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NO SER MADRE

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La maternidad se nos presenta como una promesa de futuro, como un objetivo que podemos alcanzar si queremos. No siempre. Mi amiga Luna tiene cuarenta años y no tiene hijos. Vive desde hace años con sus padres, tras un intento breve de emancipación. Antes hubo una pareja, una de esas relaciones largas que parecen destinadas al infinito. Me sitúo por un momento en la facultad de Periodismo, donde nos conocimos, y me veo hablando con ella de los hijos. «Algún día». Estamos en primero de carrera y el itinerario parece claro: estudiar, trabajar, tener una casa, pareja, hijos. Luna cambió de carrera, terminó, y después enlazó durante años períodos de empleos precarios y paro. La última etapa de paro coincidió con la ruptura con su pareja. Vuelvo a hoy. Le pregunto cómo ve su futuro, si piensa en ello. «No creo que estemos en un momento para pensar en futuro. Yo solo quiero estar en calma. Y feliz», me responde. Dice que ahora ya no piensa tanto. Que se dedica a seguir hacia delante sin la pesada losa de las expectativas. «Nos venden cosas que no siempre son posibles y cuando no las conseguimos se entiende como un fracaso. Ahora sé que no es un fracaso no haber cumplido con esas expectativas», me dice.

La Encuesta de Fecundidad de 2018 del INE nos dice que alrededor del 20 % de las mujeres que tenían entre 40 y 49 años en el momento de la encuesta no habían tenido hijos. El 43 % de ellas declaró no haber querido tenerlos, el resto que, aunque deseaban tenerlos, no se dieron las condiciones para ello. Pienso en todos y cada uno de los condicionantes que entran en ese «no se dieron las condiciones para ello». El hecho de que no se tenga una pareja con la que compartir la experiencia, el declive de la fertilidad como consecuencia del paso del tiempo, las circunstancias laborales, la incertidumbre, la precariedad. La periodista Noemí López Trujillo escribe en El nido vacío:

Cada vez más imagino mi vientre vacío. Como una tumba a la que llevaré flores. Un trozo de tierra yermo, un lugar en el que nunca habrá nada, que siempre estuvo muerto. Una latitud de mi cuerpo que no la siento como propia porque no crece nada en ella, y yo querría. Dicen: «Mi cuerpo, mis decisiones». Pero, de algún modo, un presente de precariedad e incertidumbre condiciona y marchita mis expectativas y decisiones. Me pienso madre, pero no lo soy. Me asusto. Me pienso sin hijos. Me asusto de nuevo. Anticipo mi pena porque es la única certeza que tengo ahora, la de que nada tiene por qué ir a mejor. Mi única seguridad es que tal cosa no existe.

Querer no es poder. Querer no es poder. Querer no es poder. La frase rebota una y otra vez en mi cabeza. La maternidad será elegida o no será, leo en un blog13 feminista mexicano. La maternidad será deseada y no será, añado yo. Me pregunto si el feminismo podrá abordar este reto: que hoy el rechazo consciente de la maternidad como destino convive con la no maternidad impuesta. La de aquellas mujeres que, como Luna o Noemí, deseaban ser madres pero no encontraron las circunstancias para tener hijos.

Siento que aún vivimos en una sociedad en la que parece que la maternidad sigue siendo el cauce natural, pero, ¡oh, sorpresa!, no te ofrece las condiciones para ello. Mal todo. Porque todavía hay algo de subversivo en el hecho de no querer tener hijos como elección consciente. Hablo con Raquel sobre esto. Tiene cincuenta años, una pareja, una casa y un perro. Me cuenta que siempre supo que no quería tener hijos. «Con lo mal que está el mundo. Quita, quita», dice. Ella admite que no se vio nunca como madre, pero que sentía que todo el mundo a su alrededor daba por hecho que acabaría cediendo. Que al final tendría hijos porque, ¿cómo no iba a tenerlos? «La maternidad siempre es algo que, por ausencia o por presencia, una tiene que explicar», decía Leila Guerriero en una de las entrevistas que recoge la periodista de Maika Ávila en Conciliaqué. «Ninguna mujer debería tener que explicar por qué no tiene hijos», lo dijo la actriz Helen Mirren durante una entrevista en The Guardian. Ella reconocía que le gustaban los niños pero que nunca quiso tenerlos, que esta era su contribución a la ecología.

Cada vez más mujeres narran su decisión de no ser madres. La fotógrafa Moyra Davey recoge en Maternidad y creación el texto autobiográfico «Privilegio de una mujer», en el que la escritora Mary Gaitskill cuenta que ella nunca quiso ser madre: «Si me hubiera casado y hubiera sido madre mi vida habría tomado un camino que ahora me resulta difícil de imaginar. Estoy convencida de que si tuviera una familia no sería escritora, y para mí esto supondría la pérdida más grande», escribe. Otra autora, Marta Sanz, escribe en su libro La lección de anatomía: «Las narraciones de otros partos que no fueron el de mi madre también fomentaron mi resistencia a perpetuarme en la carne de mi carne». La poeta Pilar Adón hablaba en Las órdenes de las mujeres que no desean ser madres. «No queremos ser madres./La ausencia de un heredero/que deje borrones./Seguir siempre hijas…». En una entrevista para un reportaje me contaba que cuando tenía treinta y tantos y decía que no quería ser madre, que no había querido nunca y que parecía que su reloj biológico no sonaba, recibía silencio o consejos «bienintencionados» que la avisaban de que se iba a perder lo mejor de la vida y se iba a ver muy sola en el futuro. «Hay que ser muy consciente de que no se quiere ser madre para no dejarse llevar por una fuerza social “bienintencionada” que es demoledora», decía.

Madres/No madres. Los binomios siempre separando nuestras vidas. Dividiéndonos irreconciliables. Pido perdón al feminismo que tiene la palabra, pero hay una reflexión que Carme Riera escribió en Tiempo de espera que siempre me acompaña:

El feminismo, con el que estoy de acuerdo, se ha planteado reivindicar nuestra capacidad creadora. Sin embargo es absolutamente necesario reivindicar también la recreadora o reproductora. Es necesario buscar fórmulas para que nuestra condición de dadoras de vida llegue a ser un estímulo, un aliciente. Es necesario que el sufrimiento y la carga sean superados por el gozo y el placer de la maternidad. Llevamos demasiados siglos pariendo con dolor. Ha llegado la hora de trasgredir ese dolor y transformarlo, de pasar de la casi inconsciente gestación a la experiencia de una maternidad consciente, asumida desde la inteligencia. Tengamos o no tengamos hijos, la posibilidad recreadora, la posibilidad maternal está escrita en nuestro código genético. Estériles o prolíficas, todas las mujeres nacemos con ovarios y con útero. Deberíamos aprender a reivindicar y a valorar mucho más nuestra condición. A mirar el mundo con ojos maternos.

Quizás hablar de ello sí sea necesario, que trascienda de lo privado para convertirlo en un tema público. Que podamos convertir la narración de la experiencia de la maternidad y de la no maternidad en un lenguaje común, «en un canon, una tradición», como reclamaba Jazmina Barrera en Linea Nigra.

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