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2 Los que no dispararon a lo largo de la historia

Los que no dispararon en la Guerra de Secesión

Imagínate a un nuevo recluta en la Guerra de Secesión estadounidense. Con independencia del bando en el que estuviera, o si lo habían llamado a filas o se había alistado, su instrucción hubiera consistido en soporíferos ejercicios repetitivos. El poco tiempo que hubiera para instruir al más bisoño recluta se dedicaba a repetir una y otra vez la maniobra de cargar el arma, y cualquier veterano de incluso unas pocas semanas podía cargar y disparar un mosquete sin pensarlo.

Los líderes entendían el combate como algo consistente en largas líneas de hombres disparando al unísono. Su objetivo era convertir al soldado en un pequeño engranaje en la máquina, que se mantendría firme mientras disparaba una y otra ronda al enemigo. El ejercicio militar era su herramienta básica para asegurarse de que cumpliría con su deber en el campo de batalla.

El concepto de ejercicio militar hunde sus raíces en las duras lecciones del éxito militar en los campos de batalla que se remontan hasta la falange griega. Estos ejercicios fueron perfeccionados por los romanos. Más tarde, como ejercicio de tiro, fue convertido en una ciencia por Federico el Grande para ser más tarde aplicada de forma masiva por Napoleón.

Hoy en día entendemos el enorme poder del ejercicio militar para condicionar y programar a un soldado.

En su libro The Warriors, J. Glenn Gray afirma que, si bien los soldados pueden acabar extenuados y «entrar en una condición de aturdimiento en la que se pierde toda la claridad de la consciencia», todavía pueden en ese estado «funcionar como células en un organismo militar, haciendo lo que se espera de ellos porque se ha convertido en algo automático».

Uno de los ejemplos más notorios sobre el éxito militar para que los soldados desarrollaran reflejos condicionados a través de los ejercicios se encuentra en el libro de John Master The road past Mandalay, en el que narra las acciones en combate de un equipo a cargo de una ametralladora durante la segunda guerra mundial:

El [artillero] nº 1 tenía 17 años y lo conocía. Su nº 2 [artillero asistente] estaba tumbado a su izquierda, a su lado, con la cabeza en dirección al enemigo, con un cargador en su mano preparado para recargar el arma en el momento que el nº 1 dijera: «¡Cambio!». El nº 1 empezó a disparar, y una ametralladora japonesa respondió a poca distancia. El nº 1 recibió la primera explosión en la cara y el cuello y murió al instante. Pero no murió donde se encontraba tendido, detrás del arma. Rodó a la derecha, lejos del arma, levantando moribundo la mano izquierda para dar un toque en la espalada al nº 2 que significaba «Ocúpate tú». El nº 2 no tuvo que apartar el cadáver del arma. Ya estaba despejada.

La señal «Ocúpate tú» fue inculcada al artillero mediante adiestramiento para tener la seguridad de que esta arma vital nunca quedaría sin nadie a su cargo, en caso de que tuviera que abandonarla. Su empleo en estas circunstancias evidencia un reflejo condicionado tan potente que se lleva a cabo sin pensamiento consciente alguno como el último acto de un soldado moribundo con una bala en el cerebro.

Gwynne Dyer acierta de pleno cuando dice que «el condicionamiento, casi en el sentido de Pavlov, es probablemente una expresión mejor que adiestramiento, pues lo que se requería del soldado ordinario no era que pensara sino la habilidad para … cargar y disparar su mosquete de forma automática incluso bajo el estrés del combate». Este condicionamiento se conseguía mediante «miles de horas de ejercicios repetitivos» junto con «el incentivo siempre presente de la violencia física como castigo por no rendir adecuadamente».

