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ОглавлениеSe llamaba Annie Walsh.
Al principio del cortejo, Mike pasó bastante tiempo coqueteando con ella.
Como era su costumbre, abordó la operación con cautela, una cautela que, a su juicio, consistía en evaluar con precisión el momento en el que su intenso anhelo de poseerla superara lo que él concebía como un respeto decente por su juventud e inocencia.
—Es como pilotar un avión —le dijo a Parlow—. Está diseñado para que exista un desequilibrio. La única manera de mantenerlo nivelado es hacer que vaya a algún sitio. Solo permanece inmóvil antes o después de ir a algún sitio o cuando ya no va a ninguna parte...
—Es demasiado joven —respondió Parlow.
—... por ejemplo, cuando el huno ha dado la puntada prohibida a la cola de tu avión y te ha dejado buscando un buen lugar donde morir.
—Guárdatelo para el libro —dijo Parlow.
—Todo estará en el libro de un modo u otro. Porque está en mí y, por tanto, debe salir.
—Estoy convencido de que fue una experiencia traumática —observó Parlow—. Pese a todo, fue pura diversión.
—Sí, fue divertido —dijo Mike—. Ese es el oscuro y sórdido secreto que llevamos los combatientes: una úlcera en el corazón.
—Has dicho que no estabas escribiendo un libro.
—El corazón es una amante veleidosa.
—La muchacha es demasiado joven —dijo Parlow—. Y como andes jodiendo a la irlandesa, su padre te matará, y no es una metáfora.
—¿Y si me caso con ella? —preguntó Mike.
—Madre mía —dijo Parlow.
—Hay gente que se ha casado por menos.
—Pero ¿ya sabes si le gustas?
—Yo le gusto a todo el mundo —sentenció Mike—. Soy un tipo agradable... Tengo trabajo...
—¿Me ha parecido oír que quizá escribirás la novela?
—Puedo hacer ambas cosas.
—«Un hombre no puede servir a dos amos» —replicó Parlow—. ¿Quién dijo eso?
—El perro Lad* —dijo Mike.
—¿De qué hablas con esa niña? Porque sabe hablar, ¿verdad?
—No le hace falta —dijo Mike.
—¿Sabes qué? Ni siquiera te enamoras como lo haría un negro. Tú te enamoras como un paleto: ves a la chica, la metes a ella, a sus dos hijos y el banjo en la parte trasera de la camioneta y arrancas.
—Tienes razón —respondió Mike.
Mike había visto por primera vez a Annie Walsh detrás del mostrador de The Beautiful, donde había ido siguiendo una corazonada nacida de un recuerdo tras asistir a funerales de la mafia.
Cuando estuvo perfeccionada, le pareció una de esas ideas tan nítidas y sencillas que el receptor no podía creerse que nadie la hubiera explotado antes. Porque, pensaba Mike, como le ocurre a cualquiera que posea verdadera inspiración, ¿lo elegiría Dios a él, un tonto y un pecador, para dotarlo de este signo de Gracia? Y, sin embargo, lo había hecho.
Allí, en el funeral, cuyo homenajeado era un representante del South Side, un tal Alfonse Mucci, se hallaban las facciones enemigas, congregadas en la habitual muestra de «paz en el abrevadero». Y allí estaban Mike y sus compañeros, representantes de la sección local de los otros periódicos de Chicago, buscando un punto de vista que a ellos les resultara evidente pero fuera opaco para su competencia igualmente alerta.
La inspección de Mike peinó los rostros cabizbajos de los compañeros y asesinos de Mucci y luego los tributos florales, donde vio las habituales coronas, cruces y herraduras con sus típicos mensajes sentimentalistas y, atada con alambres a sus soportes de madera, una pequeña tarjeta.
La multitud se alejó de la tumba y aparecieron los enterradores, pero Mike se quedó allí. Rodeó la sepultura y se acercó a las flores. Después se agachó a leer las pequeñas tarjetas blancas y descubrió que cada una de ellas era una dirección para el repartidor: A. Mucci/Lakeside, 14:00 h. Todas llevaban el logotipo de su proveedor. En general, las más elaboradas habían sido enviadas por dos empresas: Flessa’s, situada en el 2331 de Michigan Avenue y, por tanto, proveedora del South Side, y «The Beautiful: floristas distinguidos», en el 1225 de North Clark Street.
