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El viernes 19 de mayo fue un día muy completito. Por la mañana, le compré una papeleta de apuestas falsa a un manco en una barbería de la calle Veintitrés Oeste, y por la noche me llamó a casa un abogado para informarme de que acababa de heredar trescientos diecisiete mil dólares de mi tío Matt. Yo nunca había oído hablar del tío Matt.

En cuanto colgó el abogado, llamé a mi amigo Reilly del Escuadrón Tocomocho a su casa de Queens.

—Soy yo —le dije—, Fred Fitch.

Reilly suspiró y repuso:

—A ver, Fred, ¿qué te han hecho esta vez?

—Dos cosas —le informé—. Una esta mañana y otra ahora mismo.

—Pues ándate con ojo. Mi abuela siempre decía que los problemas llegaban de tres en tres.

—Ay, Dios mío —clamé—. ¡Clifford!

—Y ahora, ¿qué pasa?

—Te vuelvo a llamar —le dije—. Creo que ya está aquí el tercero.

Colgué, me fui escaleras abajo y llamé al timbre del señor Grant. Se plantó en la puerta con una enorme servilleta blanca colgándole del cuello y sosteniendo un tenedor pequeño con las púas hacia arriba, empalando una retorcida gambita. Lo cual resultaba algo redundante, dado que el señor Grant también es pequeño y retorcido, se está quedando calvo, suele llevar gafas con montura de acero y trabaja como profesor de historia en no sé qué instituto de Brooklyn. Nos cruzamos junto a los buzones una vez al mes, o así, y solemos intercambiar vulgaridades, pero aparte de eso, nuestro contacto social es nulo.

Le dije:

—Usted perdone, señor Grant, ya sé que es la hora de cenar, pero ¿tiene usted un nuevo compañero de piso que se llama Clifford?

Se puso pálido.

Se le deslizó el tenedor con la gamba hacia la palma de la mano. Parpadeó muy lentamente.

Aunque sabía que era inútil, yo seguí a lo mío:

—Aspecto agradable, como de mi edad, pelo corto, camisa blanca con el cuello abierto, corbata floja, pantalón oscuro...

A lo largo de los años, me había vuelto bastante hábil a la hora de hacer descripciones sucintas, lamentablemente. Debería haber añadido a esta la altura y el peso aproximado de Clifford, pero no me pareció algo fundamental.

No lo era. Con la gamba a media asta, el señor Grant repuso:

—Yo creía que era su compañero de piso.

—Me dijo que había un paquete contra reembolso.

El señor Grant asintió con cara de asco.

—A mí también.

—Y que no tenía el efectivo suficiente en el apartamento.

—Ya le había soplado algo a Wilkins, el del segundo piso.

Asentí.

—Llevaba unos cuantos billetes arrugados en la mano izquierda.

El señor Grant tragó bilis.

—Yo le di quince dólares.

Tragué bilis a mi vez.

—Yo le di veinte.

El señor Grant contempló su gamba como si no supiese quién se la había ensartado en el tenedor.

—Supongo... —dijo lentamente—. Supongo que deberíamos... —Cada vez se le oía menos.

—Vamos a hablar con Wilkins —propuse.

—Vale —dijo él.

Suspiró, salió al rellano y cerró cuidadosamente la puerta a su espalda. Subimos al segundo piso.

Esa manzana de la calle Diecinueve Este consistía casi por completo en edificios de tres y cuatro plantas con grandes apartamentos dotados de chimenea, jardín trasero y techos altos, y yo no tenía ni idea de cómo se había conseguido evitar la demolición hasta ahora. En el nuestro, el señor Grant ocupaba el primer piso, en el segundo vivía un oficial retirado de la Fuerza Aérea y yo estaba arriba de todo, en el tercero. Los tres éramos solteros, apacibles y sedentarios, y nada dados al ruido fuerte y molesto. Yo era el más joven de los tres, a mis treinta y uno, y Wilkins el más viejo, con diferencia.

