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Mike llevaba casi un año cortejando a Annie.

El galanteo había empezado con cruces de miradas y conversaciones banales cuyo verdadero significado estaba a la vista de todos. A Mike le permitían acompañarla al tranvía después del trabajo, al principio alguna que otra noche y más tarde de forma rutinaria.

Primero, Mike iba a la tienda por negocios; una vez concluidos esos negocios, volvía para admirar y cortejar a la chica que, como supo desde el primer instante, era y sería siempre el amor de su vida.

Y así, durante el verano y el otoño iba a buscarla al trabajo. La mayoría de sus encuentros se producían en la esquina de la tienda y bajo la mirada de desaprobación de la familia de Annie, pues Mike no era de su clase, no era católico y, como bien sabían, solo le interesaba una cosa, que, en ausencia del sacramento del matrimonio, significaba perdición y desgracia.

Annie salía al terminar la jornada; su padre y sus hermanos se quedaban para ocuparse de las flores, hacer los últimos repartos del día y cerrar la tienda hasta el día siguiente.

Annie asistía a un curso de secretariado en la Escuela de Negocios de Armitage, así que, cuando tenía clase, podía salir de la tienda a las cinco. Si Mike no estaba trabajando en un artículo, la esperaba y recorrían lentamente las seis manzanas que los separaban de la parada de tranvía.

En una ocasión pasó junto a ellos el hermano de Annie en la furgoneta roja de The Beautiful. No los vio, pero Annie sí lo vio a él, y Mike, que siendo periodista estaba acostumbrado a leves fluctuaciones de conducta, quedó sumamente impresionado al percibir que la chica no se había alterado lo más mínimo, desdeñando a un tiempo el disimulo y la firmeza. Ambos intercambiaron miradas, y la de ella decía que el cortejo había progresado al punto de poder confiarle su más profundo secreto, que era que conocía el amor de Mike y se sentía orgullosa.

La lluvia y, meses después, la nieve aconsejaban esperar el tranvía a cubierto.

El toldo del Café Budapest los cobijaba y la propia cafetería se encontraba justo al lado del toldo. Ambos se sentían satisfechos de la intachable elección de refugio. Había café, té, tartas, hojaldres de Bohemia y comida étnica ligera.

El Budapest era un local para la merienda, lo bastante superior a una cafetería o cantina como para atraer a personas refinadas, a personas harapientas pero refinadas y a quienes disfrutaban de su compañía o no les importaba.

Los manteles eran de un tono amarillo pálido; las tazas de té y café estaban colocadas encima de unos tapetes de papel. La clientela se componía exclusivamente de mujeres de mediana edad. A Annie y a Mike les gustaba que el ambiente protegiera y limitara y, por tanto, intensificara su deseo.

Para él, Annie poseía la inviolable pureza de la mujer embarazada, la madre joven, la novia joven. Lo había visto en Francia, en el frente, en mujeres cuya única defensa era su indefensión y su confianza en la inviolabilidad sobreentendida de su estado.

En su opinión, probablemente era fruto de una religiosidad común, pues no hacía falta explicar que quien tocara a una mujer desvalida, ya fuera virgen, madre o novia, iría al infierno. Los franceses y los belgas compartían la adoración católica por la madre. Los alemanes no.

Parlow creía que ese podía ser el motivo de las violaciones cometidas en Bélgica, cuyas primeras víctimas, según el mito, habían sido las monjas. Aunque no era combatiente, daba por hecho que los relatos de atrocidades eran leyendas y que la mayoría de las crónicas que enardecían o ratificaban las pasiones también lo eran, como ocurría con la mayoría de las historias que se presentaban como noticias.

—Si fuera una auténtica tragedia —decía—, apartaríamos la mirada. Y puede que matáramos o montáramos en cólera, pero creo que no se lo contaríamos a nadie, desde luego no por dinero. Así es. Todos los periodistas se desprecian a sí mismos.

Annie le había preguntado a Mike por la guerra. Parecía un tema exento de riesgos: ni amor ni su trabajo, así que Mike le habló de la guerra con simplicidad, adaptando o embelleciendo, aunque nunca inventando, la diversión.

Mike se esmeraba en dejar claro, por su tono, que consideraba que su cometido era entretenerla y divertirla, siempre con ligereza, pues el tiempo que pasaban juntos era el único significado que ambos deseaban.

Con el paso de las semanas, Mike vio que ella cuidaba cada vez más su aspecto. Se sentía cautivado y pensaba que ni siquiera un toque casi imperceptible de colorete o pintalabios era capaz de atenuar su asombrosa belleza virginal. Crouch y la sección local se habían percatado del comportamiento de Mike e intuían el motivo. Pero solo Parlow conocía el nombre.

—Solo hay una cura para eso —le había dicho—. Pero, por desgracia, nadie sabe cuál es.

El propietario del Budapest, un húngaro gordo, era lo bastante bueno en su trabajo como para ahorrar a la pareja miradas de complicidad, sonrisas y una actitud obsequiosa; Mike agradecía su cortesía. No sabía si Annie se daba cuenta, pero llegó a la conclusión de que no tenía necesidad de hacerlo. Era una chica de convento, a ojos de Mike incapaz de ardides o pecados. Para bien o para mal, mediaría, si podía, entre la magnífica y triste reserva de ella y un mundo por el cual, si Mike se salía con la suya, Annie nunca se vería agraviada.

Mike no sabía a ciencia cierta cómo evolucionaría su amor. Percibía la gratitud de Annie por la contención de él y estaba encantado de haber descubierto cómo hacerla feliz.

Una noche, después de dejarla a salvo en el tranvía, se descubrió cantando en voz baja. Entonces se detuvo y pensó: «Supongo que esto debe de ser un cortejo».

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