Читать книгу La promesa de Eme - Dani Vera - Страница 7

Capítulo tres

Оглавление

«Son a los que usted puede llamar a las 4 am los que realmente importan».

Marlene Dietrich

ROCÍO

Tuve una mañana de locos. La policía llamó para decirme que habían robado en mi tienda. Menos mal que no estaba, porque a la hora en que robaron, la mayoría de los días, acostumbraba a estar en la trastienda pintando o moldeando en arcilla. Cuando llegué y vi todo alborotado y roto me entraron ganas de llorar por la impotencia. ¿Qué hubiese pasado en el caso de estar allí durante el atraco? Era una pregunta que me hacía una y otra vez.

Hablé con Clara, mi amiga desde pequeña, que junto a Vane y Cristi formábamos nuestro grupo. Quedé con ellas en una cafetería a la que solíamos ir después de recoger a Nando del cole. Me llevé casi toda la mañana en la comisaría de policía interponiendo la denuncia. Aún tenía el miedo en el cuerpo. Tras charlar unos minutos con mi padre y mentirle de forma descarada para tranquilizarlo, decidí seguir sus consejos e ir a hablar con el nuevo dueño de su gimnasio para dar clases de defensa personal. Entre los robos en los pequeños negocios de la localidad y el asesino que traía de cabeza a la policía, comenzaba a sentir una inseguridad que me volvía loca.

Por ello, nada más salir de la comisaría cogí mi pequeño coche y me dirigí hacia el polígono industrial donde se ubicaba el gimnasio. Sabía que todavía no estaba abierto al público, pero mi progenitor me aseguró que el encargado iba todas las mañanas para arreglarlo y que estaba haciendo un buen trabajo. Se me hacía raro que mi padre no estuviese por allí. Ese negocio fue su vida y tenía muy buenos recuerdos del lugar. A pesar de la insistencia de mi padre, nunca di clases de defensa personal. Acudía al gimnasio y prefería otras actividades. Era hora de cambiar el chip.

Con esos pensamientos llegué a la nave. Lo primero que llamó mi atención fue que habían quitado el rótulo exterior, aunque no habían puesto ninguno. Le habían dado una mano de pintura por fuera, cosa que le hacía falta desde hacía años y le daba una imagen más cuidada. Llamé a la puerta sin que nadie me respondiera. Volví a tocar con los nudillos sin resultado alguno. Esa era la puerta por donde entraba los clientes; atrás había otra más pequeña por donde solía entrar mi padre y el resto de los monitores que daba acceso directo a las oficinas. Di la vuelta a la nave y me adentré en el pequeño callejón. Siempre me había producido un escalofrío. Era estrecho y de noche no estaba iluminado, lo que le confería un aspecto tétrico. Al tocar con los nudillos, la puerta se desplazó un poco, pero me dio un poco de vergüenza entrar sin pedir permiso, por lo que volví a llamar. Tras un rato de indecisión, me adentré en la pequeña recepción.

—¿Hay alguien? —pregunté al aire. Todo estaba apagado, por lo que la única iluminación era la que entraba por los pequeños ventanales superiores. Me vino a la mente la imagen de las películas de miedo, cuando la protagonista estaba sola en la casa y hablaba como yo lo había hecho, mientras el asesino estaba en la planta inferior.

De repente, escuché el sonido de la música de AC/DC con Highway to hell y, de manera inconsciente, me dirigí hacia allí mientras tarareaba la letra. La música provenía de la sala del ring de boxeo. Al entrar, lo primero que vi fue un chico sin camiseta, con una espalda ancha y musculosa; estaba sudoroso mientras entrenaba con uno de los sacos. Sus movimientos eran ágiles. Había estado el tiempo suficiente en el gimnasio con mi padre para saber que era muy bueno con el saco. No pude articular palabra; estaba hipnotizada con sus brazos. ¿Dije que estaba musculoso? Todo él exudaba masculinidad. La boca se me quedó seca y otras partes que creía muertas revivieron de repente, así, sin avisar. Intenté carraspear para advertir de mi presencia, pero entre la boca acartonada y la música atronadora de AC/DC, no conseguí demasiado. Así que adelanté unos pasos y me adentré un poco más en la sala. Me daba la impresión de ser una ladrona, de estar haciendo algo malo.

De repente, como si lo hubiese invocado, ese adonis, ese dios griego que provocaba que mi imaginación se disparase, se dio la vuelta, dejándome sin respiración. ¡Por el santísimo cristo del abdominal! Si de espaldas estaba bueno… No podía apartar mi vista de aquella tableta de chocolate. Sin quererlo, mis ojos bajaron a la cinturilla de sus pantalones, caídos de la forma más sexi y que descubría lo que era el principio de un tatuaje que soñaba con lamerlo…

—Rocío, ¿qué haces aquí? —me preguntó una voz conocida.