Cuando el señor Grant y yo llegamos a la puerta de Wilkins, llamé al timbre y nos quedamos ahí de pie, con esa incomodidad tan bochornosa que suelen experimentar los mensajeros con malas noticias.

La puerta se abrió al cabo de un instante y ahí apareció Wilkins, con aspecto de ser el encargado de la correspondencia del Boletín del Jubilado. Lucía manguitos rojos en su camisa azul, una mancha verdosa en la frente y una vieja pluma fuente en su mano derecha manchada de tinta. Me miró a mí, miró al señor Grant, miró la servilleta del señor Grant, miró el tenedor del señor Grant, miró la gamba del señor Grant, volvió a mirarme a mí y dijo:

—¿Qué?

Entoné:

—Discúlpeme, señor, pero... ¿ha venido a verle esta tarde un tal Clifford?

—Su compañero de piso —dijo, señalándome con la pluma—. Le di siete dólares.

El señor Grant gimió. Wilkins y yo nos pusimos a mirar a la gamba, como si fuese ella la responsable del gemido. Y luego yo dije:

—Señor, ese tal Clifford, o como se llame, no es mi compañero de piso.

—¿Qué?

—Es un timador, señor.

—¿Qué?

Tenía los ojos entrecerrados en mi dirección como quien observa Texas en pleno día.

—Un timador —repetí—. Alguien que abusa de tu confianza. Un cantamañanas. Una especie de chorizo.

—¿Chorizo?

—Sí, señor. Un timador es alguien que te cuenta una mentira de lo más convincente, para que te la creas y le des dinero.

Wilkins echó la cabeza atrás y contempló el techo, como si pretendiera atravesarlo con la vista y ver mi apartamento para comprobar que Clifford no andaba por allí, en mangas de camisa, ejerciendo tranquilamente de compañero de piso de un servidor. Pero no logró verle —o no consiguió atravesar el techo con la vista, vaya usted a saber— y volvió a mirarme a mí, diciendo:

—Y ¿qué fue del paquete? ¿Acaso no era suyo?

—Señor, no había ningún paquete —le dije—. En eso consistía el timo. O sea, la mentira que le contó a usted era que había un paquete, un envío contra reembolso, y que...

—Exacto —dijo Wilkins, apuntándome con la pluma y salpicándome levemente de tinta—. Eso dijo exactamente: «contra reembolso».

—Pero el paquete no existía —insistí—. Era una mentira para sacarle el dinero.

—¿No había paquete? ¿No es su compañero de piso?

—Nada de nada.

—Pero bueno —dijo Wilkins, súbitamente indignado—. ¡Ese tío es un fraude!

—Así es, señor.

—Y ¿por dónde anda ahora? —quiso saber Wilkins, poniéndose de puntillas para mirar más allá de mi hombro.

—Yo diría que ya está a kilómetros de aquí —le dije.

—¿Le estoy entendiendo bien? —preguntó, mientras me lanzaba una mirada asesina—. ¿Usted ni siquiera conoce a ese hombre?

—Pues no.

—Pero venía de su apartamento.

—Cierto, señor. Me acababa de soplar veinte dólares.

Intervino el señor Grant:

—Yo le di quince.

Parecía estar a punto de sumarse al destino de la gamba.

Me dijo Wilkins:

—Y ¿usted creía que era su compañero de piso? Eso no tiene ningún sentido.

—No, señor —le contesté—. A mí me contó que era el compañero de piso del señor Grant.

Wilkins le dirigió a este una mirada severa:

—¿Y lo es?

—¡Claro que no! —chilló el señor Grant—. ¡Si me sopló quince dólares!

Wilkins asintió.

—Ya veo —dijo. Y a continuación, como si lo hubiera considerado todo muy a fondo, añadió—: Creo que deberíamos ponernos en contacto con las autoridades.

—A eso íbamos, precisamente —dije—. Había pensado en llamar a un amigo que tengo en el Escuadrón Tocomocho.

