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Dortmunder había recorrido tres manzanas de Merrick Avenue columpiando el maletín casi vacío cuando el Toronado violeta se acercó de nuevo al bordillo hasta ponerse junto a él y Kelp le gritó:

—¡Hey, Dortmunder! ¡Sube!

Dortmunder se agachó para asomarse por el hueco de la ventanilla derecha.

—Iré en tren —dijo—. Pero gracias.

Se incorporó y siguió caminando.

El Toronado lo adelantó, superó una hilera de coches aparcados y se detuvo junto a una boca de incendios. Kelp bajó de un salto, rodeó el coche y buscó a Dortmunder en la acera.

—Escucha —dijo.

—Las cosas han estado muy tranquilas —le dijo Dortmunder—. Y quiero que sigan así.

—¿Qué culpa tengo yo de que ese tipo me diera por detrás?

—¿Has visto cómo está la trasera del coche? —le preguntó Dortmunder. Señaló con la cabeza el Toronado, junto al que pasaban en ese momento.

Kelp se puso a su altura y le siguió el paso.

—¿Y a mí qué más me da? —dijo—. No es mío.

—Está hecho unos zorros —dijo Dortmunder.

—Escucha. ¿No quieres saber por qué te estaba buscando?

—No —respondió Dortmunder, y siguió caminando.

—¿Pero a dónde vas a ir caminando, me lo quieres decir?

—A esa estación de tren que está ahí mismo.

—Te llevo.

—Seguro —dijo Dortmunder sin dejar de andar.

—Escucha —dijo Kelp—. Estabas esperando un golpe de los gordos, ¿no?

—Otra vez no —dijo Dortmunder.

—Pero ¿me quieres escuchar? Tú no quieres pasarte el resto de tu vida vendiendo enciclopedias de puerta en puerta por la Costa Este, ¿verdad?

Dortmunder no dijo nada y siguió avanzando.

—¿Verdad que no?

Dortmunder siguió caminando.

—Dortmunder —dijo Kelp—. Te juro por lo más sagrado que esta vez tengo una buena. Esta vez va a ser un éxito seguro. Un palo tan grande que podrás retirarte durante tres años. Quizá incluso cuatro.

—La última vez que me viniste con una de esas sumas nos costó cinco golpes conseguirla, y aun así, al final acabé con las manos vacías.

Siguió caminando.

—¿Y qué culpa tengo yo? No tuvimos la suerte de cara, eso es todo. La idea era de primera, eso tienes que admitirlo. ¿Quieres dejar de caminar, por amor de Dios?

Dortmunder siguió caminando. Kelp se dio una carrera para ponerse frente a él y seguir avanzando de espaldas.

—Lo único que te pido es que me escuches y le eches un ojo. Sabes que confío en tu opinión; si me dices que no es bueno no te lo discutiré.

—Vas a tropezar con ese pequinés —dijo Dortmunder.

Kelp dejó de correr de espaldas, se dio la vuelta, le devolvió la mirada asesina a la dueña del pequinés y volvió a caminar de frente, a la izquierda de Dortmunder.

—Creo que somos amigos desde hace suficiente tiempo como para pedirte como favor personal que me escuches y le eches un vistazo al asunto.

Dortmunder se detuvo en medio de la acera y miró torvamente a Kelp.

—Somos amigos desde hace suficiente tiempo como para saber que si me propones un trabajito, algo de malo tendrá.

—Eso no es justo.

—No he dicho que lo fuera.

Dortmunder estaba a punto de seguir caminando cuando Kelp le soltó de repente:

—De todas formas, el trabajito no es mío. ¿Conoces a mi sobrino Victor?

—No.

—¿El ex agente del FBI? ¿Nunca te he hablado de él?

Dortmunder lo miró fijamente.

—¿Tienes un sobrino que está en el FBI?

—Estaba. Estaba en el FBI. Lo dejó.

—Lo dejó... —repitió Dortmunder.

—O puede que lo echaran —dijo Kelp—. Hubo una discusión a propósito de un saludo secreto.

—Kelp, voy a perder el tren.

—No me lo estoy inventando. Yo no tengo nada que ver, en serio. Victor no dejaba de enviar memorandos sobre el uso de saludos secretos en el FBI para que los agentes pudiesen reconocerse entre sí en fiestas y reuniones por el estilo, pero la agencia nunca aceptó, de modo que lo dejó, o lo echaron, o algo así.

—¿Y ese es el que está montando el golpe?

—Escucha, estuvo en el FBI. Aprobó los exámenes y todo, no es un chiflado. Incluso estudió en la universidad.

—Pero quería que tuviesen un saludo secreto.

—Nadie es perfecto. —Kelp intentaba ser razonable—. En cualquier caso, ¿por qué no vienes a conocerlo y lo escuchas? Te caerá bien Victor, es buena gente. Y te aseguro que el plan es una preciosidad.

—May me espera en casa —dijo Dortmunder. Empezaba a notar que flaqueaba.

—Yo te pago la llamada. Venga, ¿qué me dices?

—Que esto va a ser un error, eso es lo que te digo.

Se dio la vuelta y empezó a caminar de nuevo hacia el coche. Un segundo más tarde Kelp lo alcanzó sonriendo, y juntos deshicieron lo andado.

El Toronado tenía una multa en el parabrisas.

Atraco al banco

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