Читать книгу Dios salve al primo - Donald E. Westlake - Страница 10
5
ОглавлениеMedia hora después, mientras volvía caminando a casa a través de Madison Square Park, una chica con pechos de mazapán se me echó encima, me besó de forma sonora y me susurró al oído:
—¡Haz como si me conocieras!
—Oh, venga —repuse en tono irritado—, ¿tan tonto me consideras? —Y la aparté de un empujón.
—¡Cariño! —gritó ella, impertérrita, extendiendo los brazos hacia mí—. ¡Cómo me alegro de volver a verte!
Se adivinaba el pánico en sus ojos, y su bello rostro se veía afeado por las marcas de la tensión.
¿Iría en serio? A fin de cuentas, siempre pasan cosas raras. Y estábamos en Nueva York, a escasas manzanas de Naciones Unidas. Igual había una red de espionaje que...
¡No! Por primera vez en mi vida, tenía que mantenerme escéptico. Y si esto no era el inicio de alguna variación del timo de la estampita, yo no era el bueno de Fred Fitch, conocido y estimado por todos los sacacuartos del país. («La verdad, Fred —me dijo una vez Reilly—, es que no andas en coplas porque esa gente no canta».)
Dije:
—Señorita, usted se confunde. Yo no la he visto en mi vida.
—Si no me ayudas —repuso ella rápidamente, echando el bofe—, me quitaré la ropa y juraré que me atacaste.
—¿En Madison Square Park? ¿A la una menos diez de la tarde? —pregunté, señalando hacia las hordas de oficinistas comiendo bocatas, viudas que alimentan a las palomas y jubilados en trance hipnótico que llenaban los bancos y senderos que nos rodeaban.
Ella miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—Bueno, vale —aceptó—. Merecía la pena intentarlo. Venga, Fred, vamos a tomar algo y a hablar del asunto.
—¿Sabes quién soy?
—Claro que lo sé. ¡Si el tío Matt se pasaba la vida hablando de ti! De las veces que te había tenido en sus rodillas cuando no levantabas un palmo del...
—No vi al tío Matt en toda mi vida —afirmé—. Eso no hay quien se lo trague.
Se irritó sobremanera, se llevó las manos a las caderas y me espetó:
—Muy bien, listillo. ¿Quieres saber qué ocurre o no?
—No estoy muy seguro.
Aunque claro que quería saberlo. La hermana gemela de la credulidad es la curiosidad.
Se me acercó de nuevo, tanto que el mazapán casi me rozó la camisa.
—Estoy de tu parte, Fred —me susurró.
Se puso a tocarme la corbata. Contemplando sus propios dedos, juveniles y sexis al mismo tiempo, murmuró:
—Tu vida está en peligro, ¿sabes? Poderosos intereses en Brasil. Los mismos que asesinaron a tu tío Matt.
—Y ¿tú qué pintas en todo eso?
Echó un rápido vistazo alrededor y dijo:
—Aquí no. Pásate por casa esta noche... Calle Setenta y ocho Oeste, número 160. Smith. Preséntate a las nueve.
—Pero ¿se puede saber de qué va esto?
—No nos pueden ver juntos —contestó ella—. Es demasiado peligroso. Esta noche, a las nueve.
Dicho lo cual, se alejó de mí y echó a andar velozmente hacia Madison Avenue, con la falda revoloteando en torno a sus piernas. Hasta los jubilados de los bancos abandonaron momentáneamente su sopor para contemplar el espectáculo.
Murmuré para mi capote: «Setenta y ocho Oeste, número 160», dispuesto a memorizar esa dirección. Pero luego, cabreado conmigo mismo, meneé la cabeza, pues estaba a punto de caer en una nueva trampa. Adoptando una actitud decidida, eché a andar hacia el sur, sin tener ningún otro incidente, y me encontré frente a la puerta de casa a la rubia más espectacular que he visto en mi vida. Si la otra estaba hecha de mazapán, esta era de acero relleno de almohadas. Parecía una de esas que salen en los dibujos animados poniendo cara de dura mientras la suben al furgón policial.
Estaba apoyada contra la puerta, con los brazos cruzados —canturreando unas estrofas de Lili Marleen, probablemente—, pero cuando aparecí yo, se puso tiesa, se llevó las manos a las caderas —ya era la segunda en quince minutos que me hacía lo mismo— y me espetó:
—Así que tú eres el sobrino, ¿eh? Pues no pareces gran cosa.
