Читать книгу Los muertos no tuitean después de medianoche - Diego Duque - Страница 7
CAPÍTULO 2
ОглавлениеPor octava vez esa noche el tren estrella Barcelona Sans-Madrid Puerta de Atocha paró en algún punto indefinido de su trayecto y por octava vez Daniela Quintana se maldijo a sí misma por no haber elegido el AVE de las 04:55 para ir a la capital. Se había dejado guiar por los buenos recuerdos, por los gratos momentos pasados veinte años antes en los convoyes nocturnos, cuando todo era mucho más sencillo, alocado y divertido, y el trabajo, el ocio y el amor cabían en el petate de la mili de su hermano… pero en pleno siglo XXI había sido una pésima y nefasta idea hacer un viaje tan largo, ya no tenía edad para dormir en un camastro mientras la cabina entera traqueteaba y se movía como una hormigonera. Incluso habiendo reservado una cabina para ella sola el viaje resultaba ciertamente incómodo.
Cerró «Asesinato en el Orient Express» y pensó por un momento en las lánguidas damas inglesas que se recorrían medio mundo dentro de él… ¿Cómo lo aguantarían? Sin aire acondicionado ni calefacción, en un viaje de días. Sin duda alguna debían de estar hechas de una pasta diferente, una especie de raza superior que conseguía equivocar a todo el mundo con sus manguitos de zorro, sus tocados imposibles y su té de las cinco, haciendo gala de una falsa fragilidad que se volvía acero en las más duras condiciones.
Definitivamente ella no habría sido una buena dama de alta alcurnia, alguna vez, por su trabajo, se había tenido que mover por las altas esferas y los resultados habían sido satisfactorios, sabía fingir muy bien, camuflarse entre señoronas y mandamases, integrarse con ellos para no dar la nota, aunque prefería el mundanal ruido, la calle y la gente más auténtica.
Estaba ansiosa por llegar a Madrid, por eso cada parada, cada bache, cada frenazo inesperado del tren le ponía los nervios un poco más crispados. Alguien llamó a la puerta de su cabina.
–Sí –respondió.
–Estamos llegando a Madrid, señora.
–Oh… gracias.
Daniela sonrió, nunca se había sentido una señora, en su trabajo ser una señora era síntoma de debilidad. Se puso en pie, bajó la maleta del portaequipajes, metió el libro en el bolsillo exterior, revisó el bolso y miró por la ventana. A pesar de la oscuridad, Madrid era hermoso, casi mágico, y le recibía con un tímido vaivén de luces que caprichosas se encendían en las azoteas y buhardillas. Volver a Madrid era como visitar a una antigua amiga a la que, a pesar de no haber visto en muchos años, una siempre reconocía. Seguro que Malasaña había cambiado mucho, sabía que ahora los hípsters ocupaban el lugar de los punkis y que lo vintage y las pop–up stores estaban de moda. Sacó su cartera, desdobló un papel y releyó la dirección de su destino, cerca de la plaza del Dos de Mayo. Después se dispuso a salir del tren, zigzagueando entre un mar de viajeros somnolientos, asegurándose de que su pistola seguía bien sujeta a su cintura.