El arma de la Guerra de Secesión solía ser un mosquete de avancarga con pólvora negra. Para disparar el arma, un soldado tenía que tomar un cartucho envuelto en papel que constaba de una bala y un poco de pólvora. Abría la tapa del cartucho con los dientes, introducía la pólvora en el cañón, colocaba luego la bala, la empujaba hasta el fondo con fuerza, preparaba el arma con una cápsula fulminante, amartillaba y disparaba. Dado que se necesitaba gravedad para que la pólvora se esparciera por el cañón, todo esto se hacía de pie. La lucha era un asunto que se dirimía de pie.

Con la introducción de la cápsula fulminante, y la llegada del papel engrasado para envolver el cartucho, las armas se volvieron más fiables incluso cuando el tiempo era húmedo. El papel engrasado que envolvía el cartucho servía de prevención para que la pólvora no se mojara, y la cápsula fulminante aseguraba una fuente de ignición fiable. Salvo en caso de severa tormenta, el arma dejaría de funcionar solo si la bala esférica se introducía antes que la pólvora (una equivocación extremadamente rara si tenemos en cuenta los ejercicios a los que se sometía el soldado), o si el agujero que conectaba la cápsula fulminante con el cañón estaba obstruido, algo que podía ocurrir después de muchos disparos, pero que podía ser fácilmente corregido.

Podía surgir un pequeño problema si el arma se había cargado dos veces. En el fragor de la batalla, a veces un soldado no tenía claro si el mosquete estaba cargado, y no era extraordinario que cargara una segunda vez encima de la primera. Pero un arma así aún se podía utilizar. Los cañones de estas armas eran sólidos y la pólvora que se requería relativamente débil. Los test de fábrica y demostraciones de armas de esta época incluían disparar un rifle cargado varias veces, y a veces con un arma cargada hasta el extremo del cañón. Si se disparaba un arma así, la primera carga prendería fuego y simplemente empujaría todas las demás cargas fuera del cañón.

Estas armas eran rápidas y precisas. Por lo general, un soldado podía disparar cuatro o cinco veces por minuto. En el adiestramiento, o cazando con un mosquete fusil, la tasa de aciertos hubiera sido por lo menos tan buena como la de los prusianos con sus mosquetes de ánima lisa cuando conseguían un 25 por ciento de aciertos a doscientos metros, un 40 por ciento a ciento veinticinco metros, y un 60 por ciento a sesenta y cinco metros disparando a un objetivo de 30 por 2 metros. Así, a 65 metros, un regimiento de 200 hombres debería ser capaz de alcanzar al menos a 120 soldados enemigos en el primer disparo. Si se disparaba cuatro veces cada minuto, un regimiento podía potencialmente matar o herir a 480 soldados enemigos en el primer minuto.

Sin duda, el soldado de la Guerra de Secesión era el mejor adiestrado y equipado hasta el momento. Entonces llegó el día del combate, el día para el que se había adiestrado durante tanto tiempo. Y con ese día llegó la destrucción de todas las ideas preconcebidas y falsas ilusiones sobre lo que iba a ocurrir.

Al principio, la visión de una larga línea de hombres en la que cada uno disparaba al unísono podía parecer verdad. Si los líderes mantenían el control, y si el terreno no era demasiado abrupto, la batalla podía consistir durante un tiempo en el intercambio de rondas de disparos entre regimientos. Pero incluso cuando se producían las rondas de disparos de los regimientos, algo no estaba bien; de hecho, estaba terriblemente mal. Un enfrentamiento medio tenía lugar a treinta metros. Pero, en vez de segar la vida de cientos de soldados enemigos durante el primer minuto, los regimientos mataban tan solo a uno o dos hombres por minuto. Y, en vez de la desintegración de la formación del enemigo bajo una tormenta de plomo, este aguantaba e intercambiaba fuego durante horas y horas.

