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3 Soldado, dime por qué no puedes matar

¿Por qué algunos soldados a lo largo de cientos de años se han negado a matar al enemigo, incluso cuando sabían que al hacerlo ponían en peligro sus propias vidas? ¿Y por qué, si se trata de algo que ha ocurrido a lo largo de la historia, no hemos sido plenamente conscientes de este hecho?

Muchos cazadores veteranos, cuando oyen relatos de los que no disparan, puede que digan: «Claro, el pánico del primerizo…». Y tendrían razón. Pero ¿qué es el pánico del primerizo? ¿Y por qué experimentan los hombres durante una cacería esa imposibilidad de matar que denominamos el pánico del primerizo? Para obtener una respuesta debemos volver a S. L. A. Marshall.

Marshall estudió este asunto durante todo el periodo de la segunda guerra mundial. Marshall, más que nadie con anterioridad a él, entendió a los miles de soldados que no dispararon al enemigo, y concluyó que «el individuo sano medio … posee esta resistencia interior latente hacia matar a un semejante de forma que no tomará la vida voluntariamente si existe la posibilidad de rechazar esa responsabilidad». «En el momento crucial», añade Marshall, el soldado «se convierte en un objetor de conciencia».

Marshall entendía la mecánica y las emociones del combate. Fue un veterano de combate de la primera guerra mundial que preguntó a los veteranos de combate en la segunda guerra mundial sobre su respuesta ante la batalla, y entendía perfectamente de lo que le hablaban. «Recuerdo muy bien», dice Marshall, «la enorme sensación de alivio que sentían las tropas [en la primera guerra mundial] cuando eran transferidas a un sector más tranquilo». Y él creía que esto se debía «no tanto a que pensaran que estarían más seguros ahí, como al hecho de que durante un tiempo no se encontrarían bajo la coacción de tener que tomar vidas». Según su experiencia, la filosofía del soldado de la primera guerra mundial era: «Dejadlos ir; ya los atraparemos en otro momento».

Dyer también estudio este asunto con detenimiento, ganando conocimientos a partir de aquellos que lo conocían, y él también entendió que «los hombres matarán bajo coacción —los hombres harán casi cualquier cosa si saben que es eso lo que se espera de ellos y se hallan bajo una fuerte presión social para que cumplan—, pero la inmensa mayoría de los hombres no nace con el instinto de matar».

El Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos (hoy en día Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos) se dio de bruces con este problema cuando descubrió que durante la segunda guerra mundial menos de un uno por ciento de los pilotos de combate eran responsables de haber destruido entre el 30 y el 40 por ciento de la aviación enemiga. Según Gabriel, la mayoría de los pilotos de combate «nunca derribó a nadie o ni siquiera intentó hacerlo». Algunos sugieren que el puro miedo era la fuerza que impedía que estos hombres mataran, pero por lo general estos pilotos volaban en pequeños grupos comandados por otro piloto con las credenciales de haber matado que llevaba a los que no habían matado a situaciones peligrosas a pesar de lo cual los hombres le seguían. Pero cuando llegaba la hora de matar, miraban al otro hombre en la cabina, un piloto, un miembro de «la hermandad del aire», un hombre horriblemente igual a ellos; y cuando se enfrentaban a un hombre así, es posible que la inmensa mayoría simplemente no pudiera matarlo. Los pilotos tanto de los cazas como de los bombarderos se enfrentaban al terrible dilema del combate aéreo contra otros de su misma condición, y este era un factor decisivo que dificultaba su tarea. (El asunto de la mecánica de matar en las batallas aéreas y los extraordinarios descubrimientos de la Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos para intentar preseleccionar a los «capacitados para matar» para la instrucción como piloto se abordan más adelante en este estudio.)

El hecho de que el hombre medio no matará incluso si pone en riesgo todo lo que más aprecia ha sido ampliamente ignorado por parte de aquellos que intentan entender las presiones psicológicas y sociales en el campo de batalla. Mirar a otro ser un humano a los ojos, tomar la decisión independiente de matarle, y observar cómo muere como resultado de tu acción constituye el más básico, importante, primario y potencialmente traumático acontecimiento de la guerra.

En su libro The Psychology of Conflict and Combat, el psicólogo militar israelí Ben Shalit afirma, en referencia a los estudios de Marshall, que «está claro que muchos soldados no disparan directamente al enemigo. Se aducen muchas razones; una de ellas —que, no deja de ser extraño, rara vez se discute— puede ser la reticencia del individuo a actuar de forma directamente agresiva».