Mike había empezado a frecuentar ambos comercios, pues creía que podían surtirlo de cotilleos sobre el mundo del crimen, y no lo decepcionaron.
De los dos, los gerentes de Flessa’s eran los más parlanchines, y les gustaba obsequiar a los clientes, cosa que Mike fingía ser, con historias sobre los grandes, aderezando el relato potencialmente árido del mundo de los negocios con las habladurías, cazadas al vuelo o confiadas al propietario, sobre los extravagantes antojos de la banda de Capone. Mike cribaba esas historias, ocurrencias, anécdotas y comentarios en busca de hechos, varios de los cuales fueron lo bastante acertados como para valerle un par de advertencias educadas de, como solía decirse, «los amigos del Pez Gordo». El Pez Gordo, también conocido como señor Brown, era Al Capone; esos amigos habían hablado con Flessa, quien, por su renovada reticencia, había trasladado el edicto a Mike, el cual restringió acto seguido sus pesquisas allí.
La respuesta de Mike a la Llamada de la Aventura, como tantos otros héroes, se había enfriado tras esa primera oposición. La Llamada reapareció una sosegada mañana de mayo. Había ido a buscar a Parlow para llevarlo a almorzar y lo encontró tecleando. Mike se sentó junto a la mesa y observó.
—Los ricos, los ricos, los ricos me ponen triste —había dicho Parlow—. En esta fabulosa tierra que Dios siempre tuvo el buen criterio de bendecir. Cuando cualquier...
—¿Ascensorista? —preguntó Mike.
—Ascensorista, sí —dijo Parlow—, puede amasar riqueza al instante por la mera posesión de un chivatazo; cuando quienes no tienen el más mínimo sentido común pueden lanzar dardos a una diana y comprar acciones cuyo potencial solo se ve limitado por la fe y las creencias del pueblo estadounidense.
—¿A quién conoces que se haya hecho rico?
—Mi hermana, me parece, tenía una amiga en el salón de belleza cuyo marido, novio, contrabandista, amante, conocido... Y te diré más.
—Soy todo oídos.
—Estoy harto y quiero ver exclusivas colgadas de la pared. «Aquí tenemos» —pasó la mano por el montón de libros que había sobre la mesa— ejemplares anticipados de, ¿qué? Exclusivas: envasado de productos cárnicos, vías ferroviarias, teléfono, el mercado de valores, por el amor de Dios, la crianza. Cualquier picha brava con una máquina de escribir puede elaborar una denuncia contra el estilo de vida americano.
—Muchas son mujeres —precisó Mike.
—Me reafirmo en el comentario anterior —dijo Parlow—. Y en eso también hay dinero. «¡Una exclusiva!». El Consumidor de Littacher exclama: «Dios, qué astuto señalar y qué valiente relatar que todos somos cerdos corruptos echando raíces en la marga de la vida alimentada con heces».
—Yo te acuso de haber estado leyendo en francés —dijo Mike.
—¿Y qué si lo he hecho? —respondió Parlow—. ¿Acaso no es una lengua, como sin duda habrás notado en tu viaje allí, entre las antigüedades, sus siluetas desgastadas por el devenir del tiempo, los Gran Berta alemanes y el Tratado de Versalles?
—¿Qué te entristece de los ricos? —preguntó Mike.
—Lo mismo que a todos los que no son como ellos —dijo Mike—. Que viven mejor que nosotros. Y nosotros soportamos estoicamente nuestra inmerecida pobreza mientras ellos navegan en sus yates y se deleitan en sabe Dios qué depravaciones en cobertizos para barcos.
—Pero ¿no odias también a los pobres porque no tienen dinero? —dijo Mike—. Por tanto, ¿qué pueden ofrecerme, con la salvedad de una ira impotente porque de cuando en cuando llevo el cuello de la camisa limpio? Que les den por culo a los pobres. Además, exceptuando siempre a los delincuentes, han malinterpretado la situación, porque, ¿cómo proponen aumentar su patrimonio? Por apelación última al gobierno.
—Que les den por culo a los pobres —dijo Parlow.
