No juegas al fútbol con tu papá? —le pregunté con mucho tacto. Nada más preguntarlo, me arrepentí. No sabía nada de la vida de Rocío, podía ser separada o divorciada, incluso viuda, y yo aquí, metiendo la pata con un pequeño al que le podía recordar una historia dolorosa.

—Mi papá nos abandonó cuando yo era pequeño y desde entonces no lo he vuelto a ver. ¿Tú vas a ser mi nuevo papá? —me preguntó de golpe, mientras tragaba un trozo de tarta de manzana, mi preferida, pero que, en ese momento, me costaba trabajo tragar y estaba tan dura como la suela de un zapato. ¡Joder! Comencé a toser, me faltaba la respiración, y mientras, Nando me miraba con cara de no saber qué hacer.

Intenté relajarme. ¡Joder! ¡Era solo un crío! ¡No sabía qué decía! Tomé un poco de agua antes de volver a hablar. En realidad, me tomé el vaso entero. Deseé desaparecer. Después de unos angustiosos y largos segundos, en los que medité la respuesta para no herir sus sentimientos, comencé a hablar.

—No es cuestión de que quiera o no ser tu padre. Padre o madre no es quien engendra, sino quien cría. ¿Lo entiendes? —Hice una pausa para que fuese asimilando mis palabras—. Tu mamá está haciendo un trabajo fantástico contigo. Te cuida, te lleva al cole, se preocupa por ti, juega contigo… No necesitas nada más para ser feliz. Y si tu papá no quiere verte, él se lo pierde. —Le revolví el pelo y pagué la cuenta para marcharnos a los columpios.

Le cogí de la mano y cruzamos la carretera. Nando iba dándole vueltas a lo que le había dicho, casi podía ver los engranajes de su cabecita.

—Pero mamá no sabe jugar al fútbol como los papás. Veo a los otros niños que juegan con sus padres o los llevan a los partidos y me da envidia.

—¿Le has preguntado a mamá si quiere jugar contigo? Estoy seguro de que estará encantada de hacerlo. Y yo, aunque no sea tú papá, también puedo aprender. Podrías enseñarme. Soy muy bueno con los deportes, ¿sabes?

Nando se quedó pensativo de nuevo, me miró y no dijo nada, solo afirmó. El resto de la tarde pasó en un suspiro. Definitivamente, lo mío no era tener hijos. Estaba agotado entre las sumas y las restas, la lectura, la ducha del chico, la cena… No sabía cómo se las apañaba Rocío. Ella no tenía nadie con quién compartir esos momentos. Y la admiré por ello. Era una mujer muy valiente.

Cuando llegó del hospital, Nando dormía. Le preparé algo ligero para que tuviese algún alimento. Estaba seguro de que no tendría ganas ni cuerpo para cocinar. Cenó mientras me explicaba que a su padre le habían colocado un stent y que debía transcurrir un mínimo de setenta y dos horas para pasarlo a planta.

Durante los siguientes tres días establecimos rutinas donde Rocío se quedaba con su padre, mientras yo lo hacía con Nando. Ese día, al llegar Rocío a casa, al rato, me marché a la mía. Por el camino, me sonó el móvil. Me extrañó mucho cuando miré la pantalla y vi en ella el nombre de Agustín, por lo que descolgué de inmediato.

—Dime, Agustín.

—Estoy en el hospital. Por favor, necesito hablar contigo. ¿Puedes venir a verme?

—Por supuesto.

Me dio el número de la planta y el hospital donde se encontraba. Cogí la moto y me marché de inmediato hacia allí. Cuando entré en la habitación estaba sentado y una enfermera le tomaba la tensión.

—Agustín, ¿qué te ha ocurrido? —pregunté, extrañado.

—Me ha dado un infarto. Ya sabes que no es el primero. Esta vez, la cosa era un poco más grave, por lo que decidieron colocarme un stent. Creí que me moría.

