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Jack Reilly es un tío muy grandullón que suele ir espolvoreado de tabaco de pipa. Al cabo de tres frenéticas horas de quedarme traspuesto en el suelo del despacho del abogado Goodkind, Reilly y yo entramos en un bar de la calle Treinta y cuatro. Me dijo:

—Fred, si me vas a obligar a beber, lo menos que puedes hacer es pagar.

—Eso me temo —contesté—. Ahora mismo.

Y me volvieron a temblar las rodillas.

Reilly se me llevó a un reservado de la parte de atrás, no paró de gritar hasta que apareció una camarera, pidió Jack Daniels con hielo para los dos y me dijo:

—Yo de ti, Fred, lo primero que haría es buscarme otro abogado.

Repuse, dubitativo:

—No me parece justo, ¿sabes? A fin de cuentas, es el que se encarga de la herencia.

—Se encarga de ella como yo de mi chica —dijo Reilly, trazando en el aire el gesto de sobar a alguien—. Goodkind está excesivamente enamorado de tu dinero, Fred. Quítatelo de encima.

—De acuerdo —le prometí.

Aunque la verdad es que no estaba muy seguro de reunir el valor necesario para entrar en el despacho de Goodkind y despedirle. Sin embargo, siempre cabía la posibilidad contratar a otro abogado para que lo despidiera.

Dijo Reilly:

—Y otra cosa, Fred: encuentra un sitio seguro donde guardar el dinero.

—Preferiría no pensar en eso —declaré.

—Pues vas a tener que hacerlo —insistió él—. No quiero que me llames cada vez que te soplen cien dólares hasta que ya no te quede nada.

—Luego lo hablamos —le dije—. Después de que me tome un trago y me calme.

—Es muchísimo dinero, Fred —dijo él.

Eso ya lo sabía yo. Eran trescientos diecisiete mil dólares, céntimo arriba, céntimo abajo. Y no solo eso: se trataba de trescientos diecisiete mil dólares limpios, tras descontar las tasas de la transmisión, los gastos legales y toda la pesca, ya que la herencia en sí se elevaba a casi quinientos mil dólares. Medio millón.

Cinco millones de monedas de diez centavos.

Parece que sí que tenía un tío Matt; o mejor dicho, un tío abuelo que se llamaba así. Mi bisabuela por parte de madre se casó dos veces y tuvo un hijo de su segundo marido, quien, a su vez, tenía tres esposas, pero ningún crío. (Una rápida llamada telefónica a mi madre, que seguía en Montana, desde el despacho de Goodkind arrojó dicha información.) El tío Matt, o Matthew Grierson, pues ese era su nombre completo, había dedicado casi toda su vida a ser un inútil y, probablemente, a alcoholizarse. Todos sus parientes, sin excepción, le ponían verde, pasaban de él y le negaban la entrada en sus hogares. Excepto yo, claro está. Nunca me porté mal con el tío Matt, básicamente porque nunca había oído hablar de él, ya que mis padres eran demasiado educados como para mencionar a semejante individuo en presencia de sus hijos.

Pero fue esa tolerancia inconsciente la que propició mi buena fortuna. El tío Matt no había querido dejar su dinero a un hospital para perros y gatos o un fondo para becar a espásticos carentes de medios, pero detestaba a todos sus parientes con la misma fuerza con la que ellos le odiaban a él. Exceptuándome a mí. Así pues, parece que el tío Matt se interesó por mí, estudiándome a distancia, y llegó a la conclusión de que yo era un solitario, como él, alguien que vivía su propia vida como Dios le daba a entender, convenientemente alejado de aquella familia de miserables. No sé por qué no vino a verme nunca, como no fuese porque temiera que yo, visto de cerca, resultara ser tan lamentable como toda su parentela. En cualquier caso, me examinó a fondo y sintió cierta afinidad hacia mí, motivo por el que me acabó dejando su dinero.

El origen del dinero en sí era algo confuso. Ocho años atrás, el tío Matt se había ido a Brasil con una suma de capital imprecisa que, aparentemente, llevaba ahorrando desde hacía tiempo, y volvió al cabo de tres años con algo más de medio millón de dólares en efectivo, más gemas y acciones varias. Cómo lo había conseguido era algo que nadie sabía. De hecho, según me informó mi madre por teléfono, nadie de la familia había sabido jamás que el tío Matt fuese rico. Como dijo mamá: «Mucha gente le habría tratado de otra manera al saberlo, créeme».

La creí.

