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Capítulo 3

La Espada de la Muerte

En la cultura nimrod cada daraflame tiene un

arma única, un mineral nimrod característico

y una bestia tenebrosa como símbolo.

Entonces los nimrod comenzaron la reconstrucción de su pueblo. Ogtus mandó que esta no sería más una simple aldea, sino la capital gloriosa de su reinado eterno. Y Kebos la nombró como “Askal” que en lengua tenebrae quiere decir “génesis” o “comienzo”.

Y mientras Askal resurgía de su destrucción, Ogtus volvió a montar a Abun-Huza y al hacerlo, Kebos, a quien la armadura de la serpiente negra se le había adherido a la piel definitivamente, le preguntó:

—¿A dónde vas? ¿Quieres que vaya contigo?

Ogtus respondió:

—Donde yo voy, esta vez no puedes acompañarme.

Y emprendió el vuelo sobre el dragón espectral.

Le agradó a Ogtus la sensación de volar, sentir el viento sobre el cuerpo; mientras el dragón extendía sus alas, Ogtus alzaba los brazos y se llenaba de un sentimiento único de gloria y poder, lo que había estado buscando desde siempre, antes incluso de conocer a la muerte en persona, era esto. Se sentía libre y dueño de sí mismo, con el poder que había recibido. Y quería más.

Al acercarse hacia donde se dirigía, tomó a Abun-Huza por las cadenas con mayor fuerza, deteniéndolo. Desde el cielo pudo verlo bien. Solo había oído leyendas de lo que ahora veían sus ojos. Leyendas que odiaba recordar, ya que en ese entonces solo era Ahimot, el que huía. Ahora era Ogtus, el heredero de las sombras.

Un abismo enorme yacía bajo Abun-Huza, cerró los ojos y percibió desde lejos lo que anhelaba. Su arma estaba ahí abajo.

Entonces hizo que Abun-Huza cayera en picada dentro del abismo a una velocidad vertiginosa. Sin tomarle mucho tiempo llegó a un punto donde un mar de espectros aullaba y se retorcía sintiendo que alguien “vivo” se acercaba a ellos.

Ogtus se frustró al notar esto, ya que sus poderes le revelaron una verdad que le dolió reconocer.

“¿Por qué siendo embajador de la muerte, los muertos aún desean mi carne?”

“Porque estás vivo, Ogtus, heredero de las sombras.

Sigues siendo mortal”.

Le respondió una voz que no había escuchado nunca antes. Esta vez no era la muerte quien le había hablado. Tuvo miedo, pero lo disimuló.

Los muertos lo dejaron pasar, pero no porque le reconocieran como uno de ellos, sino más bien debido al poder que emanaba del colgante de rocanagra que colgaba en su cuello. A Abun-Huza nada pudieron hacer los espectros, porque Ogtus lo cubría con su poder.

El daraflame de la muerte abandonó entonces Ádama, y se internó en el Mundo de las Sombras, una dimensión desconocida donde los espíritus antiguos son atormentados.

Con los ojos cerrados, intentaba percibir la presencia del arma que buscaba, hasta que la encontró.

Saráfiels antiguos (espectros) que eran atormentados en ese lugar, le maldecían cuando pasaba cerca de ellos, e invocaban esbirros espectrales para que le atacaran, pero Abun-Huza los devoraba de un bocado a todos los que lo osaran acercarse, al ingerir estos espectros el dragón espectral pareció incrementar sus poderes, aumentando su tamaño.

Entonces Ogtus llegó a lo profundo del Mundo de las Sombras, de donde ningún mortal ha vuelto jamás con vida.

En un estrado rodeado de fuego negro y muchas cadenas, Apol el Saráfiel Dragón, el engañador de los vivientes estaba encadenado de brazos y piernas, con sus alas abiertas, clavadas en diferentes partes con agujas encendidas que lo atormentaban. Ogtus vio que había otro abismo a sus pies del cual emergían horrendos gritos; supo que si se sumergía en ese abismo, aunque descendiera con el colgante de rocanagra, jamás podría volver. Ese no era un abismo común y corriente.

Las cadenas negras se movían oscilantes como si tuvieran voluntad propia, estaban hechizadas al parecer y sujetaban a Apol, neutralizando sus poderes, metiéndose dentro de su propio cuerpo hecho de una sustancia que Ogtus jamás antes había visto.

Entonces por fin la vio. La Espada de la Muerte estaba allí, ensartada en una peña, encadenada detrás de Apol.

Ogtus dejó a Abun-Huza frente al pináculo de sombras donde Apol yacía encadenado y se acercó con cuidado.

El Saráfiel Dragón permaneció inmóvil. Ogtus sintió un silencio que pareció hacerse cada vez más insoportable en un incomprensible instante de desesperación. Las tinieblas a su alrededor parecieron más espesas, e incluso tuvo la sensación de que estaban apoderándose de él sin que se diera cuenta; a pesar de que nadie se movía, tuvo la sensación de que le acechaban. Definitivamente no estaba a salvo en ese lugar. Tenía que irse lo antes posible.