—Ni lo intentes —le advertí—. No sé qué pretendes, pero te he clichado.
—Seguro que te pareces cantidad al lechero —dijo ella—. Yo ya le dije a Matt que no eras más que un sarasa, pero no me hizo ni caso.
—¿Un qué?
—Un sarasa. Un lila. Una locaza. Un mariquita.
—Oye, mira...
—Mira tú... —me interrumpió, y abrió un bolso de cuero negro del que extrajo una carta—. Léela.
Mi nombre estaba escrito en el sobre por una mano masculina incapaz de ir más allá del tembleque y el garabato. Me hice con la carta, le di la vuelta sin abrirla y añadí:
—Supongo que dentro habrá una nota que, en teoría, es del tío Matt.
—¿En teoría? Pero ¿qué expresión es esa? ¿No habrás estado viendo al abogado maricón?
—¿Te refieres a Goodkind?
—A ese me mismo refiero. Y nada de «en teoría», esa carta es fetén.
—Te voy a hacer un favor —le dije—. Ni siquiera la abriré. Te la devuelvo y sigues con tus asuntos. No te entregaré a la policía y quedaremos en paz.
—Eres un encanto —me soltó ella—. Eres un príncipe de la hostia. Léete la carta mientras busco el violín.
—No pienso leerla —le aseguré—. Y si lo hiciera, no me creería ni una palabra.
Me dedicó una mirada especialmente gélida y siguió plantada ante mi puerta con los brazos en jarras.
—¿Con que esas tenemos? —inquirió.
—Esas tenemos —repuse, esperando que en cualquier momento se lanzara a darme de puñetazos.
En vez de eso, me señaló con un dedo culminado en escarlata y dijo:
—Te voy a decir una cosa, guapo. Hace falta alguien mejor que tú para deshacerse de la pequeña Gertie. Más vale que te andes con ojo.
—¡La pequeña Gertie! ¿Se supone que esa eres tú?
—Eres de lo que no hay —dijo ella—. Deja de hacer el gilipollas y léete la maldita carta.
—No te rindes nunca, ¿eh?
—¡Que te leas la carta!
—Vale. Discúlpame un minuto. Apártate, ¿quieres?, que voy a abrir la puerta.
Se apartó, yo abrí la puerta y ambos entramos en el apartamento.
—Oh, qué mono —declaró ella mientras le echaba un vistazo al salón—. Aunque no le iría mal algún toque masculino.
—Serías la persona ideal para ello —le solté mientras me dirigía hacia el teléfono.
Me observó sorprendida durante cinco segundos, y luego soltó una mezcla de carcajada y ladrido y me dijo:
—Vaya, vaya, ¡si aún va a resultar que tiene carácter!
Tiró el bolso de cuero en el sofá —que respondió con un crujido de disgusto— y añadió:
—¿Tienes algo para beber? Aparte de licor de melocotón, claro está.
—Tampoco te vas a quedar mucho tiempo —le dije, y me puse a marcar el número del despacho de Reilly.
—No te pongas del todo en evidencia, chato —dijo ella, dando vueltas a la habitación y haciendo muecas ante mis cuadros—. Primero llama a Goodkind y pregúntale por mí. Gertie Divine, el Súper Cuerpo
Levantó los brazos, se dio media vuelta hacia mí y pegó un brinco que sonó como una explosión.
Se la veía muy segura de sí misma. Pero todos parecían estarlo, ¿no? ¡Anda que no iban sobrados el manco, Clifford y el poli ful de esta mañana!
De todos modos, yo ya había cometido un grave error al enviarle a Reilly a Goodkind. ¿Estaría metiendo la pata de nuevo? Dejé de marcar el número de Reilly, colgué, me hice con el listín, busqué el número de Goodkind y le llamé.
Estaba más suave que un guante.
—Vaya, vaya, pero si es mi cliente favorito. Además del tío al que voy a demandar por difamación y atentado al honor. ¡Je, je!
—¿Ha oído hablar de Gertie Divine? —le pregunté.
—¿Cómo? —Parecía tan pasmado como si le acabase de sacudir con una plancha—. ¿Tú dónde has oído hablar de ella?