—¿Y qué hay de...?
—No he terminado.
—¿Qué hay de las huelgas?
—No he terminado —insistió Parlow—. ¿Y qué es el gobierno sino el nombre de guerra de matones y putas, de la avaricia, que, de ser practicada por quienes no ostentan un cargo político, provocaría su descuartizamiento? Yo apruebo las huelgas, pues comparten una inútil apelación a la «autoridad» y el delito. Así, la mente desconfiada podría abarcarlas bajo dos titulares con igual potencial para ser publicados.
—¿Existe un tercer titular? —preguntó Mike.
—Sí —dijo Parlow—. Su nombre es la legítima petición de la reparación de agravios.
—¿Y quién lo solucionará? —preguntó Mike.
—El American no —sentenció Parlow—, ni el Daily News, ni el Tribune, sino los garrotes de la Agencia Pinkerton, hechos con árboles plantados a tal propósito. —Sacó la hoja de la máquina de escribir y exclamó—: ¡Chico!
Luego colocó una hoja en blanco y empezó a escribir de nuevo.
—Ponlos contra una pared —dijo Parlow, que levantó la vista y gritó—: ¡CHICO, por el amor de Cristo!
Mike cogió la hoja escrita y la hizo ondear por encima de la cabeza.
—Y el chico no aparecía por ningún sitio —dijo.
Entonces, bajó la hoja y se puso a leer:
—«Página dos: de la Mejora Cívica. Los parques, obtenidos por Abraham Lincoln para nuestro uso perpetuo, son esa zona de transición tan querida por los arquitectos. No contienen la belleza de Chicago, sino que la hacen brotar. Contemplémoslos desde el este, cuando el ojo y el espíritu se alejan de la desolación del lago y ponen rumbo a la sutileza, la urbs in horto, de un jardín de cuarenta y dos kilómetros de extensión; una pausa, si se quiere, entre Naturaleza y Comercio, y se dirigen a...».
Parlow buscó a un becario.
—No leas esa mierda —le dijo a Mike.
—¿Qué es? —preguntó este.
Parlow se puso en pie.
—¡CHICO, por el amor de Cristo sangrando en la cruz! —gritó—. ¿Es que no hay nadie en esta empresa que haga su trabajo excepto yo?
En ese momento entró con parsimonia un becario en la sección local.
—¿Dónde te habías...? Inútil de mierda —dijo Parlow. El chico apretó el paso—. Sí, corre, corre, parásito de los cojones.
Mike le tendió la hoja y el becario la cogió y salió corriendo.
—¡Y vuelve! —gritó Parlow.
—¿Qué es esta porquería? —preguntó Mike.
—Un artículo sobre el embellecimiento —respondió Parlow.
—¿Por qué lo escribes?
—Es un favor.
—¿A quién? —preguntó Mike.
—No te lo voy a decir —repuso Parlow.
—Si lo hicieras, ¿qué me dirías?
—Es para la nueva señorita de la sección de cultura —dijo Parlow.
—Eres un vendido.
—Lo hago por dinero —dijo Parlow.
—¿Ella te paga? —Parlow se llevó un dedo a los labios—. ¿Por qué?
—Por lo visto, no sabe escribir —dijo Parlow.
—Todo el mundo sabe escribir —sentenció Mike.
—Ha tenido una vida acomodada. El nepotismo, ese gran igualador, le ha conseguido un trabajo, pero cuando le han impuesto el primer plazo de entrega, le ha entrado el pánico. Necesito una copa.
—Vamos a tomar algo —dijo Mike—. Podrías invitar tú.
Parlow negó con la cabeza y continuó escribiendo.
—De acuerdo, cuando termines —añadió Mike.
—No, necesito una copa ahora.
Mike abrió el cajón inferior del escritorio. La botella estaba allí, pero vacía. Parlow meneó la cabeza.
—Vete abajo —dijo Mike—. Vete, ya lo acabo yo.
Parlow se levantó y Mike ocupó su lugar frente a la máquina de escribir. Parlow le dio un beso en la cabeza, cogió el abrigo del perchero y salió de la sección local.
La página que había en la máquina de escribir decía: «... el amor de los nativos de Chicago por las flores...».
