Читать книгу Dios salve al primo - Donald E. Westlake - Страница 11

6

Оглавление

Unos minutos después de que Gertie Divine se fuese al supermercado, se produjo un conato de llamada a la puerta, y cuando la abrí, me encontré a Wilkins, el del segundo piso, arrastrando una vieja maleta negra de gruesas cinchas de cuero. La dejó en el suelo, resopló, meneó la cabeza y dijo:

—Ya no soy tan joven como antes.

De eso no había la menor duda. Y además, yo aún tenía la cabeza llena de problemas con Gertie Divine: ¿qué iba a hacer con ella cuando volviera, si es que volvía? O sea, que me quedé ahí de pie, mirando a Wilkins y su maletón, y seguí pensando en la señorita Divine.

Wilkins iba vestido de azul, como de costumbre, con una de sus viejas camisas de la Fuerza Aérea y la mano derecha manchada de tinta azul. Tras echar un poco más el bofe y menear la cabeza otro ratito, me dijo finalmente:

—Me alegro de verte, chaval. ¿Me concedes un minuto?

—Por supuesto, señor —repuse, aunque no sabía muy bien para qué—. Pase, pase. Permítame que le coja la...

Sin embargo, antes de poder hacerme con la maleta, fue a por ella él mismo, la agarró del asa y la puso fuera de mi alcance.

—No hace falta —dijo con rapidez, cual estafador de película al que alguien se ofrece a llevarle la bolsa con el botín—. Yo me encargo de ella.

Para poder arrastrar la maleta, el hombre tenía que inclinarse en dirección contraria y adoptar la forma del número siete, posición en la que apenas podía andar, impulsando los pies de uno en uno y tambaleándose a cada paso. Fue así como entró trastabillando en mi apartamento, cómico y deforme cual personaje de Beckett.

En medio del salón, volvió a dejar quieta la maleta y procedió a resoplar un poco más. También se pasó la mano por la frente, que tenía manchada de tinta, pintándose tres rayas como esas que, en los tebeos, denotan velocidad, por lo que ahora me recordaba a un provecto y apresurado Mercurio.

Había que mostrarse hospitalario, aunque tampoco sabía por qué, así que le dije:

—Eh... ¿le apetece beber algo?

—¿Alcohol? No, no, gracias. Ni lo huelo. Mi difunta esposa me sacó del vicio hace treinta y siete años. En septiembre hará treinta y ocho. Una mujer maravillosa.

—Y ¿un café?

Me miró como si se lo estuviera pensando.

—¿Té? —preguntó.

—Por supuesto —respondí—. Sin problema. Se lo traigo en un minuto, tome asiento.

Me fui a la cocina a preparar el té, y ahí pude volver a mi monólogo interior sobre Gertie Divine. Todo parecía indicar que se estaba instalando, aunque no exactamente con todas sus cosas, y que daba la impresión de querer quedarse en mi domicilio. Yo no sabía muy bien cómo pretendía organizar la situación esa mujer, pero algo me decía que la cosa no iba a ser de mi agrado.

¿Pero qué podía hacer? Ella lo había dado todo por supuesto y tiraba hacia delante sin pararse a pensar en que alguien pudiera llevarle la contraria. No había más que ver cómo se había puesto a registrarme la cocina, informarme de que carecía de comida digna de ese nombre y decirme, chasqueando los dedos: «Dame diez pavos, que voy a bajar al colmado».

¿Acaso había protestado yo? ¿Me había negado? ¿Le había preguntado quién se creía que era? No. Lo que hice fue sacar la cartera, darle el billete de diez dólares que no me había trincado el poli chungo y abrirle la puerta cuando salió de casa con el bolso de cuero colgándole del antebrazo.

Albergaba valerosas ideas sobre no dejarla entrar en casa cuando volviera —así como la agridulce sensación de que igual salía pitando con mis diez dólares y no le volvía a ver el pelo—, pero en el fondo sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Esa mujer aparecería con dos bolsas de comestibles y me obligaría a almacenarlas mientras ella arrancaba las cortinas del salón.

En fin. Y mientras tanto, había que bregar con Wilkins. Preparé dos tazas de té, y cuando me las llevé al salón, el hombre seguía aún de pie junto al maletón, tal como lo había dejado.

Le sugerí:

—¿Por qué no se sienta, señor?

