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1. SIGNO VISUAL

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El “signo visual” está en la base de la imagen cinematográfica. La imagen cinematográfica se caracteriza, según Ch. Metz (1971: 171), por los rasgos de la materia significante: imagen obtenida mecánicamente, múltiple, móvil, combinada con tres clases de elementos sonoros (palabras, música, ruidos) y con menciones escritas. Esta imagen compleja pretende copiar los rasgos significantes del “mundo natural”; pero jamás lo logra. Como tampoco lo logra la visión normal. Pues el significante del “objeto” natural es construido por la percepción. El mundo que nos rodea nos invade con una cantidad millonaria de estímulos heterogéneos y desarticulados, que afectan simultáneamente todos nuestros sentidos. Los órganos humanos de la sensación no son capaces de procesar tan ingente cantidad de estímulos. Ateniéndonos a la vista solamente, por ser el órgano que va a ponernos en contacto con los signos visuales del cine, sabemos que la luz cubre un espectro de 70 octavas, desde los rayos gamma hasta las ondas hertzianas, y que los órganos de recepción visual sólo son sensibles a una zona media, que abarca una sola octava (Grupo µ, 1992: 62). Esta banda de estímulos, que va de 390 a 820 nanómetros, es la que actúa sobre nuestros ojos para dar origen a la sensación de luz.

Por otro lado, el conjunto de estímulos recibidos, supuestamente continuo, es inmediatamente discretizado por la retina, compuesta como está de células aisladas, capaces solamente de transmitir puntos. La retina contiene dos tipos de células: los conos y los bastoncillos, los cuales se encuentran conectadas al nervio óptico y, por su intermedio, al cerebro. Si bien el número de conos asciende a los 7.000.000 y los bastoncillos pueden llegar hasta los 150.000.000, el nervio óptico no es capaz de transmitir al cerebro más de 1.000.000 de puntos (Encyclopaedia Britannica: Eye and Vision), lo cual supone ya una sustancial reducción de los datos recibidos. Por su parte, el cerebro introduce nuevas reducciones en función del programa cultural internalizado por los procesos de socialización a los que se ha visto expuesto durante el aprendizaje. El programa cultural internalizado no es otra cosa que lo que Eco llama códigos de reconocimiento (Eco, 1972: 270). En términos de la teoría de la información, el problema consiste en pasar de un caudal de 107 bits (capacidad del canal visual) a un caudal muchísimo inferior de 16 bits por segundo (capacidad de la conciencia). A estas coerciones cuantitativas se añaden exigencias de tipo cualitativo, entre ellas, la intensidad sensorial: existe un umbral mínimo y un umbral máximo de excitabilidad visual. El órgano receptor no es excitado por debajo de una millonésima de bujía por metro cuadrado, ni tampoco por un estímulo que supere las 10.000 bujías por metro cuadrado. Además, todo estímulo requiere de un tiempo mínimo para producir una excitación sensorial, que se conoce como “tiempo útil”, sin el cual la excitación no se produce. Por tanto, la percepción visual es inseparable de una actividad integradora; lo que quiere decir que el sistema perceptivo humano está programado para detectar similitudes. Pero, al mismo tiempo, está capacitado para identificar diferencias. La identificación de diferencias es precisamente el primer acto de una percepción organizada.

El análisis de los mecanismos de la percepción nos lleva a la conclusión de que la actividad visual es una actividad programada. Esta programación está ya inscrita en los detectores de figuras (tanto si el término se toma en el sentido de la Gestalt como si se lo acepta en el sentido de la glosemática). Pero desde el momento en que interviene la actividad de la memoria, pasamos de la “ocurrencia” a la “serie”, del “acontecimiento” al “tipo”, el cual permite introducir el concepto de “objeto”. Y con eso entramos inevitablemente en el ámbito cultural y, por tanto, en el campo de lo semiótico, porque

... el objeto percibido es una construcción, un conjunto de informaciones seleccionadas y estructuradas en función de la experiencia anterior, en función de necesidades, de intenciones del organismo implicado activamente en determinada situación” (Reuchlin, citado por Grupo µ, 1992: 80).

