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Las Guerras Noxxis

Prólogo

¿Qué es lo que hay en tus recuerdos, hijo del pacto?

¿Qué es lo que atormenta tu alma?

Radabat despertó en la cueva sobresaltado luego de escuchar aquellas palabras en un susurro escalofriante. Ya no era un espíritu de las tinieblas, su cuerpo con carne aún seguía con él. Estaba empapado en un sudor frío y al levantarse del suelo notó que la fogata de fuego oscuro que recordaba haber encendido con Kashimir se había desintegrado. Miró a su alrededor y notó que Kashimir no se encontraba con él.

Afuera era de día y ya no quedaba ningún atisbo de la lluvia. Todo lo contrario, parecía incluso que estaban en otra estación del año. ¿Cuánto tiempo había estado tendido en esa cueva? Se puso de pie, pero al hacerlo su cuerpo se tambaleó, cayó de rodillas. Era como si sus músculos estuvieran dormidos y necesitaran un poco más de tiempo para despertar de un largo sueño. Tuvo relampagueantes recuerdos de lo que había presenciado en la visión de la que acababa de despertar. Volvió a ver los ojos furiosos del rálag frente a él, los gritos de las cinco bestias tenebrosas luchando contra el rálag… el egatrón saliendo de entre los minerales de kuru, a su rescate. Sintió escalofríos.

Y luego, vio imágenes distorsionadas de un pasado lejano que quería olvidar, pero no podía: una serpiente emplumada entre los valles y montañas. Una niña ensangrentada entre sus brazos. Un grito encolerizado. El mismo dolor de aquel recuerdo que creía haber olvidado, volvió a atravesarle el pecho. Eran recuerdos de mucho antes de haberse convertido en un daraflame… de su vida anterior a Radabat.

—¡Kashimir! —llamó Radabat, su voz hizo eco en el interior de la cueva mientras hacía enormes esfuerzos para ponerse de pie; sus músculos aún no le respondían del todo— ¡Kashimir! —insistió con rabia. Pero nadie le respondió, ni vio atisbo alguno del daraflame. En vez de eso, un egatrón adulto, tan grande como el que había visto en la visión del fuego negro, salió de lo profundo de la cueva y reverenció a Radabat.

Radabat acarició la cabeza de la imponente bestia tenebrosa y sintió de alguna forma que la conocía de antes. Recordó la visión, este animal le había salvado, pero… ¿no había sido solo una visión en su mente? Entonces varios cachorros de egatrón salieron de la cueva tras el egatrón adulto y jugueteaban a sus pies, Radabat contó seis cachorros. Entonces, Radabat vio su reflejo en un charco de agua a la salida de la cueva y notó que tenía una abultada barba en toda la cara y el mentón. Su cabello también había crecido bastante ¿Barba? ¿Cuánto tiempo había estado allí tumbado?

Comenzó a toser, una tos seca que le provocaba dolor en la garganta. No entendía nada de lo que le estaba sucediendo.

El daraflame montó al egatrón adulto y salió triunfante de la cueva. Los cachorros de egatrón le siguieron de inmediato. Una vez fuera, divisó la aldea a la que estaba intentando llegar con Kashimir antes de entrar en la caverna, pero no pudo evitar darse cuenta de que era muy diferente a como él la recordaba, o al menos lo que había visto de ella, desde lejos. Una vez más se lo cuestionó ¿cuánto tiempo había estado dentro de la cueva? ¿días? ¿meses? ¿años? Y si había sido aparentemente tanto tiempo ¿por qué no había muerto de hambre o de sed? Y peor aún ¿por qué ya no sentía hambre ni sed?

Ya en la aldea, vio con sorpresa, que varios hombres de piel muy oscura llegaban también. Usaban taparrabos, estaban descalzos, tenían el cabello verde como algas marinas, armados con lanzas y boleadoras. Su arribo a la aldea no fue para nada amistoso, comenzaron a dar muerte a algunos aldeanos que labraban la tierra sin dar el menor aviso. Los salvajes de cabello verde comenzaron a quemar las cosechas, matando a otros egatrones que estaban amarrados a yugos con arados y rastrillos.

Radabat se enfureció al ver lo que ocurría y atacó montando en su propio egatrón a los salvajes. Los indígenas invocaron como contraataque plantas carnívoras que surgieron de la tierra y que eran similares en forma a pulpos con hojas de color verde. También varias raíces que crecían de la tierra a una velocidad impresionante ataron a los cachorros de egatrón, paralizándolos, pero Radabat invocó el fuego negro y lo lanzó contra los indígenas de pelo verde, en devastadores ataques. Junto con su egatrón, redujo a los indígenas y a sus plantas carnívoras hasta que solo uno quedó con vida.

Era un flacucho salvaje de cabellera verde y piel oscura, que malherido intentaba en vano arrastrarse de vuelta a las montañas, para huir.

Radabat bajó de su egatrón y caminó hasta él con toda calma, levantó su cabeza agarrándole del cabello verde, el cual sintió suave y húmedo como césped entre los dedos. El salvaje gritó de dolor.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué atacan esta aldea? —pero el indígena respondió en una lengua que Radabat no conocía. Entonces el daraflame le tapó la boca al salvaje con una mano y mirándole a los ojos, dentro de su mente le dijo:

—¿Cuál es tu sangre, indígena? ¡Sé que hablas lengua común!

