Читать книгу Dios salve al primo - Donald E. Westlake - Страница 7
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ОглавлениеMe temo que todo empezó hace veinticinco años, cuando volví a casa sin pantalones tras mi primer día en el parvulario. Me sonaba vagamente que se los había cambiado a un compañero de clase, pero no recordaba qué había obtenido a cambio ni parecía tener en mi posesión nada que no tuviera ya cuando me fui a la escuela a las nueve de la mañana, tan feliz y contento. Tampoco me constaba con total certeza la identidad del niño que me había engatusado, así que nunca di con él ni con mis pantalones.
Desde ese día, mi vida ha consistido en una serie interminable de descubrimientos tardíos. Los timadores me echan un vistazo, me largan el rollo y no tardan nada en pirarse felices a cenar filetes mientras el pobre Fred Fitch se queda en casa comiéndose los mocos. Acumulo recibos inútiles y cheques sin fondos como para empapelar el salón, poseo miles de boletos de rifas, partidos, bailes, barbacoas y fiestas inexistentes, tengo el armario lleno de maquinitas que dejaron de obrar milagros en cuanto desapareció el vendedor, y parece que estoy en todas las listas de primos del Hemisferio Occidental.
La verdad es que no sé a qué se debe. No soy el típico pardillo, o víctima, o eso aseguran Reilly así como todos los libros que he leído al respecto. No soy avaricioso, no soy un analfabeto, no soy especialmente idiota, no soy un inmigrante poco familiarizado con el idioma y las costumbres. Solo soy —y con eso ya basta— un tío crédulo. Me resulta imposible creer que un ser humano le pueda mentir a otro en sus narices. A mí ya me ha pasado cientos de veces, pero no me lo acabo de creer, vaya usted a saber por qué. Cuando estoy solo, me siento fuerte, cínico y de lo más suspicaz, pero en cuanto se materializa ante mí un desconocido con labia y se lanza a largar, se me funde el cerebro en una nube de credulidad. Y esa credulidad abarca toda mi naturaleza. Debo de ser la única persona en toda Nueva York del siglo XX con una máquina de fabricar dinero.
Esa extrema credulidad, como no podía ser de otro modo, ha marcado toda mi existencia. Abandoné mi pueblo de Montana para venir a Nueva York a la tierna edad de diecisiete años, mucho antes de lo que yo hubiese querido de no ser porque en casa estaba rodeado de amigos y parientes que ya me habían visto hacer el tonto con inusitada frecuencia. Fue el bochorno lo que me llevó del hogar al masivo anonimato de Nueva York, pues si de mí dependiera, me habría quedado eternamente a menos de diez manzanas de mi lugar de nacimiento.
Mi relación con las mujeres también se ha visto afectada, y para mal. Desde el instituto, he evitado profundizar con el sexo opuesto por culpa de mi credulidad. En primer lugar, cualquier chica que se hiciera íntima amiga mía acabaría viendo tarde o temprano —más temprano que tarde— cómo me humillaba algún artista del tocomocho. En segundo lugar, si me llego a interesar mucho por una muchacha en concreto, ¿cómo iba a descubrir jamás lo que ella pensaba de mí? Podría decir que me quería, y yo la creería al momento, pero al cabo de una hora, al cabo de un día...
No. La soledad tiene algunos aspectos siniestros, pero entre ellos no figura la autotortura.
Algo parecido ocurre con mi elección de un trabajo. No se ha hecho para mí el empleo gregario en una oficina, sentado junto a mis compañeros, escribiendo a máquina o dándole al coco en esa alegre reunión de tíos con camisa blanca. También en este caso la soledad era la respuesta, así que, durante los últimos ocho años, he ejercido de investigador autónomo, y cuento entre mis clientes con muchos escritores, eruditos y productores de televisión por los que me pateo las bibliotecas locales en busca de conocimientos específicos.
O sea, que aquí estoy, a los treinta y uno, hecho un solterón, una especie de recluso que sufre las típicas enfermedades del sedentarismo vocacional: hombros redondos, gafas redondas, tripa redonda y frente redonda. Sin darme cuenta, parece que he conseguido saltarme algunas décadas, pasar de los veintitantos a los cincuenta y pico y quedarme ahí mientras pasaban los años grises y nada rompía el ordenado flujo del tiempo, como no fuese el timador de turno dispuesto a soplarme diez pavos.
Hasta que ese viernes 19 de mayo recibí la llamada telefónica del abogado Goodkind que me cambió —y casi se cepilló— la vida.