Wilkins apretó los párpados de nuevo.

—¿Cómo dice?

—Forma parte del cuerpo de policía. Son los que se dedican a los timadores.

—¿Tiene usted un amigo en esa organización?

—Nos conocimos por cuestiones de trabajo —informé—, pero con los años, nos hemos ido haciendo amigos.

—Pues no se hable más —sentenció Wilkins, decidido—. Nunca he visto que se resuelva nada por la vía legal, pero vamos a ver a su amigo.

Así pues, subimos los tres a mi casa, Wilkins con la mancha verde y la pluma en la mano, y el señor Grant arrastrando la servilleta, el tenedor y la gamba. Entramos en el apartamento y les ofrecí asiento, pero prefirieron quedarse de pie. Volví a llamar a Reilly, y en cuanto le dije quién era, me espetó:

—Clifford CR.

—¿Qué?

—Clifford Contra Reembolso —me aclaró—. Al principio no relacioné el nombre, pero me acordé de él cuando colgaste. Era ese, ¿no?

—Yo diría que sí —reconocí.

—Era el nuevo compañero de piso de otro inquilino.

—Y le había llegado un paquete contra reembolso.

—Es él, no hay duda —concluyó Reilly, y me lo imaginé asintiendo ante el auricular.

Reilly tiene la cabeza grande, con una espesa mata de pelo negro y un bigote igual de espeso y de negro, y cuando asiente, lo hace con tan juiciosa autoridad que siempre acabas convencido de que en su mente anida la más genuina verdad. A veces pienso que a Reilly le va tan bien en el Escuadrón Tocomocho porque él mismo tiene algo de timador.

Wilkins meneó la pluma en mi dirección, susurrando con voz ronca:

—Diga que son doce. Para el registro oficial, doce.

Dije por teléfono:

—El señor Wilkins dice que, a efectos oficiales, le han soplado doce dólares.

Reilly se echó a reír mientras Wilkins ponía mala cara. Me dijo:

—Hay un timador en cada uno de nosotros.

—Excepto en mí —protesté amargamente.

—Un día de estos, Fred, algún psiquiatra escribirá un libro sobre ti y te hará famoso para siempre.

—¿Como el conde Sacher-Masoch?

Siempre hago reír a Reilly. Él cree que soy el pringado más simpático que conoce y, lo que es peor, siempre me lo recuerda.

Ahora me dijo:

—Vale, tú, añadiré tu nombre a la lista de capullos de Clifford, y cuando lo trinquemos, te invitaré a verlo.

—¿Necesitas una descripción?

—No, gracias. Ya tenemos un centenar, y hay bastantes que se parecen mucho. Tranquilo, que a este le echamos el guante. Trabaja demasiado y está tentando a la suerte.

—Si tú lo dices...

Según mi experiencia en este campo, que es asaz extensa, los profesionales del timo a corto plazo no suelen ser atrapados. Con esto no pretendo decir nada en contra de Reilly y el resto del Escuadrón Tocomocho: solo me refiero a la imposibilidad del trabajo que les ha caído encima. Para cuando llegan a la escena del delito, el mangante ya ha desaparecido y la víctima ni siquiera sabe muy bien en qué consiste lo que le acaba de pasar. Aparte de espolvorear a la víctima en busca de huellas dactilares, la verdad es que los Reilly de este mundo no tienen mucho más que hacer.

Esta vez me pidió que le diera los nombres de mis compañeros de pringue, me aseguró una vez más que nuestra queja se sumaría al abultado expediente de Clifford y luego me preguntó:

—Y ahora, ¿qué más?

—Bueno... —empecé, un tanto avergonzado por tener que hablar delante de mis vecinos—. Esta mañana, en una barbería, un manco...

—Billete de lotería falso —me cortó.

—Reilly —le pregunté—, ¿cómo es que conoces a toda esa gentuza, pero nunca detienes a nadie?

—Trincamos al Chaval del Muestrario, ¿no? ¿Y a Slim Jim Foster? ¿Y a Able Mabel?

