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1 EL DESEO DE SER MADRE

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«La maternidad no deseada debe ser como una especie de trabajo forzado. Nueve meses con grilletes y esposas, cadena perpetua, después».

CARME RIERA, Tiempo de espera

¿Dónde nace el deseo de ser madre? ¿En qué momento tener un hijo se convierte en algo irrenunciable? ¿Cuánto hay de construcción social en ese anhelo? ¿Naturaleza? ¿Irracionalidad? Sostengo las preguntas y mis manos se hacen pequeñas.

Tengo cinco años y estoy frente al cuco de mimbre en el que duerme mi hermano. Es la primera vez que tengo un bebé tan cerca. Lo observo. Está tumbado boca arriba y tiene la cabeza de lado. Sus brazos, con los puños cerrados, están apoyados en la parte alta del colchoncillo. Con su gesto parece que estuviera a punto de rendirse. Me agacho y lo toco. Lleva un pijama de punto azul de una suavidad implacable. Podría pasar por un muñeco si no fuera porque su estómago se hincha y se deshincha delatando su respiración. Arriba, abajo. Hay algo de hipnótico en ese movimiento. Es aquí, en este instante, cuando aparece la idea de mi propia maternidad. Es una idea abstracta, resbalosa, que se escurre entre los pliegues de los muslos de mi hermano. ¿Que yo puedo ser madre? Pienso en ello por primera vez.

Los años que siguieron a aquella revelación supongo que le fueron dando forma. Jugaba con mi muñeca Chabel y sus mellizos, que vivían en una enorme caravana rosa. Aquella caravana, que apareció bajo el árbol una mañana de Reyes y que mi abuelo conservó en su trastero casi cuarenta años, tenía de todo: una mesa, varias sillas, una cocina equipada hasta el último detalle, una cama, juguetes… No faltaba el mínimo detalle para que la vida fuera perfecta dentro de aquel entramado de plástico. Yo hablaba por aquellos muñecos. Les ponía la comida, los preparaba para dormir, los vestía y desvestía. Dicen que este tipo de juego nos permite en la infancia interactuar con una representación de nosotras mismas en función de lo que vemos a nuestro alrededor. Que con el juego simbólico reproducimos la realidad. Yo llevaba aquellos juegos por caminos que sentía prohibidos, como lo hacía Marina en Vozdevieja. Me interesaba saber cómo se hacían esos bebés, y esto se mezclaba de forma indisoluble con la representación de todo lo demás.

Con quince años conocí a mi primer novio, con el que daba por hecho que tendría hijos. Varios. No muchos, pero tampoco solo uno. Lo hablábamos en los bancos del parque en el que nos escondíamos a besarnos y a tocarnos como marionetas de unas hormonas poderosas y de una curiosidad que no paraba de crecer. Aquello, lo de los hijos, lo sentíamos tan lejano que sonaba irreal cuando la palabra salía de nuestras bocas. De hecho, en aquel momento el embarazo sería esa amenaza de la que hablaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo donde defendía que la mujer pasa por diferentes fases en cuanto a la idea de ser madre: si la maternidad en la infancia es un juego, en la adolescencia es una amenaza contra la «integridad de su preciosa persona», y o bien la rechaza completamente o bien la teme mientras la desea. Dice también Beauvoir que «la sociedad humana nunca queda librada de su naturaleza», pero la función reproductora ya no está exclusivamente controlada por el «azar biológico», sino por «voluntades».

Aquel primer amor se acabó al llegar a los veinte y con su final aquellos planes de futuro saltaron por los aires. Después hubo otras relaciones, y apareció un sentimiento ambivalente hacia la maternidad que nunca he sabido muy bien cómo interpretar. Pasaba del «yo quiero tener hijos» al «yo nunca tendré hijos» con tanta facilidad que al ir acercándome a la treintena empecé a preocuparme por no tener una idea más clara de lo que quería. ¿Qué fallaba en mí? Recuerdo decirles a mis amigas que yo no me dejaría atrapar por la desidia de los días iguales, por el aislamiento que veía en mi madre. El sonido insoportable del aspirador cada mañana. Los enfados y las renuncias. Temía por mi integridad física durante el parto. De esto también habla Beauvoir, de cómo a muchas mujeres «las horroriza el trabajo biológico del parto» y «se niegan a engendrar». La maternidad era algo perturbador y los niños un universo desconocido. Sin embargo, dentro de mí, como un amasijo de lanas y cuerdas, estaba también la idea recurrente de la construcción de un hogar en el que habría niños. El embarazo y el parto serían un trámite para llegar a alcanzar ese deseo. Podría sortear la alienación. Me proyectaba con el kit completo pero, de nuevo, con la mirada puesta en un futuro impreciso. Porque en toda la década de mis veinte no hubo ni pareja adecuada ni condiciones laborales y económicas que hubieran dado pie a la satisfacción de esa «voluntad».

Maternidades precarias

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