—¡Qué dices! Aún te queda por dar mucha guerra. Pero, dime, ¿necesitas algo? Porque no creo que me llames para ver mi careto —dije para quitar un poco de hierro al asunto. Era la segunda persona que escuchaba en los últimos días a quien le ponían un stent. ¿Lo tenían de oferta? ¿Un dos por uno como en los supermercados?

—Bueno, esto es como un hotel. Te ponen esta pulserita y es un todo incluido. Pero no te llamaba por eso… —Hizo una pausa y tomó un poco de agua de un vasito de plástico que tenía en la mesilla—. Hoy me he acojonado de verdad. Por un momento pensé que no viviría. Ya sé que me vas a decir que son delirios de un viejo, pero me preocupan mi hija y mi nieto. No tienen a nadie más. Están muy solos y si algo me pasara…

—No te va a pasar nada, Agustín —interrumpí. No me gustaban nada los derroteros que tomaba esto—. Todavía te queda mucha guerra que dar.

—Eso espero. Pero la vida da muchas vueltas y no hace falta que te mueras para que desaparezcas de la vida de una persona de la noche a la mañana. —No sabía qué carajo quería decir—. Creo que eres buena persona y un hombre de fiar. Uno que se viste por los pies —¿Por dónde cojones quería que me vistiera? No creo que me pueda poner unos pantalones por la cabeza. Cada vez estaba más perdido. Era un enfermo, por lo que me obligué a atenderlo y prestarle atención—. Solo te pido que, en caso de que a mí me pase cualquier cosa, ayudes en todo lo que puedas a mi hija. Se siente muy sola y mi nietecito es tan pequeño… Estoy tan arrepentido… Prométeme que los cuidarás.

Parecía… desesperado. Era algo importante para él. No conocía a su hija y… ¡Joder! Era una promesa que implicaba mucho compromiso. Cuidar de una mujer y su hijo… ¡Joder, joder, joder! ¡JODER! Tomé una fuerte bocanada de aire, intenté relajarme, pero me fue imposible… Sin darle ninguna explicación, salí de la habitación dispuesto a marcharme. Era una gran responsabilidad. El tipo de compromiso del que yo siempre había huido. Necesitaba pensar.

Salí del hospital y, solo cruzar la puerta de la calle, comencé a coger bocanadas de aire. Parecía un pez fuera del agua. «¡Me cago en la puta!». Cogí la moto, arranqué y me marché. Debía sopesarlo bien. No podía tomar una decisión como esa a la ligera. Pero era alguien indefenso. Un niño pequeño… Como yo cuando… Alejé esos pensamientos. No necesitaba recordarlos de nuevo. No lo podía dejar tirado, ¿no? Eso es de ser muy desalmado. A un chico se le cuida y se le quiere. Si no… «¡Mierda! ¡No puedo dejar de pensar en él! Aunque tiene a su madre. ¿Y si le pasase algo a ella? ¿Con quién se quedaría?».

Empecé a notar una presión molesta en el pecho. Me costaba trabajo respirar y la sensación de ahogo se intensificaba con cada segundo que recordaba a su nieto. No, no era capaz de dejar tirado a un niño. Debía hacer algo.

Pasé horas en las que solo podía pensar en esa personita, que no conocía de nada, pero que me angustiaba que sintiese esa sensación tan devastadora que es la soledad. No, no podía permitirlo. Casi sin darme cuenta, había llegado de nuevo a la habitación del hospital.

—Antes de prometerte nada, me gustaría conocerlos —le dije nada más entrar.

—Eme, ya los conoces —me dijo con voz cansada. Estaba acostado en la cama del hospital y se le veía… triste.

—¿Cómo que ya los conozco? Yo no conozco a tu hija, y menos a tu nieto.

—No es lo que me ha comentado Rocío.

—¿Rocío es tu hija?

La promesa de Eme

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