—Zuluh —fue todo lo que le respondió al aterrorizado muchacho.

Radabat le soltó el cabello y le dio un fuerte puñetazo en la cabeza, dejándolo inconsciente al instante. Enseguida amarró al zuluh con unas cuerdas negras en manos y pies, y lo puso como un bulto de carga sobre su egatrón. Mientras lo hacía, los campesinos de la aldea se acercaron a él, despacio y con mucho temor.

—¿Por qué les atacan los zuluh? —preguntó Radabat de repente dándose cuenta que algunos aldeanos se le habían acercado mientras él amarraba al zuluh sobre su egatrón.

—¿Quiénes son los zuluh? —dijeron los campesinos.

—El nombre del pueblo que les está atacando —contestó Radabat. Tosió un poco más. Luego escupió saliva negra, hacia un lado. Aunque le perturbó ver salir eso de su interior, no hizo comentarios al respecto.

Los campesinos se miraron entre sí.

—No sabíamos que se llamaban así —le confesaron.

—Tú, habla ¿Qué es lo que está ocurriendo aquí? —dijo Radabat sin mucha amabilidad.

—Ogtus y Azuruma, poderosos daraflame han ordenado a sus tropas saquear las aldeas de los bosques más allá de las Montañas Tenebrosas, en la Región Verde. De allí traen consigo a vírgenes, mujeres y niños para hacerlos esclavos, prostitutas o sacrificarlos para las dos estatuas de rognian y yawfen en Punón —explicó el aldeano.

—¿Ogtus se ha reunido con Azuruma? —dijo Radabat como si no lo creyera. Volvió a toser— ¡Maldita sea! –dijo, escupiendo una vez más.

—Los daraflame luchan contra los poderosos Hasheran y Benjámitel, líderes del pueblo entederi que habita al otro lado del río Gihón, en la Región de Kahana desde hace poco más de cien años, mi señor —explicó el aldeano, extrañándose de que Radabat no lo supiera.

Radabat no pudo creer lo que había escuchado ¿Cien años habían pasado? ¿Cómo es que no había muerto en esa caverna? ¿Por qué Kashimir le había abandonado a su suerte? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué eran esos recuerdos? ¿Qué había ocurrido con las bestias tenebrosas que había diseñado? Por los egatrones que había visto labrando la tierra, tal parecía que ahora las bestias iban libres por todo el Valle Negro. Una serie de preguntas sin respuesta comenzaron a explotar dentro de la mente de Radabat, tanto que se olvidó por un momento de dónde se encontraba.

—¿Qué… qué hará con el salvaje, señor? —preguntó el aldeano con mucho cuidado, viendo que Radabat divagaba en sus pensamientos. Radabat se limitó a darle una mirada tan amenazadora como respuesta, que el campesino retrocedió dos pasos.

—Lo que yo haga con él no es de tu incumbencia —contestó el daraflame. Entonces el campesino se arrodilló a sus pies, al igual que todo el resto de los campesinos que observaban.

—¡Perdone usted, gran señor! ¡Gracias por salvarnos de los zuluh que ha mencionado! Los daraflame nos han abandonado a nuestra suerte y nos usan como carnada para matar a los guerreros de los zuluh. Ellos vienen hasta aquí buscando venganza por lo que le han hecho a sus aldeas del gran bosque y nosotros no tenemos nada que ver con este asunto. Kashimir deja libre a sus bestias en las praderas cercanas y estas matan a los nuestros y a los zuluh por igual. Si usted no hubiera llegado… —el aldeano levantó la cabeza en ese momento y miró a Radabat a los ojos—nosotros ahora estaríamos muertos ¡Gracias! ¡Muchas gracias, gran señor! —Radabat terminó de atar al zuluh encima de su egatrón, dándole un violento movimiento final a la soga negra.

—De nada —respondió Radabat indolente. Acto seguido, volteó y comenzó a caminar hacia el Sureste.

—¡Mi señor! ¡Hacia donde se dirige se encuentra el imperio de Ogtus y Azuruma, y en los campos acechan las bestias de Kashimir! —dijo el aldeano como si le advirtiera.

—Es precisamente a donde me dirijo —respondió Radabat sin detener su paso, ni voltear atrás.

—¡Un momento, gran señor! —llamó el aldeano. Radabat se detuvo, pero no volteó. Hubo un incómodo momento de silencio, entre los aldeanos y Radabat.

—¿Cuál es su nombre? Nos ha salvado y queremos honrarle —dijo el aldeano.

—Ustedes no pueden honrarme —respondió Radabat tajante.

—Déjenos intentarlo, gran señor —suplicó el aldeano. Radabat una vez más se tomó una pausa antes de responder.

—Hores —respondió Radabat— mi nombre es Hores —Y dicho esto, se perdió en las praderas alejándose en el horizonte, caminando a un lado de su egatrón, con el zuluh inconsciente como su prisionero, encima de su bestia.

Desde aquel día la aldea no se llamó más como su antiguo nombre. En vez de eso la renombraron como “Hores” y el mismo día le construyeron un templo y una escultura que muestra a Radabat caminando de espaldas, junto a su egatrón y al zuluh inconsciente sobre él. En la escultura hay un grabado que hasta el día de hoy dice lo siguiente:

“Este es Hores.

El que salvó nuestra aldea de la muerte.

Construimos este altar como agradecimiento al dios no conocido”

El Dogok y las guerras Noxxis

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