Tarde o temprano (y, normalmente, era temprano), las largas líneas que disparaban rondas de fuego al unísono comenzaban a romperse. Y en medio de la confusión, el humo, el estruendo de los disparos y los gritos de los heridos, los soldados dejaban de ser engranajes en una maquinaria y volvían a ser individuos que hacían lo que les era natural: unos cargaban, otros pasaban las armas, otros atendían a los heridos, otros gritaban órdenes, unos pocos se daban a la fuga, otros deambulaban en medio de la humareda o encontraban un lugar a cubierto donde meterse y unos pocos disparaban.

Numerosas referencias históricas indican que, al igual que sus equivalentes durante la segunda guerra mundial, la mayoría de los soldados de la época de los mosquetes de avancarga se ocupaban de otras tareas durante la batalla. Por ejemplo, la imagen de una línea de soldados en pie disparando al enemigo contradice el vívido testimonio de un veterano de la Guerra de Secesión que describió la batalla de Antietam y que viene recogido en el libro de Griffith: «Ahora es cuando la necesidad aprieta. Los hombres y los oficiales … se fusionan en una masa común, en la lucha trepidante para disparar rápido. Todos rompen los cartuchos, cargan, pasan las armas o disparan. Los hombres caen en sus puestos o salen corriendo en dirección a los maizales [a esconderse].»

Esta es una imagen de la batalla que puede verse una y otra vez. En el trabajo de Marshall sobre la segunda guerra mundial y en su relato de la Guerra de Secesión vemos que tan solo unos pocos dispararon realmente al enemigo, mientras los otros se congregaban y preparaban la munición, cargaban las armas, pasaban armas o buscaban la oscuridad y el anonimato de hallarse a cubierto.

El proceso por el que algunos hombres elegían cargar y ofrecer apoyo a aquellos que estaban dispuestos a disparar al enemigo parece haber sido la norma y no la excepción. Aquellos que sí disparaban, y fueron los beneficiarios de ese apoyo, aparecen en numerosos informes recogidos por Griffith, en los que algunos soldados en concreto dispararon cien, doscientos o incluso unos increíbles cuatrocientos disparos en la batalla. Y esto en una época en la que la cantidad estándar de munición era de solo cuarenta balas, con un arma que acababa obstruyéndose hasta quedar inutilizada tras disparar cuarenta veces si no se limpiaba. La munición y mosquetes de más tuvieron que ser proporcionados y cargados por los camaradas menos agresivos.

Además de disparar por encima de la cabeza, o cargar y apoyar a los que estaban dispuestos a disparar, había otra opción que du Picq entendía bien cuando escribió: «Un hombre cae y desaparece, ¿quién sabe si fue una bala o el miedo a avanzar lo que le golpeó?». Richard Gabriel, uno de los autores más destacados de nuestra generación en el campo de la psicología militar, señala que «en enfrentamientos del tamaño de Waterloo o Sedán, la oportunidad que tenía un soldado para no disparar o atacar simplemente cayéndose y permaneciendo en el barro era simplemente demasiado obvia para que los hombres asustados bajo fuego la ignoraran». Sin duda, la tentación debía de ser grande, y muchos sucumbieron.

Y, sin embargo, a pesar de las opciones obvias de disparar por encima de la cabeza (postureo), o simplemente quedarse rezagado (una forma de huir), y la opción mayoritariamente aceptada de cargar las armas y ayudar a los que estaban dispuestos a disparar (una suerte de lucha limitada), hay indicios de que durante las batallas con pólvora negra miles de soldados elegían someterse pasivamente tanto al enemigo como a sus líderes haciendo ver que disparaban. El mejor indicador de esta tendencia se encuentra en la recuperación de armas con varias cargas dentro tras las batallas de la Guerra de Secesión.