Miró una vez más la Espada de la Muerte, ensartada en la peña, emanando aquella oscura aura a su alrededor. Ogtus extendió su mano para tocarla y al hacer contacto sus dedos con la empuñadura, las cadenas cedieron y cayeron inertes alrededor de la roca sombría que la mantenía cautiva, como si lo que le hechizaba hubiera perdido su poder. Entonces el aura oscura que rodeaba la espada se impregnó a la mano y al brazo de Ogtus.

Al instante, Apol el Saráfiel Dragón despertó de su sueño y abrió los ojos de par en par, pero no levantó el semblante para ver a Ogtus cara a cara. Mientras el daraflame heredero de las sombras, con un mínimo esfuerzo levantó la Espada de la Muerte de la roca y la elevó con ambas manos, triunfante. Al obtener la espada, todos sus miedos parecieron esfumarse. Se volteó entonces hacia Apol y le dijo:

—Indigno eres de poseer este objeto, Saráfiel Dragón —afirmó Ogtus con arrogancia— has sido avergonzado al ser encarcelado aquí.

Apol se limitó simplemente a mover uno de sus hombros haciendo sonar las cadenas que le ataban desde su interior. Pero se mantuvo muy tranquilo.

—Puedes llevártela, Ahimot. Ahora no me hace falta —contestó Apol con voz rasposa.

Ogtus se espantó al notar que el Saráfiel Dragón conocía el nombre que tenía antes de conocer a la Presencia Oscura.

—¿Cómo sabes mi nombre, Saráfiel Dragón?

—Muchas cosas conozco de ti, que ni siquiera tú mismo conoces —respondió Apol, levantando por fin la mirada— ¿Quieres la Espada? Adelante, daraflame. Tómala. Es tuya.

Ogtus temió a tal nivel al escuchar todo esto, que comenzó a temblar. Envainó la Espada de la Muerte tras su espalda y montó en Abun-Huza, emprendiendo el vuelo de regreso a Askal, lo más rápido que pudo.

Mientras se alejaba del Mundo de las Sombras, pudo oír como Apol carcajeaba de éxtasis en lo profundo de la oscuridad..

—¡Volveré por tu trono, Ahimot! ¡Volveré por lo que me pertenece! —decía Apol en lengua tenebrae, mientras reía.

Ogtus deseó devolver la Espada de la Muerte en ese momento, pero sabía que ya no podía regresar. Todo lo que quedaba era salir del Mundo de las Sombras y volver a Askal con lo que había robado. Al salir, sintió que los mismos temores que sintió haber perdido, ahora volvían como si se hubiesen hecho siete veces más poderosos.

Ogtus tuvo pesadillas con la risa del Saráfiel Dragón por el resto de su vida.

Pasados algunos años, Askal se volvió una ciudad cada vez más grande y poderosa. Ogtus la gobernaba siendo considerado un ser divino y sagrado, junto con Kebos, su compañero y guardián. Ambos se habían hecho ostentosos templos en la Acrópolis Nimrod y eran adorados por los nimrod.

Y tomaron los dos daraflames muchas concubinas vírgenes y las embarazaban para multiplicar a los nimrod de Askal. Y los padres de familia se sentían complacidos de mezclar su sangre con la de los dioses.

Terribles poderes de las sombras otorgó Ogtus a sus brujos, los cuales llamó chemarines, estos invocaban el poder de las tinieblas para someter a sus enemigos y proteger de intrusos la sagrada ciudad de Askal.

Kebos por su parte, se complacía en entrenar guerreros en el combate. Forjaba espadas de rocanagra y ordenaba a los nimrod extraer, buscar y comercializar este mineral para forjar más armas, las hechizaba con diferentes maldiciones y conjuros para herir a sus oponentes. Este fue el origen de los necroknight, caballeros espectrales de los nimrod.

Kebos era tan temible en batalla que incluso sus pupilos temblaban ante su presencia.

Ogtus decidió comenzar a escribir sus conocimientos y vivencias en un libro secreto. En sus páginas derramó todas sus conclusiones personales e incluso las invocaciones que lograba realizar. Sin embargo, lo dividió en varias partes para que nadie obtuviera sus secretos de una sola vez. Los escondió en diferentes papiros antiguos, nunca nadie supo en cuántos pergaminos diferentes ocultó sus poderes.

La Espada de la Muerte fue puesta en una recámara en lo más profundo del Templo de Ogtus, en la Acrópolis Nimrod. El daraflame le aterró la idea de volver a blandir su poder y hasta deseó en secreto jamás haber descendido a buscarla al Mundo de las Sombras, pero lo que ya había hecho, hecho estaba.

Ogtus le pidió a Kebos que le forjara una nueva espada de rocanagra y acadio que pudiese utilizar. Fue así como Kebos forjó la Espectra, la temible espada nimrod del dios de la muerte, poderosa y letal. Pero Ogtus jamás volvió a usar la Espada de la Muerte que había robado del Mundo de las Sombras. En su corazón la consideraba como una maldición que ya no podía sacarse de encima, un yugo maldito que llevaría sobre sí por el resto de la eternidad. Con el pasar de los años la recámara donde yacía la Espada de la Muerte se perdió en el Templo del dios de la muerte y ya nadie sabe dónde está.

La muerte estaba siendo complacida.

El Dogok y las guerras Noxxis

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