Читать книгу Los muertos no tuitean después de medianoche - Diego Duque - Страница 10
CAPÍTULO 5
ОглавлениеComo un obús Montoya lanzó su enorme manaza contra el hombro del inspector Otxoa. Sin poder ni querer disimular una sonrisa malvada le preguntó a bocajarro, gozando cada palabra.
–Vaya Otxoa… tú por aquí, por una calle de maricas… –dijo señalando la sauna.
–Sí, yo por aquí, algún problema – replicó Otxoa clavando sus ojos incendiados por el odio en los del oso, siempre risueños. Otxoa y Montoya habían sido compañeros de academia y de patrulla, pero desde hacía algunos años, la estupidez congénita de Otxoa, unida a su descerebrada homofobia y a su ausencia de educación, les habían convertido en enemigos acérrimos. Por eso mismo Qino no podía desperdiciar esa oportunidad.
–Hombre… tú dirás… un miércoles… a estas horas… por esta calle…
–Qué coño insinúas capullo. Mira, no me toques los cojones.
–No tranquilo, ya te he dicho muchas veces que no eres mi tipo, que me van más machos, que tú mucho lirili y poco lerel…
–Montoya no pudo acabar su frase, Otxoa se abalanzó sobre él. A pesar de que era algo más bajo y bastante más delgado que Montoya le aprisionó contra la pared, clavándole el antebrazo en la garganta. Montoya intentó zafarse, pero tenía la mano izquierda aprisionada con su propio culo contra la pared de cemento, rugosa y con pequeños cantos que se le clavaban en la piel. Otxoa le había capturado la mano derecha, retorciéndosela hacia afuera, de tal manera que estaba inmovilizado, como un chorizo en una redada.
Otxoa le tenía muchas ganas a Montoya, todos sabían el pique que tenían por resolver casos, cuantos más mejor, de ello dependía la supervivencia de sus respectivas unidades, Alfa y Roja. De Otxoa fue la gracieta de cambiar el nombre de la unidad de Montoya a Rosa, algo que a ninguno de los tres les había hecho gracia lógicamente, pero era algo con lo que tenían que lidiar, si la casualidad, el destino o la providencia divina habían puesto a un gay, una lesbiana y un bisexual en la misma unidad debía ser por alguna razón que a los tres se les escapaba. Afortunadamente ellos habían demostrado su valía, más allá de las chanzas y gilipolleces de Otxoa y sus palmeros, Ruíz y Silva, y sus desaforadas ansias de quedar como los más machos de la comisaría.
Montoya intentó moverse, pero notó que las piedras de la pared se le clavaban en la muñeca. Con la voz muy calmada le dijo a Otxoa.
–Qué coño haces… anda suéltame.
–¿Qué… ya no te ríes maricón? Ahora estamos en la calle… no tienes a la bollera y al julandrón para ayudarte. Solos tú y yo, gilipollas.
–Otxoa anda, apestas a dios sabe qué, anda, afloja… no seas tonto.
–Tonto yo… maricón… me tienes hasta la polla…
–¿Ah sí?
–Sí, gilipollas, ¿qué… tienes miedo, la pobre Montoyita está asustadita?
Montoya no le dio tiempo a reaccionar. A pesar de su envergadura era bastante ágil y flexible, con un rápido movimiento se zafó de la mano que le aprisionaba su brazo derecho, pudo liberar su cuello y dar la vuelta a la situación, de manera que Otxoa acabó literalmente aplastado por la barriga de Montoya contra la pared, con los brazos retorcidos sobre la cadera, y el orgullo ligeramente lastimado.
–Y ahora qué cabrón… sabes que soy más fuerte que tú, siempre lo he sido. No dices nada, ¿eh gilipollas?
Montoya se había acercado a la mejilla de Otxoa, la mezcla de sudor, alcohol y colonia barata le producía escalofríos, era empalagosa y excitante. Montoya la aspiró como si esnifara cocaína y notó que se empalmaba, de hecho las manos de Otxoa le quedaban a la altura de su pubis y le rozaban el paquete, era inevitable, se había excitado con la situación.
