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En un esfuerzo por eliminar tripa, o por lo menos contenerla, me ha dado por caminar todo lo posible cada vez que salgo a la calle, así que el sábado por la mañana recorrí a pie el trayecto entre mi apartamento de la calle Diecinueve Oeste y el despacho del supuesto abogado, Goodkind, que estaba en la Treinta y ocho Este. Hice un solo alto en el camino, en un estanco situado en la esquina de la Veintitrés Oeste con la Sexta Avenida, para comprar un paquete de tabaco.

Apenas había recorrido la mitad de la siguiente manzana, en la Sexta Avenida, cuando oí que alguien me llamaba: «¡Eh, usted!». Me volví y vi cómo un sujeto más bien corpulento venía hacia mí, haciéndome señas para que no me moviese de donde estaba. Llevaba un traje oscuro, con la chaqueta abierta, una camisa blanca apelotonada en la cintura y una arrugada corbata marrón. Parecía un ex marine que empezara a ponerse fondón.

Cuando llegó hasta mí, dijo:

—Acaba usted de comprar tabaco en la tienda de la esquina, ¿verdad?

—Pues sí —repuse—. ¿Por qué?

Se sacó la cartera del bolsillo de la cadera y la abrió para mostrarme la placa.

—Policía —dijo—. Solo queremos que colabore.

—Estaré encantado de hacerlo —le aseguré, con esa cierta sensación de culpabilidad que tenemos todos cuando nos damos de bruces con la ley.

Me preguntó:

—¿Qué clase de billete ha usado?

—¿Qué clase? ¿Se refiere a...? Bueno, uno de cinco.

Sacó un billete arrugado del bolsillo de la chaqueta y me lo pasó, diciendo:

—¿Es este?

Miré el billete, pero, como es natural, no hay manera de distinguir uno de otro, así que acabé por decirle:

—Supongo que sí, pero no estoy seguro.

—Mírelo bien, hermano —insistió, y de repente sonó más duro que antes.

Lo miré más de cerca, pero... ¿cómo podía saber si era o no el billete que yo había utilizado?

—Lo siento —contesté, cada vez más nervioso—, pero no puedo estar seguro ni de una cosa ni de la otra.

—El del mostrador dice que fue usted el que se lo endilgó.

Miré al policía y capté su aire severo.

—¿Que se lo endilgué? ¿Me está diciendo que es falso?

—Exactamente —afirmó.

—Me ha vuelto a pasar —dije mientras observaba con tristeza el billete que tenía en la mano—. La gente me endilga dinero falso constantemente.

—¿De dónde sacó este billete?

—Lo siento, pero no lo sé.

Bastaba con mirarle para darse cuenta de que sospechaba de mí, cosa que confirmó diciendo:

—No le veo muy ansioso por colaborar, hermano.

—Oh, sí que lo estoy —afirmé—. Lo que pasa es que no recuerdo de dónde saqué este billete en concreto.

—Véngase al coche —me dijo, y me guió hasta un Plymouth de color verde, hecho caldo y sin distintivos policiales, que estaba aparcado junto a uno de esos chismes a los que los bomberos enganchan la manguera.

Me hizo sentar delante, en el asiento del copiloto, y luego dio la vuelta al vehículo y se deslizó tras el volante. Bajo el salpicadero, una radio de la policía emitía ruidillos y alguna que otra palabra incomprensible.

Dijo el inspector:

—A ver si nos identificamos.

Le mostré los carnés de la biblioteca y de la Seguridad Social, y él apuntó cuidadosamente mi nombre y mi dirección en un cuaderno de tapas negras. A esas alturas, ya se había incautado del billete de cinco dólares y estaba escribiendo su número de emisión en la misma página. Entonces me preguntó:

—¿Lleva más billetes?

—Sí, claro.

—Vamos a verlos.

Yo llevaba treinta y ocho dólares en efectivo: dos billetes de diez, tres de cinco y tres de uno. Se los entregué y él los estudió uno por uno de manera meticulosa, poniéndolos contra la luz, frotándolos entre el pulgar y el índice y escuchándolos crujir hasta que, finalmente, los dejó sobre el salpicadero en dos montoncitos.