Parlow había bajado a emborracharse y Mike se quedó con el artículo inacabado: la única pista, aunque suficiente, sobre su contenido era «el amor de los nativos de Chicago por las flores».
La versión anterior había sido enviada a los tipógrafos y Mike solo podía intuir la identidad de los clichés aún disponibles. «Qué coño», pensó. «Que lo averigüen los de edición».
Después de «el amor de los nativos de Chicago por las flores» escribió «lo cual», e hizo un alto.
¿A la gente de Chicago le gustaban las flores?
A las mujeres sí, eso lo sabía. A los hombres les daban igual. Los habitantes de Chicago no parecían sentir más amor por las flores que cualquier otro grupo, y probablemente les gustaban menos, pensó, pues eran personas más terrenales.
Pero a alguien le gustaban; de lo contrario, no habría floristas. Mike, como cualquier escritor que se enfrentara a una prueba o plazo estricto, empezó a soñar despierto. ¿Quién mantenía a los floristas? Los hombres que deseaban complacer a una mujer, las mujeres, los ricos y, recordó, los gánsteres. Y pensó que, en aquel sosegado día, tal vez pudiera recurrir de nuevo a la temática que lo había hecho célebre.
Parlow encontró a Mike en el Depósito de Cadáveres del periódico leyendo un ejemplar de 1923. Era una fotografía de un gran tributo floral.
—Los floristas —dijo Mike—. North Side.
—Sí, los irlandeses tienen los floristas y su entrada al North Side, sus apartamentos de lujo, felizmente abastecidos por los recaderos. «Espere aquí, joven. Voy al dormitorio a buscarle algo, etcétera, etcétera, etcétera». ¿Por dónde iba?
—Por los floristas —respondió Mike.
—El North Side —dijo Parlow— ha ampliado su actividad comercial con la venta de licor de contrabando, coca, opio y el control de los bares situados al norte de nuestro Rubicón, el río Chicago.
—La Nación de Ausonia en el Exilio es responsable de los enclaves negros en el South y el West Side, números, chicas y los analgésicos anteriormente mencionados. El North Side...
—Nails Morton —dijo Mike.
—Nails —añadió Parlow—. Sí, sobre el papel era florista. Y también el defensor del pueblo hebreo, pero era El judío Süss para O’Banion y su alegre pandilla de horticultores.
—Nails —dijo Mike—. De joven lo detuvieron por matar a alguna que otra alma cándida y por varias bromas pueriles, incluyendo «parsimonia sin intención de cooperar con la policía».
—El juez le pregunta: «¿Stateville o Francia?». Nail elige Francia y vuelve a casa convertido en un héroe. Se hace rico de la hostia y lleva guantes de piel amarillos. Un día, cabalgando por Lincoln Park, el caballo lo tira al suelo, le da una coz y lo mata. Es buenísimo.
—¿Y qué pasó con el caballo? —preguntó Mike.
—Aquella noche, el caballo está dándose un festín a costa de su amo, entran los esbirros de O’Banion y ra-ta-tá.
Mike siguió mirando el periódico.
—El caballo —dijo—. ¿Con qué le dispararon?
—¿Dónde estabas? —dijo Parlow—. Le dispararon con una metralleta. ¿No tienes sentido de la idoneidad...?
—En los tiempos de Roma lo habrían degollado —dijo Mike con aire distraído.
—El tiempo pasa. Por cierto, dejaron la metralleta encima del caballo muerto. Se deshicieron de ella porque estaba contaminada por «contacto con el animal». Es buenísimo. Weiss y Teitelbaum debieron de lamentar el derroche de cuatrocientos pavos.
—Yo también lo lamentaría —dijo Mike, que acercó la lupa al periódico.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Parlow.
Mike observaba la fotografía sosteniendo la lupa encima de la inscripción, formada con margaritas en medio de la herradura.
—«Los mejores deseos de quienes te desean lo mejor» —leyó.
—Oh, sí, el lenguaje de las flores es el «lenguaje del amor» —dijo Parlow.
—Estoy siguiendo una pista, ¿vale?
—¿Así lo llaman ahora?
—Así lo llaman —dijo Mike.