Otxoa no decía nada, intentaba escapar pero era realmente difícil huir del abrazo de un oso como Qino Montoya, el aire se había espesado con las hormonas de ambos hombres como en un cuarto oscuro de madrugada. Montoya volvió al ataque.
–¿Bueno, no vas a decir nada? No ves que el maricón te tiene contra la pared… te podría follar ahora mismo cabrón… –Montoya volvió a acercar su mejilla a la de Otxoa… volvió a respirar su genuino aroma… su erección resultaba dolorosa, por un momento perdió la cabeza y juntó su mejilla con la de Otxoa dejando la lengua fuera, apenas un instante, un breve segundo que acabó cuando Montoya vio al final de la calle un corazón rojo y brillante que le despistó, lo justo y necesario para que Otxoa se escapara de su prisión.
–Gilipollas, te vas a cagar, esta te la guardo cabrón, esta… esta te la guardo –dijo mientras se quitaba los restos de gravilla de la mejilla. Otxoa desapareció por la calle, dirección Bilbao maldiciendo y cagándose en toda la familia de Montoya.
Qino permanecía ajeno a las amenazas de Otxoa, había encontrado al misterioso chico que con paso firme se acercaba a él. Por fin Qino pudo verle bien y comprobar que no se había equivocado, era muy atractivo, el tipo de chico guapo que sabe que es guapo y que no hace nada por disimularlo, de esos que subirían una foto a Twitter o Instagram marcando paquete y musculitos con la excusa de enseñar su nuevo tatuaje o la merienda. Su amplia sonrisa relucía entre una poblada barba a la más pura moda malasañera, y todo él iba vestido de rojo, de pies a cabeza. En el cinturón brillaba un corazón anatómico, hecho con pequeñas luces y plástico.
Por fin estaban cara a cara.
–Yo… ehm… –la proverbial timidez de Qino Montoya atacó fieramente y simplemente acertó a balbucir unas torpes palabras. Afortunadamente el chico sonrió. La mejor manera de desarmar a Qino Montoya era sonreírle. Como era un osazo de metro noventa y peludo llamaba la atención, bonachón, confiado y simpático, de tal manera que rara vez notaba cuando estaban ligando con él. Una sonrisa le dejaba noqueado, porque él nunca pensaba que podía ligar.
El desconocido disparó sin piedad, sorprendiendo al inspector y atacando donde menos se lo esperaba. Directamente le besó, metiendo la lengua, juguetona, hasta su campanilla. Sus narices chocaron y respiraron entrecortadas, el ruido y la situación hicieron que Qino se excitara aún más. El chico lo notó, deslizó sus manos por el cuerpo de Qino, por sus pezones y su barriga hasta llegar a su paquete, metió la mano dentro del pantalón.
–Mmm –dijo sonriendo al descubrir que Qino iba sin calzoncillos.
El inspector habría querido follarle ahí mismo, pero era absurdo viviendo a tan solo unos cientos de metros.
–Vayamos a mi casa… vivo aquí al lad… –el chico puso sus dedos, levemente impregnados con el líquido preseminal de Qino, sobre los labios de este. El sabor salado y fuerte calló de inmediato al oso.
–Shhh… en tu casa no… en mi hotel., vamos.
–En tu hotel… ¿de dónde eres?
–¿Yo? –Al chico pareció divertirle la pregunta –yo soy de Marte.
–Cómo te llamas… mi nombre es Qino –su ingenua educación de pueblo le empujaba a presentarse y ser correcto incluso en situaciones tan extrañas como esa. El chico no respondió, simplemente tiró de su mano para que Qino le siguiera, y así lo hizo, a pesar de lo que le dictaba el sentido común, a pesar de que en su cabeza una vocecilla aguda y chillona le recordaba los peligros de ligar a las tantas de la madrugada con desconocidos, a pesar de que le habría gustado follarse a Otxoa, siguió al desconocido del corazón en la cintura.