Cuando terminó la inspección, resultó que había otros tres billetes falsos, uno de diez y dos de cinco.

—Habrá que requisarlos —me informó, y luego me devolvió el resto—. Le extenderé un recibo, pero es evidente que no se los podemos cambiar por dinero auténtico. Si estos billetes llevan a una condena de los falsificadores, cabe la posibilidad de que usted recupere parte del dinero perdido, pero si no es así... Pues me temo que le habrán timado.

—No pasa nada —dije con una sonrisita floja.

En primer lugar, estaba acostumbrado a que me timaran; y en segundo lugar, estaba encantado de que ese individuo se hubiese quitado de la cabeza mi posible pertenencia a una banda de delincuentes.

Llevaba un bloc de recibos en la guantera. Lo sacó, me extendió un recibo en el que se incluían los números de serie de los billetes y, mientras me lo entregaba, dijo:

—Tenga más cuidado a partir de ahora. Revise el cambio cuando se lo den y no volverá a cometer errores tan onerosos.

—Así lo haré —le prometí.

Bajé del coche, consulté el reloj y vi que tenía que darme prisa si quería llegar al despacho de Goodkind a las diez en punto. Eché a andar con rapidez hacia la parte alta de la ciudad.

No fue hasta que llegué a la calle Treinta y dos cuando me di cuenta de que me habían timado. En ese momento, me quedé tieso en la acera y, mientras notaba que se me iba la sangre de la cabeza, saqué el recibo y le eché un vistazo.

Veinte dólares. Acababa de comprar un trozo de papel garabateado por veinte dólares.

Di media vuelta y eché a correr, pero, claro está, cuando llegué a la calle Veinticuatro el tío ya hacía tiempo que se había dado el piro. Me puse a buscar una cabina telefónica, con la idea de llamar a Reilly al Cuartel General, pero entonces recordé que le iba a ver en el despacho del supuesto abogado algo después de las diez.

¿Algo después de las diez? Volví a mirar el reloj y vi que faltaba un minuto para las diez. ¡Se supone que ya debería estar allí!

Paré un taxi, lo que significaba añadir un dólar a los que ya me había soplado el poli chungo. Me instalé en el asiento de atrás, el conductor puso en marcha el taxímetro y nos fuimos hacia arriba hasta acabar incrustados en el atasco habitual de la zona.

Llegué al bufete de Goodkind a las diez y veinte. El pasillo, la recepción y el despacho particular de Goodkind estaban infestados de agentes del Escuadrón Tocomocho, que habían puesto en marcha la trampa para ratones antes de que llegara el queso. Me abrí camino entre ellos, farfullando saludos a los que conocía e identificándome ante los demás, hasta que di con Reilly en el despacho de Goodkind, junto a otros dos colegas. Sentado tras su escritorio, había un tío muy elegante, con pinta de lobo hambriento y ojos de ónice, que tenía que ser el tal Goodkind.

Me espetó Reilly:

—¿Dónde coño te has metido?

—Un policía ful me ha pegado el timo de los billetes falsos —repuse.

—Por el amor de Dios... —dijo Reilly, y de repente pareció que iba a derrumbarse.

Goodkind, dirigiéndome una sonrisita malévola, me dijo con una voz muy similar a la que la serpiente debió de utilizar con Eva:

—Hola, Fred. No sabes cómo lamento tenerte de cliente.

Me lo quedé mirando.

—¿Qué?

—Es legal, mamarracho —contestó Reilly—. Y de altos vuelos.

—¿Quieres decir que...?

—Cómo me gustaría empapelarle —me dijo alegremente Goodkind—. Con todo el dinero que tiene...

—No hay trampa alguna —me informó Reilly—. Realmente has heredado trescientos diecisiete mil dólares: que Dios se apiade de todos nosotros.

—De todos modos —dijo Goodkind, frotándose las manos—, igual podemos arreglar las cosas.

Me caí al suelo y perdí el conocimiento.

Dios salve al primo

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