Cuando mis ojos subieron hasta su cara, me di cuenta de que el chico que había cogido el negocio de papá no era otro que Eme, mi vecino. Me hubiera percatado antes si no estuviese entretenida en otras partes de su anatomía, que no vi el día que estuvimos recogiendo agua en mi apartamento, a pesar de que en un principio me recibió con tan solo una toalla enrollada en su cintura. Pero estaba tan agobiada que no le presté la suficiente atención.

—Eh… ¡Vaya, no sabía que fueras el nuevo dueño! Quería dar clases de defensa personal y pensé que este sería el mejor lugar para hacerlo —logré explicar para no quedar como una idiota. Aunque Eme me miraba con una expresión divertida en la cara.

—Claro. No me importará, aunque no está abierto al público. Todavía me queda trabajo por hacer y el vestuario femenino está entre las prioridades. Si no te importa que el local esté en obras, por mí no hay ningún problema. ¿Cuándo quieres empezar? —me dijo, acercándose de manera peligrosa. Estaba claro que, cuando estuvo en casa, no me fijé bien en él. Y en ese instante no me perdía detalle.

—Cuanto antes mejor. Anoche robaron en mi local a una hora en la que acostumbro a estar dentro del estudio. Me da miedo que se repita y me pille allí —admití un poco avergonzada. No me gustaba sentirme débil.

—Está bien. Dime qué horario te viene bien y entrenamos a esa hora. ¿Sueles hacer ejercicio de manera habitual? —me preguntó, recorriendo mi cuerpo con una mirada hambrienta y nada disimulada que provocó que me calentara el alma y la entrepierna.

—¿Piensas que porque tengo unos kilos de más no puedo estar en forma? —pregunté de manera desairada. Sabía que no lo había dicho por eso, pero necesitaba poner un poco de distancia. Además, ver su cara de perplejidad no tenía precio. Me estaba divirtiendo.

—No, por favor. Discúlpame si he dado pie a que se malinterprete. Es tan simple como saber por dónde debemos empezar el entrenamiento —dijo de manera atropellada con las manos arriba y las palmas hacia afuera en son de paz. Carraspeó y se puso serio.

—No pasa nada. Es que estoy acostumbrada a ese tipo de comentarios. Y no me hacen daño, que conste; es más, me los paso por el co… digo… que me los paso por el forro de los pantalones —dije de la manera más adusta posible, intentando aguantar la carcajada que tenía en la garganta.

—Las personas que hacen ese tipo de cánones de belleza son gilipollas. La mujer es bonita porque es mujer, así de simple, independientemente de su talla —alegó sin más. La que carraspeé fui yo, para salir de ese estado de ensoñación en el que estaba entrando. ¡Por favor! Babeaba como una quinceañera. Estaba claro que los entrenamientos iban a ser muy duros.

—¿Te parece bien tres días a la semana por la mañana? Así puedo venir después de dejar a Nando en el cole y antes de abrir la tienda —apunté. Por mí, vendría todos los días, pero mi economía no me lo iba a permitir. Además, si quería verlo más a menudo, siempre podía ir a pedirle café o azúcar o que me echara un polvo… ¡Otra vez desvarío!

—Me parece perfecto. ¿Lunes, miércoles y viernes? —preguntó. Asentí con un movimiento de cabeza. Iba a decir algo más, pero su teléfono sonó en ese momento.

—¡Dime, Rebeca! —contestó con demasiada alegría para mi desgracia.

¿Sería alguna novia? Con lo bueno que estaba no me extrañaría. Le hice una señal con la mano y me marché; continuaba hablando y riendo por teléfono. Debía recoger a Nando del cole y reunirme con mis amigas. No me daba tiempo a comer nada, pero ya tomaría algo en la cafetería. Nando había almorzado en el cole, pero a mí, con todo el jaleo, no me dio tiempo.

Al entrar, mis amigas, Vane, Cristi y Clara, ya habían llegado. Se reían de algo con Pepe, el camarero. Ninguna de las cuatro teníamos una figura esbelta, ni éramos altas; más bien, cuando la naturaleza repartió la belleza, nosotras estábamos juntas de cachondeo en algún lugar tomando unos mojitos. En cambio, nunca nos faltó un ligue. Ellas sabían sacarse partido; yo, ni eso. Y me daba igual. Lo que sí teníamos era una amistad incondicional desde niñas.