—Ah, té —exclamó él. Cogió una taza y se quedó con ella ahí de pie, sonriéndome de una manera tan alegre como falsa—. Ya me he enterado de la buena suerte que ha tenido. Permítame que le felicite.

—¿Que ya se ha enterado? ¿Cómo?

—Llamando a las autoridades. ¿Qué nombre me dijo? Ah, sí, el Escuadrón Tocomocho. Me preguntaba cómo habría ido todo esta mañana.

—Y se lo contaron.

—Les dije que era un vecino, un amigo. Hablé con un muchacho muy educado y servicial.

—Qué bien. —Le eché un vistazo al maletón—. ¿Y... hum... eso?

Bajó la vista y ensanchó aún más su sonrisa, diciéndome:

—La labor de toda una vida, hijo mío. Siempre he querido mostrártela, pero nunca había encontrado el momento.

—¿La labor de toda una vida? ¿Se refiere a algo relacionado con las Fuerzas Aéreas?

Hizo una mueca, me guiñó un ojo y consiguió notables expresiones faciales a base de retorcer el rostro. Me contestó:

—Algo así, hijo mío, algo así.

Yo no sabía de qué me estaba hablando y, distraído con Gertie Divine, tampoco me importaba lo más mínimo. Me llevé la taza de té al sillón de lectura y tomé asiento. Wilkins podía captar la indirecta y sentarse o seguir de guardia junto a la maleta por tiempo indefinido, allá él.

Me observó con avidez, esperando que mostrara una curiosidad tremenda por su maldita maleta, pero cuando por fin se dio cuenta de que no era ese el caso, se plantó abruptamente junto a la mecedora, tomó asiento, dejó la taza de té sobre la mesita de mármol de la izquierda y dijo:

—La verdad es que tienes una casa muy bonita. Muy pulcra y arreglada.

—Muchas gracias.

—Hoy día es muy difícil encontrar el material adecuado.

—Sí que lo es —reconocí.

—Sobre todo, con una pensión de jubilado. Las raciones escasas no dan para mucho, ¿verdad? —Soltó una mezcla de risotada y ladrido, agarró la taza y le dio un buen trago.

—Hay que ser cuidadoso al ir de compras —dije, mientras me preguntaba de qué narices estábamos hablando y por qué.

Mientras tanto, en mitad del cuarto, la maleta había empezado a crecer. No de forma literal, claro está, sino en mi mente. Mientras Wilkins iba por ahí arrastrándola, a mí me la traía al pairo, pero ahora que parecía que estábamos hablando de muebles o de compras o de raciones escasas o de lo que fuese, ahora que no nos ocupábamos en absoluto de la maleta, su enigmática presencia en mitad del salón, envuelta en cinchas de cuero con hebillas negruzcas, empezaba a inquietarme. ¿Qué podría haber ahí dentro? ¿Qué contendría el maletón? ¿Un aeroplano en miniatura? ¿Los planos de una nave espacial? ¿Una bomba H?

—Hoy día, lo que un hombre realmente necesita —estaba diciendo Wilkins, ausente por completo de mi creciente curiosidad— es un montón de dinero. Pasta gansa. Evidentemente, lo mejor para conseguirla es lo que te ha pasado a ti: heredarla, que te caiga encima sin haber movido un dedo. Pero los que no somos tan afortunados nos tenemos que espabilar, encontrar una manera de llegar a final de mes y confiar en la providencia, en algo que nos saque de pobres.

Aunque todo ese discurso transcurría de manera alegre, sincera y amigable, yo acabé sintiéndome culpable por haberme caído encima de repente tanta opulencia. Le contesté:

—Bueno, supongo que no es fácil con unos ingresos fijos...

—No durarán mucho —anunció de manera aún más eufórica. Señaló la enorme maleta con la cabeza—. De eso va la cosa, claro está. De forrarse.

—Dijo usted que quería enseñarme algo —comenté de la forma más insustancial posible, en vistas a disimular mi curiosidad.

—Naturalmente —dijo él, sonriendo amistosamente, pero sin levantarse de la mecedora—. Cuando quieras. Cuando te vaya bien.

—Pues ahora mismo —dije. Pero al cabo de un segundo pensé que mostraba excesivo interés, así que añadí—: Si no va usted con prisas, claro está.

—Qué va, qué va. Encantando de enseñártelo.