El dilema de las armas descartadas

F. A. Lord, autor de Civil War Collector’s Encyclopedia, cuenta que, tras la batalla de Gettysburg, se recuperaron 27.574 mosquetes del campo de batalla. De estos, casi el 90 por ciento (veinticuatro mil) estaban cargados. Doce mil de ellos era mosquetes cargados más de una vez, y seis mil de los que tenían múltiples cargas tenían de tres a diez balas en el cañón. Un arma había sido cargada veintitrés veces. ¿Por qué, en consecuencia, había tantas armas cargadas disponibles en el campo de batalla, y por qué al menos doce mil soldados cargaron de forma errónea sus armas durante el combate?

Un arma cargada era un bien preciado en el campo de batalla de pólvora negra. Durante las batallas de esa época en pie, cara a cara y a corta distancia un arma debería haber estado cargada en tan solo una fracción de tiempo respecto a lo que duraba la contienda. Más del 95 por ciento del tiempo se dedicaba a cargar el arma, y menos del 5 por ciento a disparar. Si la mayoría de los soldados se hubiera afanado en matar de la forma más rápida y eficiente posible, entonces el 95 por ciento habría recibido un disparo cuando su arma estaba descargada, y cualquier arma cargada, preparada y amartillada hubiera sido recogida de los camaradas heridos o muertos y disparada.

Había muchos que recibieron un disparo durante la carga o fueron bajas causadas por la artillería que se encontraba fuera del rango de los mosquetes, y estos individuos nunca hubieran tenido la oportunidad de disparar sus armas, pero difícilmente supondrían el 95 por ciento de las bajas. Si todos los soldados hubieran albergado una necesidad desesperada de disparar sus armas en combate, entonces muchos de estos hombres deberían haber muerto con sus armas descargadas. Con las fluctuaciones de la batalla estas armas deberían haber sido recogidas y reutilizadas contra el enemigo.

La conclusión más obvia es que la mayoría de los soldados no intentaba matar al enemigo. Al parecer, la mayoría de ellos ni siquiera quería disparar en la dirección del enemigo. Como señaló Marshall, la mayoría de los soldados sufre una resistencia interna a disparar su arma en combate. Lo crucial aquí es que la resistencia parece haber existido mucho antes de que Marshall la descubriera, y esta resistencia explica muchas (si no la mayoría) de estas armas cargadas varias veces.

La necesidad física de cargar los mosquetes de avancarga desde una posición vertical, combinada con las líneas de fuego masificadas hombro con hombro de esa época, presentaban una situación —a diferencia de la estudiada por Marshall— en la que era muy difícil que un hombre ocultara el hecho de que no estaba disparando. Y en esta situación de fuego en línea, lo que du Picq denominó «vigilancia mutua» de autoridades y camaradas debió de ejercer una intensa presión para disparar.

No había ni aislamiento ni la «dispersión del campo de batalla moderno» que pudiera ocultar a los que no participaban durante un fuego en línea. Todas sus acciones resultaban obvias para los camaradas que estaban con ellos codo con codo. Si un hombre realmente no podía o no quería disparar, la única forma que tenía para disimular su falta de participación consistía en cargar su arma (abrir el cartucho, añadir la pólvora, colocar la bala e introducirla hasta el fondo, prepararse y amartillar), llevársela a la espalda y entonces hacer ver que disparaba, posiblemente imitando el retroceso de su arma cuando alguien cercano sí lo hacía.

Esta es la personificación del soldado diligente. Cargando su arma con cuidado y sin tregua en medio del fragor, los gritos y el humo de la batalla, ninguna de sus acciones podría ser interpretada como algo distinto de aquello que sus superiores y camaradas consideraban encomiable.

Lo sorprendente de estos soldados que no disparaban es que su comportamiento se oponía diametralmente a los extenuantes y repetitivos ejercicios de la época. ¿Por qué, en consecuencia, estos soldados de la Guerra de Secesión «suspendían» a los ojos de sus instructores cuando se trataba del importantísimo ejercicio de cargar?

