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CAPÍTULO 6

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Las ocho de la mañana habían llegado, una vez más, antes de lo previsto pillando totalmente desprevenida a Verónica, una vez más su exmarido no llegaba puntual, una vez más los niños iban a llegar tarde al colegio, la segunda vez esa semana… la tercera en quince días de curso. Un desastre absoluto a la par que una nueva marca personal.

Definitivamente Verónica no tenía edad para estar hasta las tantas de la madrugada de club en club, estaba rendida y sin fuerzas para nada. Aun así hizo acopio de valor y saltó de la cama, se puso lo primero que pilló, unos vaqueros negros y una extraña camisa con puntillas que no recordaba haber comprado, sin bragas y con tacones fue a buscar a sus hijos a la habitación. Los niños dormían en una litera que ella misma había montado porque su exmarido se había escaqueado para no hacerlo, subió la persiana y como en un ensayado ballet se movió entre zapatillas, juguetes y sillas giratorias como una anguila en un acuario. De un solo golpe recogió la ropa sucia, retiró las mantas y con varias palmadas alertó a sus hijos, que impertérritos asistían al enésimo ataque de tarditis de su querida madre. Con un giro de muñeca mandó a uno a la ducha y al otro a la cocina, mientras ella abría la ventana y aireaba las sabanas. Luego en la cocina, preparó sendos colacaos con galletas y zumos naturales en poco más de dos minutos, le dio un toque al frigo para que dejara de hacer ese ruido que ella se empeñaba en ignorar pero que no auguraba nada bueno y mientras el pequeño desayunaba y el mayor se duchaba Verónica revisó si llevaba todo en su bolso, cuando escuchó la ducha apagarse dio una orden seca y corta de manera que se intercambiaron la posiciones. Acto seguido y sin pestañear cerró la ventana, hizo las camas de la litera, la suya propia, vació los ceniceros, organizó el sofá y recogió el puñetero cable de la consola. Cuando el segundo turno de ducha y desayuno hubo terminado, recogió todo tan rápido como lo había preparado y antes de que el iPod diera la media ya estaban en la calle esperando al autobús del cole.

Aunque era extremadamente agotador una vez más Verónica lo había conseguido. Encendió un cigarro y cruzó la calle Atocha, por inercia, sin mirar. En su bar de siempre le esperaba su desayuno habitual, pero esa mañana decidió darse un homenaje y concederse un respiro pidiéndole a Paco, el camarero, un cortado y cuatro churros. Se sentó en la barra y mientras revisaba los mails en el móvil comía, más bien devoraba, los churros. Verónica sabía que se arrepentiría por ese desayuno, no solo porque era una bomba calórica, sino porque no debía hacerlo, y ahí radicaba tal vez su mayor placer, en el debía, si estaba prohibido, sabía mejor y esa semana se estaba permitiendo pequeños placeres prohibidos, pequeños caprichos para liberar la tensión acumulada. Como cuando era adolescente que pagaba el estrés con tabaco y comida, en el fondo había cosas que nunca cambiaban, y esa semana era extenuante, no solo por lo que iba a hacer sino por lo que había hecho, salir hasta la madrugada todas las noches, volver agotada a casa, preparar meriendas, cenas y hacer los deberes de los niños y los suyos propios.

Sacó su IPad y respondió los correos que ya había leído en el móvil. Odiaba escribir con el iPad, pero era mil veces preferible a hacerlo con el teléfono, tecleó varias frases cortas, afortunadamente la pantalla estaba cubierta con un plástico adhesivo que, entre otras cosas, le protegía de la grasa de los churros. Cogió el iPad con una mano mientras con la otra remataba el cortado y la tableta literalmente se deslizó de sus manos, la intentó coger, pero con la grasa se escabullía como un marrano en una pocilga. Igual que si fuera un disco volador salió disparado hasta un taburete y gracias a la providencia divina no se cayó, aunque se habían abierto algunas carpetas con fotografías y documentos comprometidos. Una mujer que desayunaba un inmenso croissant a la plancha miró el aparato con desprecio, sin hacer la más mínima intención de cogerlo por si se caía, pero cuando vio las fotos su expresión cambió. Verónica se dio cuenta y rápidamente se secó las manos con un par de servilletas y recuperó su iPad apagándolo. Nunca había soportado las miradas indiscretas.

Salió unos minutos después y cruzó hasta santa Isabel para subirla entre trompicones por culpa de los tacones y las obras, zigzagueó y bajó las empinadas calles de Lavapiés hasta llegar a la antigua fábrica de lejía. Abrió la puerta magnética y la reja de hierro, y acompañada por la intensa luz que bañaba la fachada entró en el edificio. Pasó un par de salitas, un patio y entró en una habitación blanca, amplia y totalmente vacía, respiró hondo y satisfecha observó la pared, era perfecta, la mejor opción para sus propósitos. Sacó de nuevo su iPad y buscó las fotografías y los documentos que antes había escondido a los indiscretos ojos de la señora en el bar, elevó la tableta y comprobó que sus medidas eran exactas, todo encajaría en su sitio, estaba obligada a ello, todo tenía que ser como un puzle perfecto, solo tenía una única oportunidad de hacerlo.

Su teléfono sonó agudo y amplificado en el espacio diáfano de la fábrica, envolviendo el silencio con un absurdo tono musical elegido por su hijo menor, el mismo que le había hecho la pulsera de gomitas que llevaba a todas partes como amuleto.

–Hola querida –la masculina voz de Silvio Molinaro la embargó. Si había un hombre al que denominar macho ese era el.

–Silvio…

–Tengo un par de cosas para ti, ¿las puedes pasar a recoger?

–Claro… esta tarde, a las cuatro.

–Esta tarde imposible, tengo que llevar a mis hijas a hockey. ¿Podrías esta mañana?

–Claro –Verónica no podía negarse a Silvio, su voz rezumaba hormonas, incluso por teléfono –dentro de una hora o así.

Verónica colgó. Fantaseó con su hombre ideal e imposible, un apuesto y masculino padre divorciado que llevaba a sus hijas a hockey y le pasaba religiosamente la pensión a su exmujer y regresó a la realidad. Abrió una carpeta de documentos del iPad y comprobó una vez más las indicaciones que había sacado de la Wikipedia y de varios foros, así como la lista que le había dado el hombre del club de la calle Pelayo, revisó si tenía todo lo necesario, el mazo, los clavos, la peana, el botecito… le dio varias veces al doublecheck de la lista, sonrió satisfecha consigo misma porque sí, tenía todo lo necesario para crucificar a Toño.

Los muertos no tuitean después de medianoche

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