Cuando crucé la cafetería con Nando de la mano, todas miraron en mi dirección como si las hubiese invocado. El local contaba con una zona habilitada para niños, por eso nos gustaba quedar allí.

—Cielo, corre hacia las colchonetas. Te voy a pedir la merienda. ¿Quieres un batido de chocolate tamaño extragrande? —le pregunté a Nando, inclinándome para quedar a su altura.

—¡¡Sí!! ¡¡Y un trozo de tarta de manzana!! ¿Puede ser? —preguntó casi en una súplica.

—Claro, ahora mismo te lo pido. Pero esta noche debes comerte toda la verdura. ¿Trato hecho? —le dije poniendo la mano para chocarla con la de él.

—Trato hecho —exclamó, alegre, mientras chocaba los cinco conmigo para cerrar el acuerdo.

Suspiré mientras lo vi alejarse hacia la zona infantil y me acerqué a la mesa donde estaban mis amigas. Después de saludarnos, pedir la merienda al niño y algo para mí, comenzamos a hablar todas de manera atropellada, como siempre ocurría cuando nos reuníamos.

—¿Qué te ha dicho la policía? —preguntó Clara.

—¿Te han robado mucho? Mira que te digo veces que no dejes el dinero del día en la tienda. ¿Cuándo nos vas a hacer caso? —Esa era Vane, tan maternal como siempre. Era la amiga que siempre te daba consejos de madre.

—¿Había algún poli buenorro? —preguntó Cristi. Siempre intentaba emparejarme con alguien, aunque la realidad era que todas estábamos solas por un motivo u otro.

Cristi no se había casado, pero acababa de salir de una relación que había durado demasiado tiempo. Ahora se quería desquitar de «todos los malos polvos que había tenido», palabras textuales. Vane tenía relaciones esporádicas, pero no había encontrado su verdadero amor. Estaba casada con su trabajo; demasiadas guardias en el hospital en el que trabajaba como pediatra. Clara era la más sensata y serena. Fue la primera de nosotras en encontrar pareja, la primera en casarse y la primera en divorciarse cuando encontró a su marido en la cama con una compañera de trabajo.

Y yo estaba inmersa en una separación demasiado amistosa. No había traumas ni malos rollos. Todo era de común acuerdo. Nos hablábamos a través de los abogados, me pasaba su parte correspondiente, aunque no cumplía con ninguna de las visitas a Nando. Todo era muy diferente a como fue con Clara. Me fui a vivir con él apenas dos semanas después de conocernos, me pidió matrimonio al mes, me quedé embarazada a los dos meses y a los cinco, nos casamos en los juzgados. Todo fue demasiado rápido. ¡Era bastante impulsiva y loca! ¡Además de creer en los cuentos de princesas! Apenas nos conocíamos y cuando Nando llegó al mundo, los problemas se acrecentaron y Ferdinand cada vez pasaba menos tiempo en casa. Hasta que decidimos que lo nuestro no funcionaba.

—Han tomado huellas de la tienda, han hecho una relación de lo que han robado, y que, bueno, si tienen algo, me llamarán. No tenía el dinero en la tienda, pero me han robado uno de los cuadros que tenía vendido por encargo a un cliente. Lo peor ha sido el destrozo, más que el valor económico. Tengo que llamar a alguien para que cambie la puerta y voy a instalar un sistema de alarmas. ¡Mucho trabajo! ¡Y no había ningún poli buenorro! —les contesté a todas.

—¡Vaya, siempre te ocurre todo a ti, hija, parece que te ha mirado un tuerto! —me dijo entre risas Cristi—. El otro día, lo de las tuberías; hoy, el robo, ¿qué será lo siguiente?

—Por cierto, no os lo he contado —la interrumpí en un ataque de euforia—. ¡Me he apuntado a clases de defensa personal! —Eso llamó la atención de ellas; de momento, la mesa se quedó en silencio y todas las miradas recayeron sobre mí—. ¿Recordáis cuando os conté que mi vecino me ayudó el día de marras? —Me callé creando expectación y todas asintieron en silencio—. Pues bien, esta tarde fui al antiguo negocio de mi padre para apuntarme a las clases y, ¿sabéis quién estaba allí? ¡Mi vecino! Entrenaba con el saco y no tenía la camiseta puesta.

—¿Es guapo? —preguntó Clara.

—¡Madre del amor hermoso! ¡Es un adonis, un dios griego! ¡Es el tipo de hombre que te hace pensar en burradas y guarradas! ¡Cuanto más guarras, mejor!

—¿Qué guarradas, mamá? —preguntó mi hijo que había llegado a la mesa sin que yo me diese cuenta. ¡Claro, si es que Eme me nublaba la razón!

