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CAPÍTULO 3

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El chico del corazón luminoso alzó la cabeza y sonrió a Qino como si le conociera de toda la vida. Era bastante atractivo, el oso devolvió la sonrisa aunque tenía serias dudas de que pudiera verle, ya que en su tejadillo apenas había luz. El chico continuó andando por san Vicente, cien metros después se giró y miró de nuevo a Qino. Aunque estaba lejos, aunque no veía su cara, Qino sabía que le miraba a él e incluso habría jurado que le había lanzado un beso con los dedos.

Qino se echó un poco más adelante, apenas podía ver al chico, lo estrecho de la calle y los balcones le impedían saber a ciencia cierta dónde estaba, pero era seguro que le miraba a él… a quién si no. Una tosecilla perfectamente fingida y ensayada le sacó de su ensimismamiento. Qino pegó un respingo y saltó hacia atrás con la mano en el pecho peludo. La tosecilla se tornó a carcajada malvada. En otras circunstancias Qino Montoya habría odiado a la portadora de la risilla, pero a Nina se lo permitía casi todo.

–¿Qué coño haces? ¡Casi me matas del susto!

–¿Yo? Mira quien habla, Qinito cielo ¡eres un coñazo! –la ventaja de que su vecina fuera, además, su mejor amiga radicaba en que podía mandarle a la mierda o espetarle verdades como puños a la cara, algo en lo que Nina, al igual que la tía Gloria, era experta.

–¿Cómo que un coñazo?

–Totalmente, desde que te dejó Elvis… –dijo Nina con entonación malvada.

–Elvis no me dejó. Lo dejamos –terció Qino.

–Como quieras… desde que él no viene los miércoles, das más vueltas que una peonza, cariño, eres muy coñazo, haces ruido y me despiertas.

–Que yo te… –Qino frenó en seco por un momento había olvidado al misterioso chico del corazón en el cinturón –mierda –dijo asomándose de nuevo –lo he perdido –dijo con medio cuerpo fuera como si de Julieta se tratara, buscando un Romeo barbudo y de mirada ausente. Algo brilló lejos, casi en Fuencarral, era el cinturón. Qino se convenció a si mismo de que lo que habría visto relucir era el corazón de aquel muchacho. En su cerebro se apartaron de un manotazo las posibilidades racionales, un semáforo, una botella rota, el intermitente de un coche… había demasiadas, por eso Qino se aferró, inexplicablemente, al corazón del desconocido. Qino se vistió rápidamente, dejando a Nina con la palabra en la boca, y salió a la caza del joven misterioso.

Nina le llamó, pero el osote no hacía caso. Nina sufría por su amigo, por su Qinito del alma. Nina y Qino habrían sido la pareja ideal, si a ella no le atrajesen los cabrones con la mano muy larga y la vergüenza muy corta y si a él le hubieran gustado las mujeres y la vida en pareja.

Qino bajó las escaleras de madera lo más silenciosamente que pudo, no quería despertar a sus vecinos, en especial a Doña María, la más cotilla y metomentodo de todas ellas, heroína anónima que consiguió dignificar la fachada de su edificio con la placa que recordaba que allí se ambientó Barrio de Maravillas de Rosa Chacel y opinadora, en general, de cualquier aspecto de la vida de Qino y sus amantes. Abrió la mastodóntica y ruidosa puerta con sumo cuidado y cerrando tras de sí, giró a la izquierda. Suponía que el chico no habría llegado muy lejos. Corrió ciertamente desesperado. Qino Montoya no solía correr, eso no iba con él, casi nunca hacia deporte, confiaba en que sus arterias y su corazón no lo necesitaban, aunque el tabaco y los kilos de más opinaban lo contrario.

Llegó a Fuencarral, parando en seco y sin saber a qué lado ir. Oteó el horizonte como si buscara un barco en la costa, pero no encontraba ni rastro de la barba ni del cinturón con el corazón brillante. Respiró hondo y pensó en lo ridículo que era todo. Qué coño hacia a las tantas de la madrugada buscando a un chico al que no conocía ni sabía nada de él.

Su sentido común le empujaba a volver a casa, fumarse otro porro, hacerse una paja e intentar dormir algo, su jornada de trabajo se presentaba larga y agotadora, no porque hubiera casos difíciles, básicamente lo que tenían no eran crímenes, solo muertes accidentales en un instituto o en un centro cultural de Lavapiés, sino porque si eran ciertos los rumores que le había contado el subinspector Nerim, ese miércoles el comisario Velasco nombraría al sustituto temporal mientras la inspectora jefe Arjona estuviera de baja maternal. Y era bien sabido que tanto el inspector Otxoa como el mismo Montoya eran los firmes y lógicos candidatos. Pero su deseo… su deseo le empujaba a cometer una temeridad. La ley del deseo era la más fuerte de todas, la que muchas veces empujaba a cometer verdaderas estupideces o temeridades; y en ese territorio, Qino Montoya, era todo un experto. Hacía unos años casi le había jurado amor eterno a uno de sus novios y por no ser capaz de romper con otro de sus amantes le había convertido en una fiera. Qino Montoya cedía más ante el deseo que ante la lógica.

