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CAPÍTULO 4

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Como una polilla alrededor de una lámpara Toño revoloteó por el bar una vez más. Estaba nervioso, no había conseguido dormir, no por el calor, ya que gracias al aire acondicionado su estudio parecía un iglú, sino por los nervios.

Los nervios que le atenazaban el estómago y no le dejaban comer desde hacía casi una semana. Los nervios que le habían provocado diarrea, vómitos e incluso una taquicardia. Los nervios que le despertaban cada diez minutos. Los nervios que le atormentaban ya estuviera despierto o dormido. En su última visita a urgencias le habían dado unas pastillas para que se relajara, pero no podía, nada le calmaba, nada aplacaba los nervios, solamente parecía tranquilizarse un poco con largos paseos, como el que estaba dando esa noche. Después de intentar dormir y de consultar los dobles checks más de mil veces, después de enviar más de una centena de MD que nunca serían respondidos, después de recibir decenas de SMS con el texto «apagado o fuera de cobertura», después de stalkear y llorar había decidido caminar hasta que cayera sobre la cama rendido y cerrando los ojos apagara el cerebro.

Ya se había recorrido casi toda la calle de Alcalá desde su casa, a la altura del número cuatrocientos, hasta la misma puerta y ahora había girado para Chueca, subiendo por Barquillo. Como si de una broma del destino se tratara había ido a dar con un club leather. Uno extremo. Puro sexo sin control o limites, sufrimiento y deseo por quince euros más consumición, ya que los miércoles era la noche feliz. No quiso defraudar al destino y entró en el club, dejó su ropa en una taquilla, sin importarle lo roñosa y sucia que parecía estar y vestido solamente con sus botas y unos calcetines blancos entró excitado y temeroso a la vez. Hacia dos o tres años había estado con Caín, su exnovio, en un club parecido en el que como siempre él había disfrutado más y Toño se había doblegado, pero nunca se había atrevido a hacer algo así el solo.

Nada más atravesar una gruesa cortina plástica, como las de los mataderos, le abofeteó un fuerte olor a sexo, sucio, cargado, lleno de hormonas, enriquecido con Popper y alcohol. Muy excitante y al mismo tiempo muy agresivo para su sensible pituitaria. Toño paseó observando, tocando levemente con las yemas de los dedos, no se atrevía a participar y eso que la oferta era amplia. A su derecha un par de potros de tortura medievales en los que destacaban sendos hombretones amarrados e inmovilizados con correas y sogas, parecían disfrutar con las pollas y las porras que les violaban sin miramientos. Cerca, colgados de varias cadenas, relucían los culos de varios hombres, algunos imberbes otros esmirriados, atados como si fueran brujas de la inquisición. Rítmicamente un amo enmascarado les azotaba con un látigo y les dejaba caer cera sobre la piel que tornaba del rosado al púrpura a ritmo de gemidos y lamentos. Al fondo varios sillones y una gran cama circular en la que un hombre atado de pies y manos daba vueltas y recibía meadas y corridas a partes iguales.

Pero lo que más llamaba su atención era un hombre embutido en un traje de látex, del que solo se veían sus ojos, que gemía y lloriqueaba mientras le colgaban de unas argollas que había en una cruz de madera. Toño no podía apartar la mirada de ese hombre, su erección debía de ser escandalosa, incluso para un sitio así, porque en seguida tuvo a un esclavo, azuzado por su amo, mamándole la polla. Toño le apartó, no quería perder de vista al otro hombre, el de la cruz. Se acercó, tocó tímidamente el látex, sintió su tacto nacarado, le embriagó su olor levemente picante, se excitó aún más y sin saber por qué lamió el látex que cubría su cuerpo. El sabor era amargo, como el de los condones baratos pero más acentuado, posiblemente porque alguien había eyaculado o meado encima, ya que aun cuando la luz era tenue y difusa, brillaba como si estuviera hecho de plata.

–¿Te gusta? –le dijo una voz viscosa.

–¿Qué? ¿Cómo? –dijo Toño saliendo de su trance.

–Que si te gusta mi perro –dijo de nuevo la voz. Toño no le miraba, no podía apartar la vista del esclavo.

–Si… si… mucho –dijo por cortesía.

–¿Lo quieres?

–¿Cómo?

–Que si lo quieres… ¿eres nuevo aquí verdad? ¿Nunca has usado a un perro como este?

–No… –dijo tímidamente –nunca.

–Pues tuyo es. Úsalo… todo tuyo tío –dijo orgulloso de ceder a su perro.

Toño no sabía que decir, estaba excitado y asustado a partes iguales, no podía pensar bien, el Popper, incluso sin esnifarlo le mareaba mucho, no le dejaba razonar. Su exnovio lo usaba siempre, era como un ritual, se ponía ciego de Popper y le follaba violentamente. Alguna vez insistía en que él fuera el activo, el que se colocara hasta las trancas y se la clavara, Toño lo intentaba, pero el Popper le provocaba vahídos.

Sintió una boca aferrada a su polla de nuevo, otra vez el esclavo que le mamaba sin el haberlo pedido. Le apartó violentamente, miró al esclavo crucificado y buscó sus ojos en la máscara de látex. Sumisos, deshumanizados. Por un momento los vio, sintió pena, asco y dolor. El estómago se le contrajo de la arcada y la angustia. No podía seguir ahí.

Sintiendo la mirada del esclavo clavada en la espalda salió del club, se vistió como pudo y enfiló la calle Pelayo, la que tantas veces había paseado con su exnovio Caín y a la que el subconsciente le había llevado en su paseo nocturno. Aceleró el paso hasta la plaza de Chueca, con suerte el metro ya estaría abierto y podría volver a su casa e intentar dormir un rato.

Los muertos no tuitean después de medianoche

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