—Eh… —Me quedé en blanco sin saber qué decirle.

—¡La de no ducharse y que te apesten los pies! —respondió Vane por mí. Mi hijo frunció el ceño sin comprender nada; todas intentábamos aguantarnos la risa—. Los niños, cuando llegan a cierta edad un poco mayor que tú, no quieren ducharse y al final, les huele la pilila y los pies —le explicó muy seria. Había días que me costaba la propia vida convencerlo para que se duchase, siempre distraído con sus coches y la Nintendo.

—Yo me ducho todos los días —inquirió mi hijo, irguiendo la postura.

—¿Te has comido la merienda, cielo? —le pregunté para cambiar de tema.

—Sí, quería agua.

—Toma —le ofrecí su botellita que saqué de la mochila—. Sigue jugando un rato más.

Nando salió disparado hacia la zona infantil para jugar con el resto de los niños, y nosotras estallamos en carcajadas, ganándonos las miradas del resto de los clientes.

—¡Continúa por donde ibas! —exclamó Vane. Todas clavaron su mirada en mí.

—¡No hay más que contar! Mi vecino ahora va a ser mi entrenador; me dará clases tres días a la semana —repuse, muy digna.

—¿Me estás diciendo que tu vecino, aquel que cogió la fregona y se ofreció a limpiarte el cuarto de baño sin tener ninguna obligación, además de que está bueno de la muerte y que regenta el gimnasio de tu padre, te va a entrenar? —preguntó Vane. Mientras Clara nos miraba a una y a otra como si se tratara de un partido de tenis.

—Sí —contesté, escueta.

—¡Joder! ¡Qué suerte tienen algunas! —dijo Cristi—. Lo que tienes que hacer es tirártelo, no que te entrene. ¡Hace tanto tiempo que no follas que se te habrá regenerado el himen! —prosigue—. ¿Eso es posible? —le pregunta a Vane. Todas estallamos de nuevo en carcajadas.

—Mira, Rocío, cuando la vida te pone por delante a un mojabragas como ese, hay que aprovechar la ocasión, tirártelo, tener todos los orgasmos que puedas y a otra cosa, mariposa. A estas alturas de la vida no vamos buscando el príncipe azul y está claro que a nosotras no nos ha ido demasiado bien en los temas del amor, ni tan siquiera eligiendo pareja. Para muestra, un dedal —dijo, señalando hacia todas nosotras.

—Aún somos jóvenes, no hables como si fuésemos unos carcamales. Yo tengo la esperanza de encontrar a alguien…

—Clara, bonita, las posibilidades cada vez son más escasas —interrumpió Vane.

—Eso lo dirás por ti, que pasas más horas en el curro que en tu casa. Si no tienes vida social, así es imposible —la regañó Clara. De todas nosotras, era la más soñadora.

—Lo que vosotras digáis. Mientras, te aconsejo que te tires al vecinito y tengas unos orgasmos fabulosos. Al menos, tendrás una piel divina.

Todas estallamos en carcajadas. Así era nuestra relación, siempre con las bromas, y cuando una estaba de bajón, las amigas y las risas eran el complemento perfecto para tomar aire y continuar luchando.

Con la cháchara se me hizo tarde. Tenía que duchar a Nando, hacer los deberes, la cena y al día siguiente había cole de nuevo. Con prisas, me despedí de mis amigas y me marché a casa. Estando en el patio interior por el que se accedía a los portales, me encontré de nuevo con Eme.

—¡Buenas tardes, vecina! —saludó con una sonrisa tan radiante que podía eclipsar el sol.

—¡Hola, entrenador! —respondí lo más risueña que pude, intentaba disimular el calentón que me producía con solo verlo. Pero, claro, una vez que había visto su tableta de chocolate, me había vuelto muy golosa y tenía antojo. Me ruboricé por el camino que cogían mis pensamientos.

—Todas las mañanas salgo a correr por la playa, temprano. Estaba pensando que podrías venir conmigo como parte del entrenamiento —me propuso, mientras sacaba sus llaves del bolsillo del pantalón vaquero. ¡Estaba guapísimo! ¡Parecía recién duchado y con el pelo mojado! Suspiré.

—¡Claro, me encantaría! —contesté. Eme abrió la puerta y me dejó paso. Al cruzar por su lado, se me quedó mirando, me ruboricé y apresuré el paso para entrar en casa—. ¡Hasta mañana, Eme! —me despedí antes de cerrar la puerta de casa y quedar apoyada en ella. ¿Qué acababa de pasar? ¿Estaba ligando con mi vecino?

La promesa de Eme

Подняться наверх