Unos pueden argüir que estas cargas múltiples son meras equivocaciones, y que estas armas eran descartadas porque estaban mal cargadas. Pero si en la confusión de la batalla, y a pesar de las interminables horas de adiestramiento, cargas accidentalmente dos veces un mosquete, lo disparas de todas formas y la primera carga simplemente evacúa la segunda. En el improbable caso de que el arma se haya encasquillado o no funcione por alguna razón, entonces la tiras y recoges otra. Pero esto no es lo que pasó en este caso, y la cuestión que nos formulamos es: ¿Por qué el único paso que se obvió fue el disparo? ¿Cómo es posible que al menos doce mil hombres de ambos bandos y todas las unidades cometieran el mismo error?

¿Es posible que doce mil soldados en Gettysburg, aturdidos y confusos por el shock de la batalla, cargaran accidentalmente dos veces sus armas, y que luego todos ellos murieran antes de poder dispararlas? ¿O será que los doce mil descartaron esas armas y recogieron otras? En algunos casos puede ser que la pólvora estuviera mojada (a pesar de estar envuelta en papel engrasado), pero ¿es posible que se dieran tantos casos? ¿Y por qué seis mil soldados adicionales volvieron a cargar sus armas incluso una vez más y aun así no dispararon? En algunos casos debió de ser un error, en otros el resultado del mal estado de la pólvora, pero creo que la única explicación para la inmensa mayoría de estos episodios es el mismo factor que impidió que entre el 80 y el 85 por ciento de los soldados de la segunda guerra mundial no disparara al enemigo. El hecho de que estos soldados de la Guerra de Secesión vencieran el formidable condicionamiento para disparar a través del ejercicio demuestra claramente el impacto de poderosas fuerzas instintivas y actos supremos de una determinada inclinación moral.

Si Marshall no hubiera preguntado a los soldados inmediatamente después de la batalla en la segunda guerra mundial, no hubiéramos sabido de la increíble ineficacia de nuestro fuego. De forma similar, dado que nadie preguntó a los soldados de la Guerra de Secesión, o de cualquier otra guerra anterior a la segunda guerra mundial, desconocemos la efectividad de su fuego. Lo que sí podemos hacer es extrapolar a partir de los datos de los que disponemos, y estos nos indican que al menos la mitad de los soldados de batallas de pólvora negra no disparaba su arma, y tan solo un ínfimo porcentaje de los que sí lo hacían apuntaba a matar al enemigo con su fuego.

Ahora podemos empezar a comprender de forma cabal las razones que subyacen al descubrimiento por parte de Paddy Griffith de que la tasa media de aciertos de un regimiento en los intercambios de disparos de la época de la pólvora negra era de uno o dos hombres por minuto. Y vemos que estos números corroboran por completo las conclusiones de Marshall. Con el mosquete de ánima rayada de la época, la tasa media potencial de aciertos era por lo menos tan alta como la que conseguían los prusianos con mosquete de ánima lisa, alcanzando un 60 por ciento de aciertos a una distancia de sesenta y cinco metros. Pero la realidad era tan solo una ínfima fracción de este porcentaje.

Los números de Griffith tienen todo el sentido si durante estas guerras, al igual que en la segunda guerra mundial, solo un pequeño porcentaje de los mosqueteros de un regimiento en la línea de fuego realmente intentaba disparar al enemigo mientras el resto se mantenía heroicamente en línea disparando por encima de sus cabezas o, simplemente, no disparaba.

Cuando se les presentan estos datos, algunos replican que esta información se ciñe a una guerra civil en la que «el hermano luchaba contra el hermano». El doctor Jerome Frank cuestiona claramente a estas afirmaciones en su libro Sanity and Survival in the Nuclear Age, donde afirma que las guerras civiles suelen ser más sangrientas, prolongadas, y desaforadas que otras clases de conflictos. Y Peter Watson, en War on the Mind, destaca que el «comportamiento desviado por parte de miembros del propio grupo se percibe como más traumático y produce una represalia más enérgica que si proviene de otros con los que estamos menos involucrados». Solo tenemos que considerar la intensidad de la agresividad entre distintas facciones del cristianismo en Europa a lo largo de los siglos, o las guerras intestinas entre las principales sectas islámicas en Oriente Medio, o el conflicto entre comunistas leninistas, maoístas y trotskistas, o el horror de Ruanda y otras batallas tribales africanas, para confirmar este hecho.