Por fin se ponía en movimiento, dejando la taza en el platito, incorporándose e hincándose inmediatamente de rodillas ante la maleta. Mientras tumbaba, no sin esfuerzo, la maleta y se ponía a deshacer las cinchas de cuero, me dijo:

—Un joven como... tú... debería estar interesado... Seguro que sí... Treinta y un años de trabajo... hay aquí, treinta y uno. Todo hecho por mí... ¡Aquí lo tenemos!... Todo hecho por mí.

Dicho lo cual, abrió la maleta y me miró como el genio que le da el tesoro a Aladino.

¿Tesoro? La maleta estaba llena de papel, de folios para escribir a máquina, seis montañas de folios que llenaban el interior. La página de arriba de cada montón —y era de temer que también todas las de abajo— estaba cubierta por completo de tinta, de letra pequeña y pulcra. Y la tinta era del mismo tono azul oscuro que la que Wilkins lucía en la mano derecha.

—Y ¿esto qué es? —le pregunté.

—Mi libro —exclamó de manera reverencial. Le dio una palmadita al montón de papel más cercano—. Eso es lo que es.

—¿Su libro? —Me entró cierto mal fario—. ¿Se refiere a su autobiografía?

—¡Oh, no! No, hombre, ni hablar. No tuve una carrera adecuada para eso. Vida tranquila, vida tranquila. —Observó con amor los montones de papel—. No, esto no es la realidad. Pero está basado en ella, eso sí.

—Es una novela, entonces —dije.

—Bueno... En cierta medida. Pero la historia es real. —Entrecerró los ojos como si así quisiera resaltar lo fiel que había sido a la realidad—. Hasta el más nimio detalle. ¿Hechos prácticamente imposibles de descubrir? Pues aquí están todos, al pie de la letra. Estudié la época y me empapé de ella.

Opté por seguir dando palos de ciego:

—O sea, una novela histórica.

—Podríamos llamarla así —dijo él.

Arrodillado junto a la maleta llena de folios, se inclinó hacia mí, con una mano sobre el manuscrito, y susurró:

—Es la historia de las campañas de Julio César, pero añadiéndoles la aviación.

—¿Cómo dice? —inquirí.

—Lo he titulado Veni, vidi, vinci gracias a la aeronáutica. No está mal, ¿eh?

—Nada mal —contesté con un hilillo de voz.

Me miró fijamente, entrecerrando únicamente un ojo.

—Aún no lo has pillado —me dijo—. Crees que el concepto es algo majareta.

—No, qué va, solo que es nuevo —añadí—. Aún no me he familiarizado con él.

—¡Pues claro que es nuevo! Ahí está la cosa. ¿Tú te has preguntado alguna vez qué es lo que arrasa?

—Pues no lo sé muy bien —me defendí.

—¡La originalidad! No hay imitaciones en las listas de los libros más vendidos, solo ideas nuevas, conceptos originales. ¡Como estos!

Le dio una palmada al manuscrito para reforzar su tesis, y ambos nos quedamos sorprendidos ante el ruido que hizo.

—Suena muy original —dije.

—¡Naturalmente que es original! —Ahora ya estaba metido en harina, doblado hacia delante, gesticulando con las manos, dispuesto a explicármelo todo—. He conservado los hechos históricos, todos. Los nombres de las tribus bárbaras, la fuerza de los ejércitos, las batallas auténticas, todo. Lo único que he añadido es la aeronáutica. Gracias a un golpe del destino, los romanos tienen aviones, de un nivel parecido a los de la Primera Guerra Mundial. Y así podemos ver cómo cambian las cosas si situamos la aeronáutica en un momento histórico en el que no existía.

—¿Se refiere a que altera la historia y eso?

—Bueno, tampoco la altera tanto —prosiguió Wilkins—. A fin de cuentas, Julio César ganó prácticamente todas las batallas en las que participó. Con lo que las cosas tampoco cambian tanto. Pero las batallas sí que son diferentes. Así como la psicología de los mandos. Lo tengo todo aquí, ¡todo aquí! La verdad es que Julio César es la monda. Menudo personaje, menudo personaje. Ya verás cuando te lo leas.

—¿Quiere que me lo lea? —pregunté, pero como la cosa no sonaba muy entusiasta, añadí de inmediato—: Estaré encantado de leerlo. Vamos, que me gustaría mucho.