Rodearon los recién estrenados jardines de Ribera y siguieron callejeando hasta llegar a un hostal de la calle Pelayo, el coto privado de los osos. Mucho se había criticado la creación de un gueto dentro de otro gueto, porque visto desde fuera la calle Pelayo se había convertido en una reserva urbana de señores con barriga y pelos, amén de sus agregados en cuero y tachuelas. Resultaba curioso, cuando no ridículo, que el mundo gay fuera el primero en pedir su inclusión en todos los aspectos de la vida social y civil cuando, a veces, era el primero en discriminar, ya fuera a las pasivas, a las musculocas, a las bolleras o a los armarizados.
A esas horas además de algún club o discoteca, lo único que había abierto eran los mal llamados hostales, ya que los viejos hostales de los sesenta habían sido reformados, en su mayoría, para albergar a los nuevos chicos de provincias, que ya ni eran tan ingenuos ni tan pobres. Los nuevos hostales de Chueca se codeaban con algunos hoteles, cobrando sin pudor lo mismo que un cuatro estrellas de Castellana. El Rainbow llamaba la atención porque tenía su fachada enteramente cubierta con pequeños cristalitos, a modo de trencadís, que relucían a la luz de las farolas. Qino y su desconocido entraron en la recepción, el soñoliento recepcionista le dio la tarjeta al chico, no pareció preocuparle mucho que ambos llevaran la ropa a medio meter y que estuvieran visiblemente cachondos.
Los recepcionistas de los hoteles de Madrid eran como sacerdotes que veían y escuchaban, pero nada sabían ni decían. Como si hubieran sellado sus labios en pro de los encuentros fugaces, morbosos y pasionales. El recepcionista ya había visto más escenas parecidas y ya ni se escandalizaba porque en Madrid, de cuando en cuando, la calle bullía sexo y deseo. Y en plena calle Pelayo, entre bares de osos, leathers y saunas, era evidente que no eran los primeros que llegaban con un calentón, y algo le decía a Qino que tampoco era el primero en follar con el chico de rojo. A Qino no le importaba ser uno más, lo que necesitaba en esa insoportable noche de insomnio y calor era sexo, simple y llanamente follar.
Una de sus mayores pulsiones en la vida era el sexo. Montoya disfrutaba del sexo, del más cariñoso al más cañero, del casual al romántico. Con Robert o con Elvis estaba servido, pero ahora estaba obligado a una castidad que le hinchaba las pelotas en el sentido más físico y doloroso de la expresión.
Durante un segundo la bruma de los celos le cegó.
Mientras subían a trompicones las inmaculadas escaleras de madera, que habían sido restauradas concienzudamente, se comían el uno al otro, mordiéndose los labios, metiéndose mano y desnudándose, Montoya dudó un segundo si eso serían cuernos. A pesar de que Robert se lo había dicho mil veces, a pesar de que su no–novio tenía otros dos o tres no–novios, a pesar de que le había dicho explícitamente que podía follarse a quien quisiera, que él no era su marido y que no tenía que serle fiel, a pesar de todo sentía que le estaba poniendo los cuernos. Y de manera fugaz, casi imperceptible, casi inapreciable, volvió a rondar por su cabeza una palabra, encendida como un neón en un bar de los ochenta:
NOVIO.
Si sentía que le estaba poniendo los cuernos a Robert es porque pensaba que eran novios y eso… eso no es lo que él quería. Así que volvió a la realidad, al misterioso chico de rojo y a la escalera interminable que subía hasta el séptimo cielo. Todavía quedaban edificios seculares sin ascensor, como ese hotel o el bloque de Qino. El séptimo piso estaba pintado de blanco, como todo el interior del edificio, contrastaba con la antigüedad del bloque, que sería de un siglo como poco, las puertas de las habitaciones eran de espejo y el efecto de sus cuerpos, empujados por la pasión y el deseo, arrastrándose por el pasillo con la luz difusa del techo les puso aún más cachondos.
