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El principio de los trabajadores de la sección local era: «La noticia es un limón. Exprímela hasta que no quede ni una gota».

Ese principio regía todos los aspectos del trabajo. Los editores y los anunciantes marcaban la pauta: canjear ingresos publicitarios por promociones disfrazadas de noticias. Los periodistas también se sentían autorizados a redactar cualquier texto que pudieran convertir en trato preferente, en sexo o en dinero en efectivo.

En sus comienzos, Mike había escrito alguna media columna sobre «maravillas de la ciencia», a saber, una nueva radio o nevera, que pasaban como noticias que obviamente eran un soborno.

Los periodistas extorsionaban a los propietarios de estadios, intercambiando una cobertura favorable de los equipos locales por entradas e intercambiando a su vez las entradas por dinero. Asimismo, al periodista le resultaba beneficioso explotar y ser explotado por los artistas de la ciudad. Una reseña alentadora, o la promesa de la misma, siempre era buena, no solo para conseguir más entradas para el espectáculo, sino también para acceder a las coristas entre bastidores.

Pero lo más fungible eran los reportajes elogiosos: publicidad camuflada de noticia sobre el flamante coche de alguna estrella, un consejo de belleza o su plato favorito. Esos masajes, como los denominaban, no solo eran buenos como trueque o influencia sexual, sino que, en caso de ser explotados correctamente, podían ser canjeados por dinero.

El neófito discutía con el relaciones públicas fingiendo ser virgen; el veterano preguntaba cuánto y entablaba una dura negociación. La norma a respetar era: «Si preguntan, tienen que pagar». A los periodistas les encantaba la corrupción. No solo era la regla del juego, sino el manual de estrategia.

Todos habían oído hablar de un compañero del American que se había acostado con una Estrella de Cine Muy Famosa durante el viaje de esta al oeste.

Estaba dando un paseo y pidió un cigarrillo al botones del Hotel Drake, que estaba en la acera. El botones le deslizó el nombre de la famosa que acababa de llegar; el periodista llamó a la suite e improvisó un discurso.

Dijo que estaba escribiendo un artículo sobre pobres que se habían hecho ricos. El gancho, hasta qué punto la disciplina y las virtudes que la estrella había aprendido en la granja la habían ayudado a cosechar éxitos en el mundo del cine. Sabía que era un planteamiento endeble, pero se lo había inventado sobre la marcha, y tenía hambre.

Una voz de mujer le indicó que subiera. Supuso que se trataba de la sirvienta, pero era la estrella de cine, borracha como una cuba y lasciva como nunca había visto a una mujer pese a su dilatada experiencia.

Había vuelto en sí, con una resaca insufrible, en el compartimento de la actriz cuando el Super Chief se detuvo en Ashton, Wyoming. Se despertó cuando lo zarandearon dos agentes ferroviarios que seguían indicaciones del mánager de la estrella. Lo echaron del tren y le advirtieron que si la prensa mencionaba aquel escarceo, moriría. Pero había conservado sus recuerdos, el derecho a fanfarronear y la prueba que constituían dos bragas de encaje con monograma.

Todos suponían que las llevaba permanentemente en el bolsillo delantero del abrigo. Pero no necesitaba enseñárselas a nadie. Lo había hecho en una ocasión y, desde su regreso, el respeto de la comunidad fue constante y sincero.

Había sido invitado a la habitación de la actriz por un fallo de seguridad. Su mánager, un drogadicto, se encontraba en la habitación contigua consumiendo y, por tanto, era incapaz de proteger a su clienta de sus propias inclinaciones sexuales. El mánager perdió el tren y los dos días posteriores, así que alquiló un avión y dio alcance a la pareja en Wyoming.

En el Sally Port todos coincidían en que lo del avión había sido juego sucio. Parlow se lamentaba de una civilización que, amén de sus indudables ventajas, se cimentaba en el parsimonioso corazón del pasado.

El compañero del American poseía un estatus ilimitado y, como dijo Parlow, era igual que quienes, gloriosos en la batalla, ven al hablar que todos los hombres deben morderse la lengua. Mike lo reprendió.

—Esa es la cita de Shakespeare que todo el mundo conoce —dijo—. Y ni siquiera viene al caso. Me decepcionas.

—La usaba irónicamente —repuso Parlow.

En el Sally Port, el estatus se conseguía por la hazaña, por la ocurrencia, por la transgresión impune de la ley o la política, por la extorsión y, en ocasiones, por un escrito.

El premio a la escritura no se concedía por el reportaje, que llevaba por titular la intuición, el esfuerzo, la intrepidez o la suerte. Los Hombres sobre el Terreno lo enviaban y luego sus textos eran estructurados y reescritos por ese grupo conocido normalmente como «oportunistas insensibles y herramientas de los ricos», siendo los primeros los correctores y los segundos los editores.

La labor diaria de los periodistas era ser valientes e impasibles, robar de la cómoda de la madre el retrato del niño asesinado, provocar al cónyuge homicida hasta que sufriera un arrebato interesante o reprimir la compasión por los jóvenes condenados a muerte. No bastaba con que fueran osados; debían ser temerarios cuando informaran del tiroteo, del incendio en la escuela, de la inundación o del accidente ferroviario.

La ética era cosa de Francia. Allí, los pilotos solo contaban las historias que reflejaban un descrédito hacia ellos mismos, su destreza y su valor. Todas las huidas se achacaban a la suerte; la maniobra bien ejecutada, el derribo o el aterrizaje, según su confesión, se había conseguido con los ojos cerrados.

En el Sally Port, igual que en Francia, no se otorgaban méritos por las hazañas, sino por el valor de la historia que las acompañaba. Pero el estatus más elevado —como el del Ladrón de Bragas, ese era su apelativo— recaía solo en quien supiera escribir de verdad.

Mike había cubierto el incendio de la escuela católica All Saints. Habían fallecido veintidós colegialas, que gritaban desde las ventanas con barrotes del segundo piso. Dos bomberos habían muerto abrasados mientras intentaban romper la mampostería con sus hachas. Mike lo había visto todo y entró en la sección local con los ojos rojos y apestando a humo. Cuando llegó a su mesa, se bebió media botella de whisky. Poochy había dejado la película en el laboratorio fotográfico y subió a la oficina, ya que necesitaba la compañía de alguien que hubiera estado allí.

Mike había metido una hoja en la máquina de escribir y estaba mirándola fijamente. Poochy todavía llevaba puesto el abrigo, empapado de agua y con el dobladillo quemado. Miró a Mike y sacudió la cabeza. Mike le tendió la botella y empezó a teclear.

A la mañana siguiente, el artículo fue publicado a su nombre y en primera plana.

El trayecto hasta su puesto atravesaba la sala de tipógrafos. Aquel día, todos cesaron su actividad cuando pasó por allí y empezaron a golpetear la mesa con el componedor.

Mike se dirigió a su mesa en medio del silencio aturdido de la sección local. Luego se quedó sentado un cuarto de hora sin mediar palabra y se fue a casa.

Los periódicos ya habían salido a la calle y los repartidores estaban anunciando el titular del incendio a grito pelado. Mike abrió la puerta principal y subió los dos pisos que lo separaban de su habitación. Annie lo esperaba en el descansillo.

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