—Claro: porque es una idea muy estimulante —me ilustró—. Así, de sopetón, te puede parecer una chaladura. Una idea desquiciada. Pero tú te has quedado con la copla y lo acabarás pillando todo. Aviones pequeñitos y desvencijados cruzando las colinas hacia la Galia, dejando caer piedras y lanzas...

—¿No tienen armas de fuego?

—Claro que no. La pólvora no se inventó hasta mucho después. Hasta muchísimo después. Yo me tengo que mantener fiel a la realidad. Lo único que tienen son aviones.

—Sin embargo —le dije—, si tienen aviones, eso quiere decir que cuentan con el motor de combustión interna. Y con gasolina. Y petróleos refinados. Y si tienen todo eso, también deberían tener todo lo demás, todas las cosas de las que disponemos ahora. Coches. Ascensores. Y también bombas. Puede, incluso, que atómicas.

—No te preocupes por eso —me dijo él, sonriente, seguro de sí mismo, mientras le daba unas palmaditas más al manuscrito—. Todo está aquí. Aquí se explica todo.

—Y ¿tiene usted editor? —le pregunté.

—¡Editores! —Una rabia repentina le enrojeció el rostro, mientras las manos se le convertían en puños—. ¡Están ciegos! —clamó—. ¡Todos ellos! O te quieren robar tu obra o no captan su potencial. Potencial, esa es la palabra, y ellos no lo ven. Seguir enganchados a lo trillado, eso es lo único que saben hacer. Se presenta uno con algo realmente nuevo, realmente diferente, y no saben qué hacer con ello.

—¿Se lo han rechazado?

—Fui a ver a un tío —dijo, algo más calmado—, me dijo que lo publicaría. Una especie de sistema de colaboración. Yo pagaba los gastos de imprenta y todo eso y él lo publicaba y enviaba los ejemplares a las librerías. No sé, a mí me parecía que eso no era manera de editar, pero él me aseguraba que sí. Me enseñó un montón de libros que había distribuido de ese modo. Tenían buena pinta, algunos estaban bien hechos, colorines en la portada, papel bueno, buena impresión. Eso sí: yo nunca había oído hablar de ellos. Y eso me preocupó. Ya sé que no soy un gran lector, que no leo gran cosa fuera de mi especialidad. Tú igual sí que los conoces. Algunos, por lo menos.

—Yo tampoco leo gran cosa —me defendí—. De material contemporáneo, me refiero. Casi todo lo que leo es a efectos de investigación.

—Igual que yo —dijo él, con alegría—. Somos tal para cual. —Me sonrió, y luego le sonrió al manuscrito—. Ya está hecho.

—Eso está bien —le dije.

—El tío ese dijo que todos los famosos empezaron así —siguió Wilkins, oteando la media distancia—. Publicando sus propios libros, recurriendo a gente como él. D. H. Lawrence, me dijo, James Joyce. Todo tipo de figurones.

—Puede ser —contesté—. La verdad es que no sé gran cosa de la historia de la literatura.

—Naturalmente, la cosa cuesta unos miles de dólares —continuó mi vecino—. Y luego hay que poner más, para la publicidad. Hoy día, no vas a ninguna parte sin publicidad, créeme. Pero tengo mis propias ideas para promocionar este libro. Unos anuncios que quiten el hipo, y en el New York Times, nada menos. Además de otros periódicos de todo el país. Hay que hacer llegar el mensaje a los lectores.

—Eso suena caro —le dije, mientras sentía los temblores típicos de una premonición.

—Hace falta dinero para ganar dinero —afirmó—. Pero piensa en los beneficios. La venta de libros no es más que el principio. Luego hay que publicarlo en el extranjero. Y hacer una película, esto da para una película. Hasta tengo una lista para un posible reparto, Jack Lemmon como el joven Julio César, Barbara Nichols como... La tengo por aquí. —Se puso a hurgar entre las pilas de papel, sin éxito, hasta que al final dijo—: Oh, mira esto. La cubierta. Una idea aproximada.

Me extendió una hoja de papel con una especie de dibujo, hecho también con la inevitable tinta azul oscuro. Dos líneas de texto en la parte de arriba, temblorosas y con un estilo que recordaba al logo de Superman, decían:


VENI, VIDI, VINCI

GRACIAS A LA AERONÁUTICA


—Solo es un boceto —me informó, innecesariamente, Wilkins—. Yo no soy artista, por supuesto. Tengo que contratar a alguien que lo haga bien.