Qino tenía el pantalón desabrochado y el polo en la mano, su chico misterioso estaba directamente en slips, por supuesto rojos. Por fin llegaron a la habitación setenta y tres, entraron y entre risas y deseo, se terminaron de desnudar. Montoya no se equivocaba, el chico era bastante peludo y fibrado, con varios tatuajes y un piercing en el pezón izquierdo. En condiciones normales Montoya ni se habría fijado en él, pero esa noche era diferente y si el chico se había paseado por su calle seria que el destino quería que follaran como animales.
Alguien encendió una ducha en la habitación de al lado y en otra, lejana, tiraron de la cadena. La acústica de las casas viejas de Madrid era terriblemente indiscreta, Montoya estaba acostumbrado a las risitas y las miradas de reojo de sus vecinas los días en los que dormía con Robert. Sus polvos en la terraza debían de oírse hasta en la Latina.
Los dos se lanzaron desnudos contra la cama, que gimió escandalosa al recibir a los amantes. La habitación entera estaba decorada en blanco, impoluta e inmaculada. La ropa de cama, la descalzadora, la mesilla o la lamparita eran de diferentes tonos blancuzcos. El chico encendió la luz y la reguló con un pequeño mando a distancia, eran varias bombillas led que le dieron en seguida un tono rojizo a la habitación, como si fuera un puticlub barato, Montoya no le dijo nada, pero esa luz le molestaba, prefería follar con luz normal, pero desde pequeño había aprendido que el invitado debía acomodarse a lo que le ofrecían, incluso si su eventual amante parecía estar distraído mandando un SMS. Por fin dejó el teléfono en la mesilla y sonrió mientras le sobaba el cuerpo, gozando con su barriga y su tripa.
El misterioso chico no desentonaba con la habitación, seguro que no era casualidad, pensó Qino, todo en el chico era rojo, hasta sus tatuajes. Montoya le besó los labios, mordiéndoselos, con demasiado ímpetu, pero el chico pareció feliz por ello. Olía a sudor, un sudor suave, de recién duchado, Montoya lamió los sobacos y el pecho, bajó hasta el ombligo y se recreó en el pubis. Adoraba ese olor, penetrante, a sexo, a vicio… a vida. Montoya jugó con la polla del chico, estaba dura, como la suya, se la metió en la boca, la saboreó, lamiéndola de arriba abajo y pasando luego a los huevos. El chico gimió cuando Montoya le tiró sin querer de un arillo en el escroto.
–Sigue… no pares –el deseo con el que susurró esas palabras encendió a Qino, que se incorporó y de rodillas agarró con una mano los huevos del chico mientras con la otra le acariciaba el culo. Con un par de dedos ensalivados fue abriéndose camino poco a poco hasta que entraron suavemente, sin oponer resistencia. Montoya sonrió vicioso y el chico resopló de placer, mirando al armario, mordiéndose el labio y sonriendo como si Qino no estuviera allí.