La reiteradas excursiones de Mike a The Beautiful eran cada vez menos productivas, pues su informante, Annie Walsh, era la hija increíblemente hermosa del propietario, que la vigilaba de manera constante y eficaz desde su despacho. Y, para demostrar su inquietud paterna, redujo su discurso a monosílabos. Aunque ello obstaculizaba los intentos de Mike por entablar una conversación útil, no impidió que este, silenciosa e irremediablemente, se enamorara de la chica.
—¿Qué puedo hacer? —dijo a Parlow.
—Si tuvieras lo que denominaré «preferencias personales», ¿qué harías?
—Entraría en la tienda y diría: «Ponte el abrigo». Luego me la llevaría lejos de aquí y no la dejaría salir nunca de la cama.
Pero, hasta la fecha, apenas había hablado con ella, más allá de encargar flores que sirvieran para justificar su presencia en la tienda.
Evidentemente, Mike no engañaba al padre, quien, además de desconfiar de cualquier hombre sin importar la edad, era especialmente hábil a la hora de detectar el semblante de la lujuria, por disfrazado que llegara; tampoco engañaba a la hija, quien, como todas las mujeres sin importar la época, era perfectamente consciente de la presencia y el grado de interés de los hombres. El único ingenuo en aquella farsa era él. Y no solo lo pagaba con un anhelo no correspondido y con indecisión, sino con un disgusto no analizado pero persistente hacia cualquier duplicidad relacionada con su amor por la inocente chica. Porque, ¿acaso no se personaba ante ella bajo banderas doblemente falsas? ¿Acaso su burdo espectáculo como cliente no enmascaraba su concupiscencia y su carácter más vil como espía? ¿Y no podría decirse, pensaba, que la información que les sacara a ella o a su establecimiento podía valerles un castigo de la organización de O’Banion? Esta última reflexión no se le pasó por la cabeza en sus aventuras en el South Side, donde, en caso contrario, Mike se habría considerado tan «obligado a correr riesgos como el resto de nosotros».
Pero la chica no. No quería implicar a la chica.
Para ella no componía poesía, sino esa prosa, a su juicio superior y más adecuada para un periodista. Aquellas incursiones prosísticas nacieron en su imaginación como sencillas y, por tanto, valiosas declaraciones, pero pronto degeneraron en la silenciosa aquiescencia de la joven y en imágenes de él quitándole la ropa (la fantasiosa escena se trasladaba de la floristería a su apartamento de Wisconsin Street) y la iniciación de la muchacha en el arte del amor.
Mike había hablado de su inspiración floral con JoJo Lamarr, ladrón reformado o, como le gustaba decir a él, «momentáneamente no apresado», y hombre para todo.
El currículum de JoJo incluía trabajos como conductor de una banda de estafadores, ratero y proveedor de información general. No mantenía ninguna afiliación en particular y, cuando le preguntaban, achacaba su habilidad como contratista independiente a que era «amigo del mundo».
Lucía siempre camisa y vaqueros ajustados con remaches. Para los entendidos, era una alusión a la temporada que había pasado en la cárcel de Stateville y a su estatus allí, si no como líder, sí al menos como amigo de uno de ellos.
Encima de los vaqueros llevaba un abrigo de fina piel marrón que le llegaba hasta las rodillas. Para quienes supieran leer, el atuendo proclamaba: «Aquí es donde he estado y allá es a donde voy. Por el momento, estoy aquí. “¿Y tú?”».
Mike había llegado tarde a su encuentro con JoJo y esgrimió la excusa universal de los periodistas, esto es, que andaba muy atareado, respaldada en este caso por la superflua: «Vengo de la floristería».
JoJo ignoró la doble excusa, conocida entre aquellos que caminan cerca del precipicio como una revelación estéril.
Una vez que hubo archivado la inexplorada ofuscación, preguntó:
—¿Qué estabas haciendo en el trabajo? ¿La treta?
—¿Cuál de tantas? —preguntó Mike.
—La treta del funeral —respondió Mike.
—¿Por qué la treta del funeral?
—Porque has dicho que estabas en la floristería —repuso JoJo.
—«La treta del funeral» —repitió Mike—. Explícate.
—El tío se muere —dijo JoJo igual que haría un mago desvelando a un neófito la más básica de las ilusiones—. Está muerto. ¿Qué hacen todos?