Y el objeto, así concebido, nos conduce directamente a la noción de “signo”. Y es aquí donde la función perceptiva se conecta con la función semiótica. En sus mismos fundamentos, la noción de objeto no es radicalmente separable de la noción de signo. Tanto en un caso como en el otro, es el sujeto percibiente y actuante el que impone un orden a la materia inorganizada, transformándola, por la imposición de una forma, en una sustancia (Hjelmslev, 1971: 51-52).

Resumiendo, resulta claro que la percepción es una operación semiotizante, y que la noción de objeto no es nada objetiva, en el sentido vulgar del término. Es, a lo sumo, un compromiso de lectura del mundo natural (Grupo µ, 1992: 81). Estas rápidas constataciones nos conducen a una conclusión inquietantemente obvia: el mundo es como lo vemos, no lo vemos como es. Y eso es así por la sencilla razón de que si no lo ‘vemos’1, no es. No es “como mundo”, claro está. La física cuántica y sus desarrollos más recientes llegan a plantear la hipótesis de que “el universo no existe si una inteligencia consciente no lo está observando”. Según J.A. Wheeler (1998), nuestras observaciones determinan la constitución misma del universo. Cuando los físicos analizan los elementos constituyentes de la realidad —los átomos y su interior, o las partículas de luz llamadas fotones—, lo que ven depende de cómo han organizado el experimento. Las observaciones de un físico determinan si un átomo se comporta como una onda fluida o como una partícula dura, o qué camino sigue al desplazarse de un punto a otro. Desde la perspectiva cuántica, el universo es un lugar de intensa actividad interactiva. De las infinitas opciones posibles (=modo de existencia potencializado) sólo se actualizan y se realizan aquéllas que pasan por la observación de seres inteligentes; las otras permanecen en la mera potencialidad. El efecto de sentido generado de esa manera depende entonces de la posición que ocupa el cuerpo percibiente en el campo de observación o campo de presencia.

Para el físico Andrei Linde el universo parece haber existido antes de que alguien comenzara a mirarlo. Sin embargo, el universo y el observador existen unidos, uno en función del otro.

Sólo se puede decir que el universo existe cuando hay un observador que puede afirmar: ‘Puedo “ver” el universo ahí’. Como ser humano, no veo ninguna lógica ni sentido en afirmar que el universo existe sin observadores. En ausencia de observadores, el universo está muerto (Linde, 2000).

Las ciencias cognitivas, por su lado, están llegando a las mismas conclusiones. F. Varela, E. Thompson y E. Rosch avanzan la tesis de que ni el yo ni el mundo tienen algún fundamento permanente en sí mismos; que no hay nada que los fundamente como tales:

El organismo y el entorno se desarrollan y se despliegan mutuamente en la circularidad fundante que es la vida misma. (…) Las cosas son creadas de manera codependiente; en sí mismas, están desprovistas de todo fundamento” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).

El principio de emergencia codependiente es aplicable a los sujetos y a sus objetos, a las cosas y a sus atributos, a las causas y a su efectos y, en general, a la inteligencia consciente y al universo. Los autores se reafirman en su posición: “Tenemos la firme convicción de que la cognición, lejos de ser la representación de un mundo dado de antemano, es el advenimiento conjunto de un mundo y de un espíritu” (Varela, Thompson y Rosch, 1993).

Y, sin embargo, como señala Eco (1999), hay algo ahí que ofrece resistencia, que envía estímulos, y con lo cual tenemos que contar.