Por lo menos, era consciente de sus limitaciones y estaba en lo cierto cuando decía que no era un artista. Fui incapaz de imaginar en qué se supone que consistía el dibujo. Solo había unas cuantas líneas, unas rectas y otras curvas, algunas largas y algunas cortas, y la mayoría de ellas se entrecruzaban, pero lo que querían representar, francamente, yo no lo entendía. ¿Podría ser eso un desvencijado biplano cruzando las colinas hacia la Galia? Era imposible saberlo. Un poco más y pongo el folio al revés para ver si así me entero de algo, pero me contuve a tiempo, consciente de que Wilkins se ofendería y pensaría que lo había hecho a propósito para reírme de sus habilidades como dibujante.

Le dije:

—Me temo que no soy capaz de... Esto no...

—Son César y los suyos —me explicó Wilkins—, de pie junto a un aeroplano.

Seguía junto a la maleta, de rodillas, y de esa guisa se me acercaba para señalar ciertos garabatos y comentar: «Ahí está el avión», «Ahí está Julio» y «Ese es uno de los godos leales».

No quedaba otra que asentir y decir:

—Claro, claro, muy bonito.

Y eso es lo que hice.

Cuando acabamos con el dibujo, Wilkins lo recuperó, regresó arrodillado a la maleta y lo volvió a colocar por en medio del manuscrito. De esa manera, sin mirarme, dijo:

—Lo que ahora necesito, evidentemente, es financiación. Para poder repartirme los beneficios al cincuenta por ciento con el hombre adecuado. Alguien como yo, pero con dinero para invertir. El tío de la editorial se encarga de imprimir y distribuir solo por dinero, no se lleva ningún porcentaje de los beneficios. Yo me encargo del libro, de los anuncios, de toda la promoción, de salir por la tele y toda la pesca y me llevo el cincuenta por ciento. El tercer socio financia la operación, la pone en marcha y luego se tumba a la bartola a esperar su cincuenta por ciento.

Me estaba empezando a poner muy nervioso. No es que Wilkins fuese un timador, no es que intentara soplarme la pasta por la cara, pero era evidente que pretendía hacerme invertir dinero en la publicación de su novela, y yo no sabía cómo negarme. ¿Qué podía decirle? Cualquier tipo de rechazo representaría un desprecio a la novela, y eso supondría como un insulto para él.

La verdad es que Wilkins me caía bien. Me gustaba su figura manchada de tinta, su manera sincopada de hablar, su tono contenido, pulcro y funcionarial. No quería ofenderle. No quería que ambos mirásemos hacia otro lado cuando nos cruzáramos junto a los buzones.

Y además, ¿qué sabía yo de novelas o de editoriales? Aunque era muy poco probable que Wilkins hubiese escrito un superventas, no hay que olvidar la cantidad de libros de éxito que, al principio, parecían igual de minoritarios que el suyo. Pero la gente adecuada los descubrió y los promocionó, porque era el momento adecuado o había algo adecuado en esos libros, y ya estaba la cosa en marcha. Con publicidad, con una campaña promocional bien financiada, puede que Wilkins consiguiera llegar a alguna parte.

Sin embargo, tenía que ir con sumo cuidado. A fin de cuentas, ahora tenía dinero, mucho dinero, y si en algún momento tenía que empezar yo a ir con ojo con el dinero, era ya mismo. Vale, Wilkins no era un timador, pero eso no significaba necesariamente que su novela fuese un lingote de oro.

Lo que yo tenía que hacer, antes incluso de pensar en una inversión, era hablar con ese editor que Wilkins me había comentado, ver qué decía y qué posibilidades le veía al libro. Regla de oro: Siempre hay que recurrir a un especialista.

Pregunté:

—¿Ha firmado ya algún contrato con ese editor?

—Es que no se puede hacer —repuso Wilkins— sin garantizarle el dinero. El menda tiene sus propios gastos, a fin de cuentas, y no puede ir por ahí firmando contratos con el primer carioco que se le cuela en el despacho. Tienes que demostrarle que vas en serio y ponerle la pasta delante.

—Se supone que volverán a verse, ¿no?

—Dejamos abierta esa posibilidad —dijo él, muy animado—. Me dijo que le llamara si encontraba un socio.

—Supongo que lo que hay que hacer... —empecé, y justo entonces alguien llamó con fuerza a la puerta—. Un momento —le dije a Wilkins mientras me dirigía a abrirla.