¿Por qué rara vez se discute? Si el soldado medio no matará salvo bajo coacción, tras someterse a un condicionamiento, y provisto de una ventaja mecánica y psicológica, entonces, ¿por qué no ha sido comprendido antes?

El mariscal de campo británico Evelyn Wood dijo una vez que en la guerra solo los cobardes necesitan mentir. Creo que llamar cobardes a los hombres que no disparan en combate es extremadamente incorrecto, si bien los que no disparan tienen sin duda algo que esconder. O, por lo menos, algo de lo que no se sentirían muy orgullosos, por lo que mentirían con facilidad en años posteriores. Lo crucial es que 1) una situación intensa, traumática, y cargada de culpa dará inevitablemente como resultado una red de olvidos, engaños y mentiras; 2) estas situaciones que continúan durante miles de años se convierten en instituciones basadas en una maraña de olvidos, engaños y mentiras a nivel individual y cultural tejida a lo largo del tiempo; y 3) en líneas generales, ha habido dos instituciones así con relación a las cuales el ego del varón ha justificado la memoria selectiva, el autoengaño y las mentiras. Estas dos instituciones son el sexo y el combate… el amor y la guerra.

Durante miles de años no entendimos la sexualidad humana. Entendíamos los grandes asuntos relativos al sexo. Sabíamos que el resultado eran los recién nacidos, y funcionaba. Pero no teníamos ni idea sobre cómo afectaba la sexualidad humana al individuo. Hasta los estudios sobre la sexualidad humana de Sigmund Freud y otros investigadores del siglo xx, ni siquiera habíamos empezado a entender de verdad el papel que el sexo desempeña en nuestras vidas. Durante miles de años realmente no estudiamos el sexo y, por tanto, no podíamos albergar ninguna esperanza de entenderlo. El mero hecho de que al estudiar el sexo nos estuviéramos estudiando a nosotros mismos hacía muy difícil una observación imparcial. El sexo era un asunto especialmente difícil de estudiar debido a la cantidad de ego y amor propio que cada individuo invierte en esa área repleta de mitos y malentendidos.

Si alguien era impotente o frígida, ¿consentiría esa persona a que esa información se convirtiera en dominio público? Si la mayoría de los matrimonios hace doscientos años sufría problemas de impotencia o frigidez, ¿lo habríamos sabido? Una persona educada de hace doscientos años probablemente hubiera dicho: «Han conseguido tener un montón de hijos, ¿verdad? ¡Lo tienen que estar haciendo bien!».

Y si un investigador de hace cien años hubiera descubierto que en la sociedad proliferaba el abuso sexual de los niños, ¿cómo se hubiera tratado un descubrimiento así? Freud hizo un descubrimiento de esta naturaleza, y fue personalmente vilipendiado y profesionalmente ridiculizado por sus colegas y la sociedad en su conjunto por tan solo atreverse a insinuarlo. Y es solo hoy, un siglo después, cuando hemos empezado a aceptar y responder a la magnitud de los abusos sexuales que sufren los niños en nuestra sociedad.

Hasta que alguien con autoridad y credibilidad no preguntó a los individuos en privado y de forma digna, no teníamos ninguna esperanza de saber lo que estaba ocurriendo sexualmente en nuestra cultura. E incluso bajo esas circunstancias, la sociedad en su conjunto tiene que estar lo suficientemente preparada y educada para quitarse las anteojeras que limitan su habilidad para percibirse a sí misma.

Al igual que no entendíamos lo que ocurría en la alcoba, tampoco entendíamos lo que ocurría en el campo de batalla. Nuestra ignorancia sobre el acto destructivo igualaba la ignorancia sobre el acto procreativo. Si un soldado no mataba en combate, cuando esa era su obligación y responsabilidad, ¿permitiría que se convirtiera en conocimiento público? Y si la mayoría de soldados hace doscientos años no cumplían con su obligación en el campo de batalla, ¿lo hubiéramos sabido? Probablemente, un general de la época hubiera dicho: «Consiguieron matar a un montón de gente, ¿verdad? Ganaron la guerra a nuestro favor, ¿verdad? ¡Lo tienen que estar haciendo bien!». Hasta que S. L. A. Marshall preguntó a los individuos concernidos inmediatamente después del acto, no teníamos ninguna esperanza de saber lo que estaba ocurriendo en el campo de batalla.