Mi controvertida tesis estriba en que la mayoría de las armas abandonadas en el campo de batalla de Gettysburg implican a soldados que no fueron capaces o no quisieron disparar en combate y luego fueron muertos, heridos o huyeron. Además de estos doce mil, una proporción similar de soldados marcharon por ese campo de batalla con sus armas cargadas varias veces.

Estos soldados descubrieron que eran incapaces de matar a sus congéneres de forma secreta, sigilosa y en el momento decisivo, al igual que el entre 80 y 85 por ciento de soldados de la segunda guerra mundial que observó Marshall. Esta es la razón fundamental de la increíble inefectividad del fuego de mosquete durante esa época. Es precisamente lo que ocurrió en Gettysburg y, si uno mira con el suficiente detenimiento, descubrirá que también es lo que ocurrió en otras batallas con pólvora negra sobre las que no necesariamente disponemos de los mismos datos. Un caso en concreto es el de la batalla de Cold Harbor.

«Ocho minutos en Cold Harbor»

La batalla de Cold Harbor merece una particular atención, pues constituye el ejemplo que los observadores poco informados de la Guerra de Secesión aducirían para refutar la tasa de no disparos de entre el 80 y el 85 por ciento.

A primera hora de la mañana del 3 de junio de 1864, cuarenta mil soldados de la Unión bajo el mando de Ulysses S. Grant atacaron al ejército confederado en Cold Harbor, en Virginia. Las fuerzas confederadas, bajo el mando de Robert E. Lee, aguardaban en un sistema cuidadosamente preparado de trincheras y emplazamientos de artillería distinto de cualquier cosa que el ejército del Potomac de Grant hubiera visto antes. Un corresponsal de prensa señaló que estas posiciones eran «líneas dentro de líneas enmarañadas y zigzagueantes … líneas levantadas para enfilar una línea enemiga, líneas dentro de las cuales había una batería [de artillería]». Al atardecer del 3 de junio, más de siete mil soldados atacantes de la Unión habían muerto, estaban heridos o habían sido capturados mientras el daño infligido a los bien atrincherados confederados había sido insignificante.

Bruce Catton, en su soberbia y definitiva obra en varios volúmenes sobre la Guerra de Secesión, señala que «a primera vista, parecería difícil e innecesario exagerar los horrores de Cold Habor, pero por alguna razón —fundamentalmente, el deseo de describir a Grant como un matarife gris y desalmado— ninguna otra batalla de la guerra civil recibe una presentación tan distorsionada como esta».

Catton se está refiriendo principalmente a los relatos exagerados sobre las bajas en la Unión (con afirmaciones que por lo general atribuyen las trece mil bajas de dos semanas de lucha en Cold Harbor a la tasa de bajas diaria), pero también desacredita la creencia común pero errónea de que siete mil (o incluso trece mil) bajas se produjeron en «ocho minutos en Cold Harbor». Esta creencia no es tanto un error como una burda simplificación. Resulta correcto señalar que la mayoría de las cargas aisladas y descoordinadas de la Unión que se lanzaron en Cold Harbor fueron detenidas en los primeros diez o veinte minutos pero, una vez roto el impulso, los soldados atacantes de la Unión no huyeron y la matanza no se detuvo. Catton apunta que «lo más asombroso de todo en esta batalla fantástica es el hecho de que a lo largo de todo el frente los soldados derrotados [de la Unión] no se replegaron en retaguardia». Por el contrario, hicieron exactamente lo que los soldados de la Unión y la Confederación habían hecho una y otra vez a lo largo de la guerra: «Se quedaron donde estaban, entre 40 y 200 yardas de distancia de la línea confederada, cavando trincheras de escasa profundidad en la medida de lo posible, y continuaron disparando.» Y los confederados también continuaron disparándoles, a menudo con cañones situados en los flancos y la retaguardia a una espantosa corta distancia. «A lo largo de todo el día», señala Catton, «continuó oyéndose el terrible fragor de la batalla. Tan solo un soldado experimentado podría haber discernido solo por el ruido que la intensidad del combate a media tarde era de alguna manera menor que la que había sido en la penumbra del amanecer, cuando las cargas fueron rechazadas.»