—Van al entierro —dijo Mike.
—Eso es —respondió JoJo—. Mientras están fuera, ¿quién vigila la tienda y la casa?
—Hum... —balbuceó Mike.
—Exacto —dijo JoJo—. Nadie lo sabe. Nadie lo sabe. Eso es lo bonito de la muerte: que deja un hueco en el funcionamiento aceptado de las cosas. Todo el mundo da por sentado que alguien estará «ocupándose de ello».
—¿En este caso? —preguntó Mike.
—¿«Ello»? —dijo JoJo—. «Ello» es la casa. El director de la funeraria da por hecho que alguien ha llamado a un proveedor de comida. El proveedor de comida da por hecho que alguien traerá las flores. Ponle ropa bonita a una chavala, apropiada para el barrio, y que lleve un guiso. ¿Quién va a cuestionarla? Y entonces desvalija la casa. Es dinero caído del cielo.
—¿Y qué hay de...? —dijo Mike.
—Sí, sí, sí. La gente rica que sabe de qué va el asunto contrata seguridad, desde luego. Tienen una lista. Uno, puedes distraerlos o, dos, la tía Mabel entra con una maleta; estaba fuera de la ciudad y acaba de enterarse de la noticia. Como mínimo podrá inspeccionar el lugar. ¿Demasiada protección? O dices que te vas al hotel y volverás luego o simplemente te largas. Al menos habrás conseguido información. Con el tiempo, las aguas se calman. La familia lo supera. La mujer está fuera, tirándose al jardinero, y los niños en el colegio. A lo mejor de tanto llorar se van de vacaciones. Así que, aunque de primeras tengas que irte, la información que has recabado no tiene precio.
—¿En qué sentido?
—Has visto el sitio, ¿no, Mike? Cuando eras la tía Mabel preguntaste al mayordomo, al jardinero o a la niñera cómo se llamaba. Vuelves, y posiblemente los niños anden por allí. «Soy el hermano de Forstairs. Venía a traerle un...». Sabes que Forstairs es el jardinero, así que no habrá problema. Quizá ganes un minuto, nunca se sabe.
»Y lo que es más importante: los vigilantes. Si entras durante el funeral, ¿qué están custodiando? ¿Retroceden hasta una pared? Seguramente ahí está la caja fuerte. La información es oro y te salvará el trasero más a menudo que una Smith and Wesson Modelo 3, que al final solo te meterá en jaleos.
—Tú llevas una —dijo Mike.
—Mentira —repuso JoJo—. No la he llevado en mi vida. Bueno, sí, cuando era niño. Antes de ir a la universidad, sí. ¿Y después? Tenía una profesión y nunca llevaba pistola.
»¿Por qué? Si cometes un asesinato, alguien saldrá a buscarte, no más tarde, sino ahora, porque se arma un escándalo. Parte de mi trabajo es planificar; no necesito la pistola. Otra parte del plan es “QUE SALGA MAL”. Si sale mal, al menos tengo recursos. He pensado una salida, un plan de huida, excusas que pueden librarme, concederme tiempo para volver a intentarlo o dar explicaciones a la policía para que de camino a la trena me ofrezcan una copa en lugar de pegarme una paliza por arrogante.
»¿Para qué quieren algunos la pistola? Para amenazar a la gente. En mi opinión, solo sirven para disparar.
—¿No puedes utilizarla para amenazar a la gente? —preguntó Mike.
—Sí, claro que puedes —dijo JoJo—. Solo hay dos opciones: o el tío se asusta o no se asusta. Si no se asusta, ¿de qué ha servido la amenaza? Tú no lo sabes, pero a lo mejor él también lleva un arma. Y entonces ¿qué? ¿Está asustado? A lo mejor quiere salvar el pellejo, la saca y te dispara. Sí, sí, sí. Pero esa es mi opinión.
»¿De camino a la silla dispararía al carcelero? ¿Y cómo cojones voy a saberlo? Probablemente sí, o a lo mejor tendría dignidad y probaría de mi propia medicina. ¿Por naturaleza soy incapaz de dispararle a alguien? No lo sé. No soy tonto. Por otro lado, no quiero hacerle daño a nadie.