—Tú ganas —le contesté.

—Pues vamos a por el manco —dijo Reilly—. Se trata de Wingy St. Charles. ¿Cómo es que lo has pillado tan pronto?

—Esta tarde me entró una sospecha repentina —dije—. Con cinco horas de retraso, como de costumbre.

—Qué me vas a contar a mí...

—El caso es que me fui a la Oficina de Turismo de Irlanda, en la calle Cincuenta Este, y le enseñé el billete al tío que estaba allí, quien me dijo que era falso.

—Y lo habías comprado por la mañana. ¿Dónde?

—En una barbería de la calle Veintitrés Oeste.

—Vale, aún estamos a tiempo, igual sigue por la zona. Tenemos una probabilidad. No muy grande, pero nunca se sabe. Bueno, ¿qué más te ha pasado?

—Cuando llegué a casa —continué—, sonaba el teléfono. Era un tío que decía ser abogado, llamarse Goodkind y tener el bufete en la calle Treinta y ocho Este. Me dijo que acababa de heredar trescientos diecisiete mil dólares de mi tío Matt.

—¿Lo comprobaste con la familia? ¿Ha muerto el tío Matt?

—No tengo ningún tío Matt.

—Vale —concluyó Reilly—. A este lo trincamos fijo. ¿Cuándo vas a ir a su despacho?

—Mañana, a las diez de la mañana.

—Perfecto. Lo solucionaremos en cinco minutos. Dame la dirección.

Se la di, me dijo que ya nos veríamos por la mañana y ambos colgamos.

Mis dos invitados me miraban fijamente. El señor Grant, pasmado, y Wilkins, con una especie de hostilidad permanente. Fue Wilkins el que dijo:

—Eso es un montón de dinero.

—¿De qué dinero habla?

—De trescientos mil dólares —señaló el teléfono con la cabeza—. Lo que le va a caer.

—Pero si no me van a caer trescientos mil dólares —le dije—. Es otro timo, como lo de Clifford.

Wilkins entrecerró los ojos.

—¿Qué? ¿Está usted seguro?

Intervino el señor Grant:

—Pero si le dan el dinero...

—Ya basta —salté—. No hay ningún dinero. Es una engañifa.

Wilkins torció la cabeza a un lado.

—No lo entiendo —contestó—. No sé qué pueden sacar de eso.

—Hay mil maneras de sacar algo —le dije—. Por ejemplo, igual me dicen que meta todo el dinero en cierta inversión, donde lo tenía mi supuesto tío Matt, pero resulta que hay un problema de impuestos o unos gastos de transferencia y ellos no pueden tocar el capital sin poner en peligro toda la inversión, así que yo tengo que sacar de algún sitio dos o tres mil dólares en efectivo para cubrir los gastos. O el dinero está en algún país sudamericano y tenemos que pagar las tasas de la herencia en billetes de aquí para que dejen salir el dinero. Cada día inventan un truco nuevo y siempre hay diez capullos dispuestos a picar.

—Ya lo dijo Barnum —sentenció Wilkins—, por cada primo hay dos engañabobos.

—Y se quedó corto —rematé.

Con un hilillo de voz, el señor Grant me preguntó:

—Y ¿esto le pasa constantemente?

—No lo sabe usted bien.

—Pero ¿por qué a usted? —inquirió—. A mí es la primera vez que me sucede algo así. ¿Por qué habría de sucederle a usted con tanta frecuencia?

Fui incapaz de responderle. No se me ocurría nada que decir ante semejante pregunta. Así pues, opté por quedarme ahí de pie, mirándole, y al cabo de un rato, Wilkins y él se marcharon. Pasé la noche pensando en la pregunta que me había planteado el señor Grant y ensayando las distintas respuestas que podría haberle dado, que oscilaban entre «Supongo que así están las cosas» y «Muérase», aunque ninguna de ellas resultaba en absoluto satisfactoria.

Dios salve al primo

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