Sobre la mesilla descansaban un par de condones rojos, Qino se puso uno, sabía a fresa, lo desenrolló sobre su polla y dejando caer un poco de saliva desde sus labios se la metió al chico aupándole las piernas sobre sus hombros, embistiendo con furia varias veces. El desconocido gemía, el oso resoplaba, y la cama rechinaba, todos juntos formaban un extraño coro de placer y deseo. El chico se empezó a masturbar al ritmo que le marcaban los empellones de Qino, alargó la mano y de un neceser que había en la mesilla sacó una botellita de Popper, lo aspiró profundamente mientras Qino se acercaba para besarle pero el chico le apartó la cara con los brazos, alejándosela, haciendo incluso fuerza con las piernas, mirando al espejo del armario, sonriendo, como si quisiera zafarse de él, pero el oso seguía aferrado a su cintura y a su culo, seguía embistiendo como un toro y el chico continuaba masturbándose, hasta que le miró, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta, jadeando y asintiendo, comunicándole sin hablar que estaba a punto de correrse. Montoya asintió, él también estaba a punto de irse. Aceleró el ritmo y sus empujones hicieron temblar la cama y la mesita de noche. El chico empezó a jadear como un potro, resoplando y chillando, lo que hizo que Montoya se pusiera aún más cachondo. Los dos gritaron a la vez, corriéndose al unísono. Montoya sacó con cuidado la polla, hizo un nudo al condón y lo tiró a la papelera, aunque cayó al suelo. Rendidos y agotados se tumbaron sobre la cama. Montoya buscó en su pantalón el tabaco, pero no encontraba el mechero.
–Oye... ¿Tienes fuego?
–Sí, espera que busco –dijo poniéndose de pie. Abrió el armario y buscó entre varias camisas, verdes, azules, moradas… de todos los colores –toma, quédatelas –dijo lanzándole unas cerillas.
–Oye cómo te llamas… todavía no me lo has dicho… –dijo el oso dando una larga calada al cigarro.
–¿Cómo quieres que me llame? Elige… –dijo robándole un cigarro y encendiéndolo.
–Cómo que elija –dijo riendo Montoya –qué eres, un fugitivo –dijo abriendo la ventana para que saliera el humo.
–Nooo. Mucho peor –respondió sonriendo pícaramente.
–¿Peor?
–Sí, pero es un secreto, por eso no puedo decirte como me llamo.
–Vale –dijo Montoya cediendo a su juego –te llamaré Rouge.
–Rouge –dijo el chico sonriendo.
–Claro, es rojo en…
–En francés, lo sé… me parece bien.
–Bueno Rouge y qué hacías de madrugada por la calle.
–Buscando una víctima… –dijo Rouge guiñándole un ojo.
–¿Yo soy tu victima? –Montoya seguía sonriendo, pero el jueguecito del chico misterioso que echa polvos con victimas callejeras no le gustaba un pelo.
–Todos somos víctimas –dijo lacónicamente Rouge.
–Te importa si me ducho, estoy pringado.
–No, claro.
Montoya cogió la ropa y entró en el cuarto de baño, algo pequeño, sobre todo para su corpulencia y encendió la ducha, supuso que todo el hostal les habría oído correrse y ahora todos le oirían ducharse. Se lavó todo lo rápido que la microducha le dejaba y en pocos minutos salió vestido y dispuesto a irse.
–¿No te quedas?
–Ehm… no, mañana madrugo, es decir, en nada entro a trabajar, casi va a amanecer y tengo que pasar por casa.
–Oh, vaya, que pena.
–Sí, ehm bueno, nos vemos –dijo sabiendo que nunca más iban a volver a verse. El arrepentimiento crecía por momentos, como una indigestión se aferraba a su estómago, y le retorcía las tripas.
–Claro –Rouge se levantó desnudo y le dio un pico –hasta otra tío.
Montoya respiró a gusto cuando se hubo cerrado la puerta, hacía muchos años que no tenía una aventura sexual de ese tipo, de hecho sus últimos ligues habían sido Elvis y Robert y con los dos había acabado en la cama al rato de haberse conocido, pero porque ellos se habían lanzado. Qino Montoya no era del todo consciente de su atractivo. Suponía que al ser grande y peludo no era lo que se dice guapo. A él le atraían los hombres delgados, más o menos velludos, con carácter y aspecto masculinos. Entendía que eso era lo bello, pero un tipo de metro noventa de más de cien kilos con barriga y pelos por todas partes nunca le podría parecer deseable. Rouge no era una excepción, habían follado, pero no le gustaba, y no se sentía cómodo con el juego absurdo del desconocido que sale a cazar por la noche.