»Me gusta ayudar a la gente —añadió—. Tú nunca has estado en la cárcel, nunca has recibido una educación. De lo contrario, lo primero que aprendes allí es: ¿qué es un problema? Ya sabemos lo que es. Es un problema. ¿Dónde te los encuentras?
—En el lugar más inverosímil.
—¿Y bien, Mike? Que te sirva de lección: cuanto más inocente es algo, más intentará alguien —dijo señalándose a sí mismo a modo de ejemplo— buscar la manera de engañarte.
»Palomitas. Trabajé en la feria ambulante vendiendo palomitas. Llenabas el fondo de la bolsa con un dedo de arena: “palomitas”. El cielo es el límite.
El auténtico progreso en la educación de Mike se había producido observando a la chica tomar té en el Café Budapest.
La intimidad del lugar era una proclama. Antes, Mike solo podía disfrutar de su compañía como reportero que está siguiendo una pista.
La ficción les parecía bien a ambos y, después de tres visitas a The Beautiful, cayó prácticamente en el olvido.
Mike se dio cuenta de que podía recabar información asistiendo a entierros. No seguía el hilo de la pista y se pasaba las mañanas en el invernadero de The Beautiful interrogando de cuando en cuando a la chica, simplemente por guardar las formas. Ambos interpretaban el valor y significado de las preguntas como una especie de arrullo. La chica agradecía la decente protección que ejercía Mike sobre una castidad atribulada cuyos sonrojos, en ausencia de un tema neutral, se revelaban de forma irremediable.
En sus conversaciones en la floristería, Mike se sentaba en el taburete alto y fumaba cigarrillos. Annie llevaba un guardapolvos verde, que a él le parecía la prenda más elegante que había visto nunca. Llevaba también guantes de algodón blancos y utilizaba uno para apartarse el pelo de la frente. Los guantes se le manchaban al trabajar. Al principio buscaba una parte limpia, lo cual era cada vez más difícil, y acababa manchándose. Mike estaba hipnotizado.
Confiaba a Parlow los secretos de Annie.
—¿Sabías que puedes resucitar una flor escaldándola? —dijo.
Como periodista, siempre se podía cautivar a Parlow con algo que oliera a artimaña.
—Sí —dijo Mike—. Tienes que cortar los tallos a lo largo, en diagonal, para permitirles más acceso al agua. El agua debe ser potable y fría. Luego puedes verter el agua caliente de la tetera en los tallos nuevos. Los metes en el jarrón y vivirán un día o dos más.
Parlow empezó a hablar.
—Y nunca hay que usar tijeras para cortar los tallos —añadió Mike.
—¿Por qué? —preguntó Parlow, que en aquel momento se consideraba el amigo más útil del mundo.
—Porque eso comprime el tallo —explicó Mike— y entra menos agua en la planta. Este es mi favorito: alambre de florista.
—Alambre de florista —repitió Parlow.
—Es una sonda muy fina. La insertas en el tallo hasta la flor y corriges la inclinación. Por ejemplo, coges una rosa ya caduca... —Parlow asintió comprensivo—. Practicas un corte nuevo en el tallo, hierves agua, arrancas los pétalos muertos, dejas los frescos, insertas el alambre, la corola de la rosa se yergue y puedes venderla otra vez.
—¿Otra vez? —preguntó Parlow.
—La gente compra flores —respondió Mike. Vio que Parlow asentía y añadió—: ¿Dónde las llevan?
—Se las regalan a su chica —dijo Parlow.
—Sí...
—O a su madre.
—Sí, sí, y las llevan a alguna ceremonia —dijo Mike.
—Exacto —sentenció Parlow.
—Pagan las flores y luego las dejan en la ceremonia. ¿Y qué pasa con ellas cuando termina?
—Que alguien las lleva a los hospitales para los pobres —dijo Parlow.
—Je, je —dijo Mike—. Los empleados, el personal de limpieza o los botones vuelven a enviarlas a las floristerías.
—No tenía ni idea.
—Bueno —dijo Mike—. Y puedes pintar las flores, teñirlas. Atento a esto: la misma flor... —prosiguió, al tiempo que movía las manos, como diciendo «después de haberle hecho lo anteriormente mencionado»—. Sin duda, lo que nos atrae de ella es que simboliza la juventud.