Hace tiempo que los filósofos y los psicólogos son conscientes de la incapacidad básica del hombre para percibir lo que tiene más cercano. Sir Norman Angell nos dice que «resulta característico de la curiosa historia intelectual del hombre que las cuestiones más sencillas e importantes son aquellas que menos veces se formulan». Y el soldado y filósofo Gleen Gray habla desde su propia experiencia personal durante la segunda guerra mundial cuando observa que «muy pocos de nosotros podemos ser realmente nosotros mismos el tiempo suficiente para descubrir las verdades reales sobre nuestro ser y esta tierra tambaleante a la que nos aferramos. Esto resulta particularmente cierto en el caso de los hombres en la guerra. El gran dios Marte intenta cegarnos cuando entramos en este ámbito, y cuando lo abandonamos nos da de beber una generosa copa de las aguas del río Lete».

Si un soldado profesional pudiera ver a través de la niebla de su propio autoengaño, y si tuviera que enfrentarse a la fría realidad de que no puede hacer aquello para lo que ha dedicado su vida, o que muchos de sus soldados preferirían morir antes que hacer aquello que constituye su obligación, eso convertiría su vida en una mentira. Un hombre así tendería a negar su debilidad con toda la energía que pudiera convocar. Está claro que los soldados no son los más apropiados para que escriban sobre sus fracasos o los fracasos de sus hombres; salvo raras excepciones, tan solo los héroes y la gloria aparecen publicados.

Una parte de la explicación de nuestra falta de conocimientos en esta área estriba en que el combate, al igual que el sexo, está cargado de expectativas y mitos. La creencia de que la mayoría de los soldados no matará al enemigo en un combate cuerpo a cuerpo resulta contraria a lo que queremos creer sobre nosotros mismos, y también resulta contraria a lo que miles de años de historia y cultura militar nos han enseñado. Pero las percepciones que nos han transmitido nuestra cultura y nuestros historiadores, ¿son exactas, libres de prejuicios y fiables?

En A History of Militarism, Alfred Vagts acusa a la historia militar, en cuanto institución, de haber jugado un gran papel a la hora de militarizar las mentes. Vagts se queja de que la historia militar se escribe de forma constante con «un propósito polémico para justificar a individuos o ejércitos y con escaso interés por los hechos sociales relevantes». Vagts afirma: «Una gran parte de la historia militar se ha escrito, si no para el propósito explícito de apoyar a la autoridad de un ejército, por lo menos con la intención de no dañarla, no revelar sus secretos y evitar la traición de la debilidad, vacilación, o destemplanza».

Vagts presenta una imagen de unas instituciones militares e históricas que durante miles de años se han reforzado y apoyado mutuamente en un proceso glorificación y enaltecimiento mutuo. Hasta cierto punto, esto se debe probablemente a que aquellos que son buenos matando en la guerra suelen ser los que a lo largo de la historia se han abierto el camino al poder por medios violentos. Los militares y los políticos han sido las mismas personas durante toda la historia humana a excepción del pasado reciente, y sabemos que el victorioso es aquel que escribe los libros de historia.

Como historiador, soldado y psicólogo, creo que Vagts está en lo cierto. Si durante miles de años la inmensa mayoría de los soldados se sentía en secreto y en privado poco entusiasta de matar a sus congéneres en el campo de batalla, los soldados profesionales y sus cronistas hubieran sido los últimos en contarnos las deficiencias de sus cargas particulares. Los medios en nuestra sociedad de la información han contribuido en gran parte a perpetuar el mito de que matar es fácil y se han convertido, en consecuencia, en parte de la conspiración tácita de la sociedad para el engaño que glorifica el acto de matar y la guerra. Hay excepciones —por ejemplo, Gene Hackman en el film Bat 21, en el que de pronto un piloto de las fuerzas aéreas tiene que matar a personas sobre el terreno de cerca y de forma personal, y se siente horrorizado por lo que ha hecho—, pero en su gran mayoría nos ofrecen James Bond, Luke Skywalker, Rambo, e Indiana Jones, quienes despreocupadamente y sin piedad matan personas a centenares. El punto a tener en cuenta es que fluye mucha desinformación y poca educación por parte de los medios respecto a la naturaleza de matar, al igual que ocurre respecto a cualquier otro aspecto de nuestra sociedad.

Incluso tras las revelaciones sobre la segunda guerra mundial de Marshall, el tema de los que no disparan constituye un asunto incómodo para los militares de hoy en día. En un artículo en Army —la revista por excelencia del ejército de Estados Unidos—, el coronel Mater afirma que sus experiencias como comandante de una compañía de infantería en la segunda guerra mundial dan un sólido apoyo a los hallazgos de Marshall, y aporta varias anécdotas de la primera guerra mundial que sugieren que el problema de los que no disparaban fue igual de grave en ese conflicto.