Qino bajó las escaleras intentando que no crujieran mucho, a pesar de que ya era casi de día y la actividad del hostal se reanudaba, quería pasar desapercibido. Llegó a la planta baja y muy discretamente se despidió del recepcionista, como si nada hubiera pasado. El chico ni se inmutó, simplemente dijo un anodino «adiós, buenos días».
El sol estaba a punto de salir y Madrid estaba vacío, pero no muerto. Si la noche había sido tediosa y rara, el día se prometía lleno de oportunidades. Qino había decidido ir a su casa, ducharse de nuevo, ponerse guapo e ir a la comisaría con la mejor sonrisa, si era cierto que le iban a nombrar inspector jefe debía parecer sorprendido. Aunque si el elegido era Otxoa… qué cara pondrían los dos al encontrarse en la comisaría. Seguro que alguna puya le lanzaría, pero Qino las devolvería con media vuelta… o no. Nunca se le habría ocurrido atacarle de esa manera, aunque nunca antes Otxoa le había atacado a él tampoco, se habían insultado muchas veces, casi habían llegado a las manos, pero nunca, en todos los años que hacía que se conocían, habían forcejeado así. Y nunca le había encontrado tan atractivo. Ni cuando patrullaban juntos.
Qino tenía la boca seca, y el sabor de la polla de Rouge no se le había ido, echó mano a su bolsillo trasero y descubrió que no llevaba la cartera.
«Mierda, mierda, mierda».
Lo peor que le podía pasar a un policía era perder la cartera, era tan vergonzosamente ridículo, tan estúpidamente ridículo, que no se atrevería a decírselo a nadie, pero si además tenía que explicar el cómo y el dónde, se moriría de la humillación. Dio media vuelta para regresar al hostal pensando que le empezaban a encajar las cosas, era un chorizo, aunque no tuviera pinta de ello. Qino se maldijo a sí mismo por haber caído en algo tan viejo, aunque el chico no tenía pinta de ladrón, de hecho ese tipo de hostales eran bastante caros. Normalmente los ladrones que robaban a gais eran chavales en la Puerta del Sol que se aprovechaban de sus abdominales y su falsa ingenuidad para engatusar a señores y llevárselos a callejones cerca, donde les esperaba otro colega y tras un par de hostias le robaban la cartera, el móvil y el reloj. El hombre, abrumado y avergonzado, no solía denunciar y los chavales volvían a merodear impunemente la puerta del Sol. Qino corrió y entró ante la, ahora sí, asombrada mirada del recepcionista.
–Hola... De nuevo… ehm yo… –a su timidez se unía ahora un creciente sentimiento de vergüenza. Las orejas de Qino se encendían como la luz de la habitación de Rouge, llegando a un tono bermellón cuando se dio cuenta de que no recordaba el número de la habitación.
–Ha olvidado algo caballero –dijo con un levísimo y finísimo tono burlón el recepcionista.
–Yo… ehm… verás… –Qino quería morirse. Ojalá el suelo de tarima flotante se abriera y él cayera dentro –yo…
–Usted… –el chico parecía divertirse, posiblemente esto fuera lo más interesante que le había pasado en toda la noche, de hecho había abandonado el mamotreto que estaba leyendo, y expectante sonreía para ver como ese hombretón hecho un manojo de nervios salía airoso de una situación tan comprometida.
–Verás… he estado aquí hace un ratito… y me he olvidado algo en la habitación de mi amigo.
–¿Quiere que le avise? –propuso con una malvada sonrisilla.
–No, no… mejor subo.
–Bien. Conoce el camino… ¿cierto?
–Ehm… pues… no recuerdo el número –dijo entrando en erupción. Si hubieran podido medir su calor corporal habría roto cualquier termómetro. Qino sentía que toda su cara era un enorme y barbudo tomate ardiendo. El chico no pudo evitar sonreír al decir:
–La setenta y tres. Séptima planta, pasillo de la izquierda.