—La juventud y el sexo —precisó Parlow.
—Con tu madre no.
—Piensa en Hamlet... —dijo Parlow.
—Juventud. «Frescura cubierta de rocío» —interrumpió Mike.
—Madre mía.
—Ese brillo —continuó Mike— que solo aflora en la juventud. «Si bien, con el tiempo y apoyo mutuo, se puede reemplazar por un entendimiento de camaradas, que...».
—Sí, vale —dijo Parlow.
—...por «la vieja flor» me refiero a la rosa —dijo Mike—. Y si tiras un centavo en el agua de los tulipanes, se conservan mejor. La rosa, sobre todo, representa el amor joven.
—Nunca lo he dudado —repuso Parlow.
—Los capilares del tallo...
—Yo creía que el propio tallo era un capilar —dijo Parlow.
—Pues no lo es —respondió Mike—. Cuando el tallo envejece se viene abajo, se seca, y llega menos agua a la flor. Por supuesto, la rosa nueva del escaparate ha sido rociada con agua. ¿Qué es más hermoso que una reluciente...?
—Vale —dijo Parlow.
—Sin embargo, en los pétalos de la rosa vieja, da igual como se seleccione, enderece y pode, no se aprecian gotas de agua.
—Evidentemente, en la rosa nueva hay gotas porque está repleta de agua y no puede contener más.
Mike lanzó una mirada acusadora a Parlow, que ignoró su afrenta.
—Pero la apariencia de ese frescor puede estropearse rociando la rosa con glicerina —dijo Mike.
Los tutoriales en The Beautiful continuaron. Una mañana se vieron interrumpidos cuando Annie recibió instrucciones de acompañar al repartidor al cementerio.
La chica se montó en la pulcra furgoneta roja, que llevaba rotulado el nombre de la tienda. Mike, como cabría esperar, subió detrás de ella, cosa que, ambos coincidieron silenciosamente, era lo lógico.
La furgoneta roja franqueó la entrada de piedra del cementerio de Waldheim y el repartidor aparcó junto a la caseta de material. Mike siguió a Annie al interior.
Pasaron junto a los cortacéspedes y los rodillos. Los encargados de mantenimiento estaban sentados a una mesa en la parte trasera. Uno de ellos saludó al repartidor y lo acompañó hasta una puerta doble, al otro lado de la cual había varias ofrendas florales.
Las más ornamentadas contenían símbolos o sentidos mensajes; muchas contenían ambas cosas. Estaban el trébol, el cardo, los corazones entrelazados, la cruz y los nombres de familiares o cargos oficiales de los difuntos.
Las ofrendas estaban organizadas por grupos.
El repartidor llegó antes que los trabajadores de mantenimiento hasta el grupo que reconoció como suyo. El dinero cambió de manos y Mike los ayudó a él y a Annie a cargar las ofrendas en la furgoneta.
Mike y Annie iban en la parte trasera, cada uno sentado en un paso de rueda. Las flores, que llenaban toda la furgoneta, se alzaban entre ambos y para hablar tenían que mirar a través de ellas y apartarlas. Todos los aspectos del brusco trayecto eran motivo de diversión compartida.
Mike ayudó al repartidor a descargar las ofrendas en la puerta trasera de The Beautiful.
Habían recomprado las flores, los soportes y los caballetes sobre los cuales descansaban.
En cada uno de los caballetes había una pequeña tarjeta: WALSH’S THE BEAUTIFUL, 1225 NORTH CLARK STREET. Mike vio que en el reverso de cada tarjeta figuraba el nombre y el número de teléfono del comprador. Y vio algunos nombres que, sumados al del homenajeado, denotaban una conexión suficientemente corrupta para ser digna de investigación.
Mike se guardó las tarjetas en el bolsillo.
Con el paso de los meses, podía intentar excusarse aduciendo que simplemente estaba haciendo el trabajo que fingía hacer; pero nunca podría aceptar ese pretexto, ya que, antes de guardar las tarjetas, volvió la cabeza para cerciorarse de que nadie lo veía. Se odiaba a sí mismo por los robos.