A continuación, Mater se queja amargamente —y con razón— de que «cuando echo la vista atrás a mis muchos años de servicio, no puedo recordar ni una charla oficial o discusión en clase que versara sobre cómo asegurarse de que los hombres dispararían». Su formación incluye «una educación tan formal como el Infantry Leadership y la Battle School en la que estuve en tiempos de guerra en Italia y el Command and General Staff College en Fort Leavenworth, Kansas, en 1966. Tampoco recuerdo ningún artículo sobre el asunto en la revista Army o en cualquier otra publicación militar».5 1 El coronel Mater concluye: «Es como si hubiera habido una conspiración del silencio en torno al asunto: “No sabemos qué hacer al respecto, así que es mejor olvidarlo”».

En efecto, parece que hay una conspiración del silencio en torno a este asunto. En su libro War on the Mind, Peter Watson señala que los hallazgos de Marshall han sido en general ignorados por el mundo académico y los campos de la psicología y la psiquiatría. Sin embargo, fueron tomados muy en serio por el ejército de los Estados Unidos, y se instituyeron varias medidas de adiestramiento a resultas de las recomendaciones de Marshall. Según los estudios de Marshall, estos cambios dieron como resultado una tasa de disparos del 55 por ciento en Corea y, según un estudio de R. W. Glenn, en Vietnam se consiguió una tasa de disparos de entre el 90 y el 95 por ciento. Algunos soldados contemporáneos se basan en la disparidad en la tasa de disparos entre la segunda guerra mundial y Vietnam para afirmar que Marshall debió de haberse equivocado, pues al líder militar medio le cuesta creer que una parte significativa de sus hombres no harán lo que deben en combate. Pero estos incrédulos no son capaces de reconocer el valor de las medidas correctivas y los métodos de adiestramiento que se introdujeron a partir de la segunda guerra mundial.

Algunos veteranos a los que entrevisté se referían a los métodos de adiestramiento que incrementaron la tasa de disparos del 15 al 90 por ciento como «programación», o «condicionamiento», y sí que parece que representan una forma de condicionamiento clásico y operante al estilo del perro de Pavlov y las ratas de B. F. Skinner, que se abordará en detalle en el capítulo «Matar en Vietnam». Lo desagradable de este asunto, combinado con el extraordinario éxito de los programas de adiestramiento del ejército y la ausencia de un reconocimiento oficial, puede llevar a pensar que es materia clasificada. Sin embargo, no existe un plan maestro secreto que explique la falta de atención que se ha prestado a esta materia. Lo que ocurre, por el contrario, tal y como explica el psicólogo y filósofo Peter Marin, es que existe «un encubrimiento inconsciente masivo» mediante el cual la sociedad se esconde de la verdadera naturaleza del combate. Incluso en la literatura psicológica y psiquiátrica sobre la guerra, «se detecta», apunta Marin, «una locura en marcha». Este autor señala que «la repugnancia hacia el acto de matar y el rechazo a matar» son tratados como «reacciones severas en combate». Y el trauma psicológico que resulta de «la matanza y la atrocidad se denomina “estrés”, como si los profesionales sanitarios … estuvieran hablando del exceso de trabajo de un ejecutivo». Como psicólogo, creo que Marin está en lo cierto cuando observa que «en ninguna parte en la literatura [psiquiátrica y psicológica] consigue uno ojear lo que realmente ocurre: el horror verdadero de la guerra y sus efectos en aquellos que combatieron».

Hoy en día sería casi imposible mantener en secreto algo de esta naturaleza más de cincuenta años, y aquellos en el cuerpo militar que sí lo entienden —los Marshall y Mater— gritan al cielo su mensaje, pero nadie quiere oír sus verdades.

En absoluto se trata de una conspiración militar. Lo que sí hay es un encubrimiento y una «conspiración del silencio»; pero se trata de una conspiración cultural para el olvido, la distorsión y las mentiras que discurre desde hace miles de años. Y, al igual que hemos empezado a erradicar la conspiración cultural de la culpabilidad y el silencio en torno al sexo, debemos ahora erradicar la conspiración análoga que oscurece la verdadera naturaleza de la guerra.

1. Yo también me gradué en varias escuelas de liderazgo militar estadounidenses, que incluían adiestramiento básico, adiestramiento individual avanzado, la xviii Airborne Corps nco Academy, Officer Candidate School, el Infantry Officer Basic Course, Ranger school, el Infantry Officer Advanced Course, la Combined Arms and Services Staff School y el Command and General Staff College en Fort Leavenworth. En ningún momento en estas escuelas recuerdo que se mencionara este problema.

Matar

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