–Gracias –Qino contestó y sin mirar huyó de la recepción, haciéndose pequeño, como un ratón. Subió casi de puntillas, imprimiendo una inaudita velocidad a sus pasos. Enfiló el pasillo y cuando estuvo delante de la puerta dio un par de suaves toques con los nudillos, esperaba que audibles para Rouge, no quería llamar la atención más de lo que ya lo había hecho.
Rouge no contestó. Qino insistió y al dar el segundo toque, ligeramente más fuerte, la puerta se abrió.
«Habré cerrado mal… seguro que está dormido y no me ha oído» pensó Qino, así que entró sin hacer ruido. La cama vacía le alertó.
«Mierda» pensó «ya se habrá largado con mis tarjetas… joder, joder, joder» pero el ruido de la ducha le hizo pensar que Rouge estaba en el baño. «Qué coño hago… entro… ¿Le espero? ¡Mierda! ¡Joder! ¡Tonto!» Qino se dio un par de golpes en su cabezota. Miró nervioso la hora en el teléfono, eran casi las ocho, debía darse prisa, ya había amanecido. Un destello plastificado llamó su atención desde debajo de la cama. Su cartera, abierta como un libro, con los tarjeteros deslumbrando a la luz del sol. Se abalanzó sobre ella, comprobando con un gran suspiro que no faltaba nada.
«Se habrá caído… que hago, le digo algo… mejor no» se dijo y salió de nuevo de la habitación, asegurándose de cerrar bien esta vez. Bajó de nuevo las escaleras, con brío y mucho más relajado. Cuando estaba por el primero escuchó una conversación. La voz del recepcionista parecía divertida al contar su noche a su relevo. Qino quería morirse de nuevo, estaban hablando de él. Al llegar al último tramo pegó la cara a la pared y escuchó.
–Que sí, que ese chico lleva toda la semana follando como un loco.
–No sé, de día no le he visto con nadie.
–Claro, como que solo folla de noche, como los vampiros, hoy de rojo, ayer de azul… muy raro todo tío. Y esta noche con el oso.
–¿Con un oso? –dijo asombrado el relevo.
–A veeer con un tío barbudo, de los de aquí de Pelayo, gordito con mucho pelo.
–Aaah un oso de esos.
–Que digo yo que qué le verá, porque se ha subido de todo, tías, tíos y unos pivones que te cagas, pero un tío gordo...
–A lo mejor es vicio.
–Eso seguro.
–¿Y ha entrado alguien más?
–Na, solo un italiana. Muy rara también, vaya horas para hacer el checkin joder.
–¿Rara?
–No sé, yo creo que era travesti o drag, porque iba pintada como una puerta. Oye vente un momento, que te doy la hoja de turnos del mes que viene.
Qino vio el cielo abierto. A pesar de tener el orgullo herido decidió no decirle nada al capullo del recepcionista y salió corriendo del hostal. Ya en la calle, y suficientemente alejado, respiró ensanchando sus pulmones al máximo de su capacidad prometiéndose no repetir ese tipo de aventuras. Sus años de correrías nocturnas habían quedado atrás hacía mucho tiempo.
Comprobó nuevamente que tenía todo en la cartera y se encaminó a su ático. Su teléfono sonó de nuevo.
–Niño.
–Dime tía, ¿qué quieres?
–No, nada… que la Elvira, que no se ha muerto.
–Cómo que no se ha muerto.
–Pues eso hijo, que el de la residencia estaría dormido o drogado o yo que sé, pero que le tomó el pulso y como lo tiene tan lentito la pobre pues creyó que estaba muerta, pero que no, que está viva, jodía, pero viva.
–Muy bien tía… me alegro… te dejo que estoy entrando al metro. Qino cortó la conversación. Entró en su portal, creyéndose a salvo subió a su casa y al atravesar la puerta ratificó que definitivamente esa no iba a ser una noche normal.