Me había olvidado por completo de Gertie Divine, pero ahí la tenía de nuevo, con dos bolsas de comestibles, tal como me la había imaginado.

—Me debes tres pavos —dijo mientras se colaba en el salón y observaba con cierta sorpresa a Wilkins, arrodillado en el suelo junto a su maleta abierta.

—Y ¿esto qué es? —preguntó—. ¿La hora de la plegaria?

—Mi vecino, el señor Wilkins —anuncié—. Señor Wilkins, le presento a... Hum... La señorita Divine. Era amiga de mi tío.

Sin soltar las bolsas, Gertie le echó un vistazo al señor Wilkins y le increpó:

—¿Qué tiene usted ahí, abuelo? ¿La Biblia en verso?

Wilkins cerró bruscamente la maleta y me preguntó:

—¿Es de fiar?

Gertie acogió su suspicacia con la suya propia, que también era de lo más notable. Se dio la vuelta, mirándome entre las bolsas de alimentos, y dijo:

—Fred, ¿de qué va este carcamal?

Wilkins respondió en mi lugar, adoptando un tono gélido:

—El señor Fitch y yo nos estamos asociando. El asunto que nos ocupa es, de momento, confidencial.

—No me diga.

Intervine:

—El señor Wilkins ha escrito una novela...

—Y quiere que se la publiquen —me terminó la frase Gertie—. Y se supone que tú tienes que apoquinar en alguno de esos sitios que editan libros del modelo vanidoso.

Parpadeé.

—¿El modelo vanidoso?

—Cuando escribes un libro infame y nadie lo quiere —me explicó Gertie—, te vas a una editorial de esas que te sacan lo que pueden para publicártelo. Hace tiempo, tenía yo una amiga que escribió un relato sobre la auténtica vida de una stripper y lo tituló La vergüenza del libertino. Le soplaron seis mil quinientos dólares por editárselo; vendió ochocientos ejemplares y cosechó una sola crítica, en la que la ponían verde. El libro no le gustó a nadie.

Con la voz y la cara congeladas, Wilkins dijo:

—Pues resulta que el caballero con el que he estado en contacto es el presidente de una antigua y respetable editorial, que publica todo tipo de...

—Mierdas. —Gertie me miró, señaló a Wilkins con la cabeza y dijo—: Echa de aquí a ese desgraciado.

—Oiga, señorita... —contestó Wilkins, incorporándose entre crujidos corporales.

—Tú tranquilo —me dijo Gertie—. Aguántame esto.

Me enjaretó las bolsas en los brazos, se dio la vuelta, agarró a Wilkins del brazo y lo arrastró con decisión hacia la puerta. Mientras el hombre pasaba por mi lado, vi que estaba blanco de estupor, un estupor que le impidió abrir la boca hasta que estuvo ya en el pasillo, momento en el que consiguió gemir:

—¡Mi manuscrito!

—Marchando —le dijo Gertie.

Dio media vuelta, recogió la maleta como si fuera un paquete de seis cervezas, la sacó al pasillo y ahí la dejó. Me pareció oír una serie de zambombazos, como si algo muy pesado estuviera cayendo escaleras abajo. También me pareció captar una especie de aleteo, un entrechocar de cientos de alitas. Y antes de que Gertie cerrara de un portazo, escuché un grito de desesperación en la voz de Wilkins.

Me quedé ahí de pie, consciente de que debería hacer algo al respecto —controlar a Gertie, ayudar a Wilkins, imponer el orden—, pero lo único que hice fue quedarme donde estaba. Y no por simple cobardía, aunque también. Y es que me sentía aliviado al ver que la decisión sobre la novela de Wilkins ya no era cosa mía. Yo no habría sido capaz de decirle que no al viejo, aunque sabía perfectamente que eso era lo que debía hacer; por consiguiente, experimenté un enorme alivio y cierto placer culpable al permitir que Gertie me quitara el problema de encima.

Gertie regresó al salón, frotándose las manos y muy contenta de sí misma. Me miró, se detuvo, se llevó las manos a las caderas y dijo:

—¿Qué haces ahí como un pasmarote? Pon las cosas en su sitio.

Apesadumbrado, entoné:

—No te cargarás las cortinas del salón, ¿verdad?

—Y ¿por qué coño habría de hacerlo?

—Vete tú a saber —dije, y me fui a la cocina a guardar los alimentos.

Dios salve al primo

Подняться наверх