—La tengo aquí delante.
—¡Deshazte de ella! No le hagas caso, ¡no escuches ni una sola palabra de lo que te diga! Fred, te lo ruego, te urjo con toda vehemencia a que te quites de encima a esa mujer inmediatamente.
—Preferiría que no me llamaras Fred. —dije.
—Sácala de ahí —insistió, aunque algo más calmado—. No puedo decirte otra cosa: deshazte de ella.
—Dice que tiene una carta del tío Matt —aduje.
Y ahí volvió a perder los estribos:
—¡No la leas! ¡Ni la toques! ¡Cierra los ojos, tápate los oídos, échala!
—¿Debería llamar a Reilly?
—¡Por el amor de Dios, no! ¡Limítate a quitártela de encima!
—¿Podrías decirme una cosa? —le pedí—. ¿Podrías decirme quién es?
Hubo una breve pausa mientras el hombre se tranquilizaba; y acto seguido, en voz muy baja, añadió:
—¿Para qué te quieres liar con esa mujer, Fred? No es precisamente una buena chica, ¿sabes?
—Preferiría que no me llamaras Fred —le repetí.
—Es una cutre —siguió él—. Es analfabeta. Es de clase baja. No es tu tipo en absoluto.
—Y ¿qué tenía que ver con el tío Matt?
—Eeeeeeh... Bueno, vivía allí.
—¿En Central Park Sur?
—Los porteros la odiaban.
—Espera un momento. Me estás diciendo que vivía con el tío Matt.
—Tu tío era muy distinto a ti —matizó Goodkind—. Un tío duro y decidido, una especie de pionero. Nada que ver contigo. Evidentemente, su gusto para las mujeres difiere del tuyo. A él le gustaban las que...
—Gracias —le corté y colgué.
Ella estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y un brazo extendido por la parte superior del respaldo. Llevaba zapatos negros de tacón de aguja anudados al tobillo, medias de nailon y una blusa blanca con bordados en el cuello. La blusa se le salía de la falda por el costado, dejando al descubierto una piel muy pálida. También contaba con una chaqueta negra, pero la había dejado colgando del picaporte.
Me dijo:
—Ya te ha informado, ¿no?
—Me ha dicho que debería echarte de aquí. Que no debería hacerte caso. Que eres de clase baja.
—¡No me digas! —Se ofendió un poco pero siguió—: A quien no deberías hacer caso es a él, ¡menudo chorizo! Sería capaz de robarle los caramelos a su propia hermana.
Yo tenía la misma impresión del letrado Goodkind, pero el hecho de que esa mujer —¿de verdad se llamaba Gertie Divine?— y yo compartiésemos una antipatía hacia alguien en concreto no significaba necesariamente que pudiese confiar en ella. Le dije:
—No me hará ningún daño leer la carta, ¿verdad?
—Supongo que no —contestó ella.
La pilló de su propio regazo y me la entregó.
—Mientras te la lees —dijo—, ¿qué tal un poco de hospitalidad?
No quería ofrecerle nada de beber porque no quería proporcionarle una excusa para quedarse en casa más tiempo del necesario, así que hice como que no la oía, le di la espalda y abrí la carta.
Era breve, pungente y difícil de leer, ya que el tembleque y los garabatos del sobre continuaban en el interior. Decía así:
Sovrino Fred:
Permíteme que te persente a Gertie Divine, que fue cabeza de cartel en el Artillery Club de San Antonio. Ha sido mi fiel compañera y enfermera, y es lo mejor que te puedo dejar. Tú hazla feliz y te garantizo que ella te hará feliz a ti.
Tu tío, al que hace tanto tiempo que no ves,
Matt
Levanté la vista de la carta y vi que me había quedado a solas en el salón. Luego escuché el tintineo de los cubitos de hielo y me fui para la cocina, donde me topé con Gertie Divine haciéndose un destornillador con el zumo de naranja de mañana por la mañana.
—Si quieres algo, amable anfitrión —me espetó—, te lo preparas tú mismo.
Levanté la carta y le dije:
—¿Qué significa esto?
—Significa que ahora soy tuya, guapetón —repuso. Agarró la copa y se fue en dirección contraria—. ¿El dormitorio está por ahí?