En cualquier caso, el tío Matt había pasado los últimos tres años en Nueva York, viviendo en un apartamento de un hotel de Central Park Sur. Había muerto hacía doce días, siendo enterrado sin alharacas, y su testamento fue abierto por su abogado, Marcus Goodkind. Entre las instrucciones impartidas en el documento, figuraba la de que el abogado cumplimentara todas las posibles fruslerías legales antes de informarme de la muerte de mi tío o de su legado. «Mi sobrino Fredric es de natural sensible y delicado», decía de mí el testamento. «Los funerales le causarían una gran agitación y la cinta roja le daría urticaria».

La cosa había tardado doce días, pero yo casi deseaba que hubiesen sido doce años. O mil doscientos. Estaba sentado en el reservado con Reilly, hecho un millonetis, esperando mi Jack Daniels con hielo, y lo único que sentía era malestar y terror.

Y lo peor todavía estaba por llegar. Tras la retrasada aparición de nuestras bebidas, y después de que yo me zampara la mitad de la mía de un trago, Reilly dijo:

—Fred, vamos a solucionar ya este asunto del dinero. Tengo otras cosas que comentarte.

—¿Como cuáles?

—Primero, el dinero.

Me incliné hacia delante.

—Su procedencia, ¿tal vez?

Puso cara de sorpresa.

—Pero ¿todavía no lo has pillado?

—¿Que si lo he pillado? Si no te pillo ni a ti.

—Fred, ¿tú has oído hablar de un tal Matt Gray, alias el Toalla?

El nombre me sonaba vagamente. Repuse:

—¿No escribió algo Maurer sobre él?

—No lo sé, es posible. Timador del Medio Oeste, más de cuarenta años en el tajo. Repartió recibos por el centro del país cual hojas muertas en octubre.

Dije:

—Mi tío se llamaba Matthew Grierson.

—Y el Toalla también. Matt Gray era lo que se podría denominar su nombre profesional.

Me hice con el vaso, nervioso. Aunque solo quedaba la mitad, me las apañé para salpicarme el pulgar. Me bebí lo que había, me chupé el pulgar, parpadeé ante Reilly y contesté:

—O sea, que he heredado trescientos mil dólares de un timador.

—Y la pregunta es —dijo él—: ¿cuál es el mejor sitio para guardarlo?

—Un timador —afirmé—. Reilly, ¿no lo pillas?

—Sí, hombre, sí —repuso con impaciencia—. Fred, esto va en serio.

Solté una risita.

—Esto sí que es justicia poética —dije, y me reí—. Un timador —seguí, y solté una risotada—. Estoy heredando mi propio dinero —concluí, satisfecho.

Reilly se apoyó en la mesa y me cruzó la cara de un sopapo.

—Te estás poniendo histérico, Fred —señaló.

Así era. Saqué los dos cubitos de hielo del vaso, me metí uno en la boca y me planté el otro sobre la mejilla afectada por la bofetada irlandesa de Reilly.

—Supongo que me la merecía —declaré.

—Pues sí.

—En ese caso, gracias.

Apareció la camarera, con expresión suspicaz, y dijo:

—¿Pasa algo por aquí?

—Sí —le contestó Reilly—. Estos vasos están vacíos.

La camarera los recogió, nos miró de nuevo con suspicacia y se marchó.

Dijo Reilly:

—La cosa es: ¿qué piensas hacer con el dinero?

—Comprar un ladrillo con pintura dorada, me temo.

—O el puente de Brooklyn —sugirió Reilly en tono siniestro.

—Mejor el puente de Verrazzano —dije yo—. Puestos a gastar, quiero el más nuevo, el más moderno.

—¿Dónde está el dinero ahora? —preguntó él.

—Las acciones están en un par de cajas de seguridad; las piedras preciosas, en la cripta de la Winston Company; y el tío Matt tenía siete cuentas de ahorro distintas en otros tantos bancos de la ciudad. Más una cuenta para gastos. Y además contaba con algunas propiedades.

La camarera nos trajo las copas, nos observó con suspicacia y se volvió a marchar.

Dijo Reilly:

—Las acciones y las gemas están muy bien donde están. Déjalas ahí y que tu abogado se encargue de organizarte el papeleo. Para la pasta habrá que inventar algo. Tiene que haber algún modo de que no le puedas echar la mano encima.

Le pregunté:

—Me querías hablar de algo más, ¿no?

—Aún no has bebido lo suficiente —me soltó.

—Cuéntamelo ya —le dije.

—Bebe un poco, por lo menos —insistió él—. Te lo vas a tirar todo por encima.

—Cuéntamelo ya —repetí.

Se encogió de hombros.

—Muy bien, chaval. Hay un par de tíos de Homicidios que te van a hacer una visita esta tarde, a las cuatro en punto.

—¿Quiénes? ¿Por qué?

—A tu tío Matt lo mataron, Fred. Se lo cargaron con el típico objeto contundente.

Se me derramó el Jack Daniels frío sobre el regazo.

Dios salve al primo

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