El plano de la expresión del signo visual es similar al plano de la expresión del “mundo natural”, aunque no igual. Lo que quiere decir que las figuras del contenido lingüístico, propuestas por A.J. Greimas, corresponden también al plano de la expresión del código visual. Esta equivalencia ya había sido prevista por Ch. Metz al establecer la correspondencia entre código lingüístico y código visual. Reproducimos a continuación el esquema propuesto por Ch. Metz (1977: 152) para ilustrarla mejor:


Y Metz comenta:

La correspondencia entre visión y lengua se establece en dos niveles diferentes: de una parte, entre sememas y objetos identificables; de otra parte, entre semas y rasgos pertinentes del reconocimiento visual. (...) En el código del reconocimiento visual, el significante no es jamás el objeto (descubierto o simplemente sospechado), sino el conjunto del material con el que se descubre (o se sospecha de) su existencia: formas, contornos trazados, sombreados, etc.; es la sustancia visual misma, la materia de la expresión en el sentido de Hjelmslev. (…) Gracias a los rasgos pertinentes del significante icónico, el sujeto identifica el objeto (=establece el significado visual); de aquí, pasa al semema correspondiente de su lengua materna (=significado lingüístico); éste es el momento preciso de la nominación, del tránsito intercódico. Una vez que dispone del semema, puede pronunciar la palabra o lexema al que se vincula dicho semema; y ahora puede producir el significante (fónico) del código lingüístico. El rizo queda así rizado (Metz, 1977: 145).

Sin embargo, la experiencia común (es decir, comunitaria) nos enseña que no siempre es necesario acudir al semema de la lengua para identificar un “objeto” del mundo natural. Puede bastar con la intervención de sus equivalentes: el tipo o el prototipo, como se verá en el acápite siguiente.

En ese orden de cosas, existen tipos visuales, tipos auditivos, tipos táctiles, tipos olfativos, tipos gustativos, que nos permiten identificar los “objetos” sin la necesaria intervención de la palabra. J. Fontanille aclara muy bien estas posibilidades:

La imagen de un árbol no es imagen de árbol porque podamos llamarla “árbol” sino porque se aproxima al tipo visual /árbol/. Del mismo modo, si reconocemos una forma redondeada elíptica, no es porque podamos llamarla “elipse” sino porque hemos reconocido el tipo visual /elipse/. Si alguien no conoce el nombre de “elipse”, se verá obligado a utilizar una perífrasis (“algo redondo aplastado”); pero no por eso dejará de reconocer el tipo visual /elipse/ (Fontanille, 1998b: 42).

Y lo mismo sucede con los tipos auditivos y demás tipos: “ruido de lluvia”, “ruido de viento”, “ruido de motor”, “ruido de pasos”, “ruido de puerta”; “color de rosa, “color de violeta”...; “sabor a lúcuma”, “sabor a ciruela”.

De todos modos, el esquema anterior nos permite advertir que en el significante lingüístico no existe ningún rasgo visual. Los semas figurativos del modelo de A.J. Greimas corresponden al significante de la semiótica del “mundo natural”. La iconicidad cinematográfica es directamente visual, despojada de giros retóricos, inmediata. La percepción simultánea de los diversos aspectos de un paisaje: extensión, horizonte, formas, colores, matices…, que permite el signo visual, produce una concentración de sensaciones, de estesias, que elevan la intensidad de la emoción.

Resulta muy difícil, en cambio, expresar con imágenes los procesos del razonamiento, e incluso los estados de ánimo. En este sentido, el cine y el texto fílmico que permite construir, tienen que limitarse a captar los comportamientos exteriores e inferir de ellos los estados anímicos correspondientes. Desde esta perspectiva, el texto fílmico es eminentemente conductista. Solamente por la incorporación de la palabra, el texto fílmico, en el estadio actual del desarrollo del cine, puede expresar la dimensión interior del hombre. Como se ve, la famosa sentencia china, según la cual una imagen vale por mil palabras, encuentra aquí su vuelta de guante, pues es igualmente cierto que una palabra vale por mil imágenes cuando se trata de expresar razonamientos o procesos mentales.

Semiótica del texto fílmico

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