Encendió un cigarro. Casi habría podido aspirar todo el humo de golpe, como hacía cuando se pasó al ultralight. La ansiedad le carcomía, las ganas, la necesidad le estaban volviendo loco. Su pulso, acelerado, se subió hasta su garganta, latiendo furiosamente. Sintió miedo, por un momento se asustó, esa sensación nunca la había experimentado de una manera tan fuerte, tan arrebatadora… nunca había sentido un vacío así, incapaz de ser aplacado con nada, y todo desde que se había ido Elvis… sería que se había enamorado de él ¿era eso? Era amor… se negaba a creerlo. Se convenció a si mismo de que en realidad era deseo, no amor, que simplemente lo que le pasaba es que le picaban los huevos, que necesitaba sexo, simple y llanamente. Follar. La más baja de las pasiones y la que más le gustaba. Si no, por qué otra razón se iba a ver lanzado en plena noche a perseguir a un barbudo al que ni conocía. De hecho no le atraía, seguro que sería muy peludo y a Qino le gustaba el vello en su justa medida y lugar. Siempre opinaba que el pelo y los kilos los ponía él.

Como un niño perdido y desorientado en un centro comercial giró la cabeza a ambos lados y ante la total y absoluta falta de pistas decidió que ya que iba tras un corazón se dejaría llevar por el suyo. A pesar del corpachón Qino Montoya a veces podía resultar muy cursi. Robert, su amante escocés le decía que debajo de esa coraza de pelo y carne, se escondía un niño tímido y dulce. El escocés también era bastante cursi, pero después de decir eso le solía follar como si estuvieran grabando una película porno.

Tenía tres opciones, que se multiplicaban por mil entre las calles de Malasaña, Chueca y Tribunal. Qino giró sobre una baldosa, como si bailara un chotis, y se maldijo, no había absolutamente nadie en la calle. Era impensable una calle Fuencarral vacía, pero esa ardiente noche lo había conseguido. Madrid no dormía, no lo necesitaba, siempre dispuesta, siempre despierta… menos esa noche. Durante un minuto sopesó la posibilidad de preguntarle a los vigilantes del Tribunal de Cuentas si habían visto pasar a alguien vestido de rojo y en qué dirección se había ido, pero afortunadamente el sentido común le impidió hacer tamaña estupidez.

«Piensa Qino… piensa… a dónde podría haber ido… ¿a su casa? No, nunca le había visto por aquí… ya, pero ahora están llegando muchos estudiantes y mucha gente nueva al barrio… joder… los bares ya están cerrados… el metro también… puede ser una discoteca… ¡claro!». El razonamiento y la lógica por fin se impusieron a las ansias y a la erección que le atormentaba, se dirigió a la calle Barceló, la única discoteca que conocía estaba allí, así que le pareció la opción más acertada, seguro que al menos habría alguien cerca a quien preguntar. El teléfono de Montoya aulló, haciendo temblar hasta los cimientos del Museo de Historia. Qino desbloqueó la pantalla e incrédulo contestó.

–¿Tía Gloria?

–Si hijo sí, soy yo.

–Pasa algo, mamá está bien –preguntó inquieto.

–Si hijo si, ha pasado lo que tenía que pasar.

–¿Qué, qué? –chilló.

–Tranquilo no es tu madre es la prima Elvira.

–¿Quién?

–La prima Elvira, del tío Jacinto, si hombre si… la de la residencia.

–Ah… si –Qino asintió aunque en realidad no recordaba quienes eran la tal Elvira o el tío Jacinto.

–Pues se ha muerto hijo. Pobre, tenía ya… lo menos noventa años, ya había vivido mucho.

Qino estuvo a punto de reírse, pero no le parecía correcto, después de todo había muerto alguien, pero le fascinaba la facilidad con la que en los pueblos la gente decidida cuando uno había vivido bastante y si ya no era tan terrible que muriera, aceptando la muerte como un paso más en la vida.

–¿Y por qué me llamas?

–Pues para que lo sepas, estas cosas Qino hay que avisarlas en seguida, que si no luego la familia comenta, murmura y te ponen a caer de un burro. ¿Vendrás al velatorio?

–¿Al velatorio?

–Sí, será mañana todo el día hasta pasado, que la entierren.

–Pues no creo tía… trabajo…

–Ya ya ya, tú y tu trabajo, Qino hijo, sé que tu trabajo es muy importante, pero tienes una familia, unos deberes que cumplir. Tu pobre madre no sabes lo que sufre por ti, allí solo, tu solo, tan solo.

La tía Gloria tenía la peculiaridad de pronunciar la palabra solo cargada de dobles sentidos, pero Qino no iba a picar. Su tía quería saber si su sobrino maricón tenía novio, marido o lo que fuera, y él no le iba a dar ese gustazo.

–Tú dile que no se preocupe, que estoy muy bien. ¿Está por ahí?

–No, duerme. Ella quería esperar a mañana para decirte lo de la prima, pero era mejor llamarte cuanto antes.

–Sí, tía si… pero no creo que pueda ir, ya sabes, que los polis nunca descansamos.

–Bueno tú te acercas y ya está, si es solo un ratico.

–Bueno veré lo que puedo hacer. Anda un beso tía.

–Un beso primor. Y échate un apaño ya, anda, dame esa alegría antes de morir.

–Anda, anda… que tú me enterrarás –Qino colgó. Sin querer había estado caminando mientras peleaba para no sucumbir a las triquiñuelas rurales y se había pasado de calle, estaba por Apodaca una calle en la que había una tienda ecológica en la que solía comprar, paralela a Barceló. Caminó para llegar al fondo de la calle y coger Barceló por un lateral, cerca de la sauna HotSteam. A la altura de Churruca se encontró, no con su desconocido de rojo, sino con quien menos esperaba ver a esas horas y en esa calle. Otxoa, el otro inspector de la comisaría, el otro gallito del corral. Muy guapo, muy chulo, con un culazo impresionante y casi siempre buen policía, pero tremendamente bocazas, homófobo, machista y bastante gilipollas.

Qino no pudo resistirse y se acercó a su compañero con todo el regocijo que esa pequeña maldad le producía.

Los muertos no tuitean después de medianoche

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