Se tardaron ocho horas, y no ocho minutos, para infligir esas horribles bajas a los soldados de Grant. Y, al igual que en la mayoría de las guerras desde el tiempo de Napoleón hasta nuestros días, no fue la infantería sino la artillería la que causó la mayor parte de las bajas.

Solo cuando entra en juego la artillería (con su estricta supervisión y la vigilancia mutua entre sus miembros) puede verse un cambio significativo en la tasa de muertes. (La mayor distancia a la que se encuentra la artillería de sus objetivos, tal y como veremos, también incrementa su efectividad.) La realidad, sencillamente, parece ser que, al igual que los fusileros de S. L. A. Marshall durante la segunda guerra mundial, la inmensa mayoría de los soldados con rifles y mosquetes de guerras pretéritas se mostró persistente y consistente en su incapacidad psicológica para matar a sus congéneres. Sus armas estaban tecnológicamente capacitadas, y eran físicamente capaces de matar, pero en el momento decisivo, cada uno de estos soldados se encontró con que, en su corazón, no era capaz de matar al hombre que tenía delante.

Todo ello indica que aquí opera una fuerza; una fuerza psicológica previamente desconocida. Una fuerza más fuerte que los ejercicios de adiestramiento, que la presión del grupo, incluso más fuerte que el instinto de supervivencia. El impacto de esta fuerza no se limita al periodo de la pólvora negra o a la segunda guerra mundial; también puede verse en la primera guerra mundial.

Los que no dispararon en la primera guerra mundial

El coronel Milton Mater sirvió como comandante de una compañía de infantería durante la segunda guerra mundial y relata varias experiencias durante la segunda guerra mundial que avalan las observaciones de Marshall. Mater también nos ofrece varios casos en los que veteranos de la primera guerra mundial le avisaron de que debía contar con que habría muchos soldados en combate que no dispararían.

Cuando se alistó por primera vez en 1933, Mater preguntó a su tío, un veterano de la primera guerra mundial, sobre su experiencia en combate: «Me sorprendió comprobar que la experiencia más saliente en su recuerdo era la de los reclutas que no disparaban». Lo expresó más o menos de esta forma: «Pensaban que, si no disparaban a los alemanes, los alemanes no les dispararían».

Otro veterano de las trincheras de la primera guerra mundial le explicó a Mater durante una clase de rotc en 1937 que, según sus experiencias, los que no disparaban se convertirían en un problema en una guerra en el futuro. «Hizo un gran esfuerzo para hacernos ver la dificultad de conseguir que algunos hombres dispararan su fusil a fin de evitar convertirse en una diana ante el fuego y los movimientos del enemigo.»

Existen numerosos indicios sobre la existencia de una resistencia a matar que parece haber existido por lo menos desde la época de la pólvora negra. Esta falta de entusiasmo a la hora de matar al enemigo fuerza a muchos soldados a adoptar una postura, someterse o huir, antes que luchar. Supone una poderosa fuerza psicológica en el campo de batalla, una fuerza que resulta discernible a lo largo de la historia del hombre. La aplicación y comprensión de esta fuerza puede arrojar nueva luz sobre la historia militar, la naturaleza de la guerra y la naturaleza del hombre.

Matar

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