Читать книгу En busca de la felicidad - Douglas Kennedy - Страница 11

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La puerta del piso se abrió de golpe. Diez personas más se apretujaron en su interior. Todos eran muy ruidosos, muy bulliciosos y ya venían muy bien lubricados. Ahora había tanta gente en la habitación que era imposible moverse. Aún no había visto a mi hermano y me estaba empezando a enfadar por haberme dejado convencer de asistir a aquella tontería de fiesta. Me gustaban los amigos de Eric, pero no en masa. Eric lo sabía y a menudo se burlaba de mí llamándome antisocial.

—No soy antisocial —protestaba yo—. Solo soy antimultitudes.

Especialmente, podría haber añadido, multitudes en pisos diminutos. Por el contrario, mi hermano se lo pasaba en grande con el gentío y formando parte de una muchedumbre. Siempre tenía montones de amigos. Una noche tranquila en casa no era lo suyo. Tenía que encontrarse con amigos en bares, tener una fiesta a la que acudir, ir a un club de jazz o —en el peor de los casos— pasar la noche en uno de los cines nocturnos de la Calle 42, donde daban tres películas por veinticinco centavos. Desde que había vuelto de Sudamérica, su afán por juntarse con gente había alcanzado cotas más altas, hasta el punto de que a veces me preguntaba si llegaba a dormir alguna vez. También había cambiado de mala gana su aspecto para conseguir el empleo como guionista de Joe E. Brown. Se había cortado el pelo y ya no se vestía como Trotsky, porque sabía que no lo contratarían si no se adaptaba a la norma de los trajes que se llevaban entonces.

—Padre se estará muriendo de risa en la tumba —me dijo una noche—, viendo como su rojísimo hijo se compra la ropa en Brooks Brothers.

—La ropa no significa nada —dije.

—No me dores la píldora. Lo significa todo. Todos los que me conocen comprenden que esta ropa significa que he fracasado.

—No has fracasado.

—Cualquiera que empiece creyendo que será el próximo Bertolt Brecht y acabe escribiendo chistes para un concurso, puede darse el lujo de considerarse un fracaso.

—Escribirás otra gran obra —insistí.

Eric sonrió tristemente.

—S, nunca he escrito una gran obra. Ya lo sabes. Ni siquiera he escrito una buena obra. Y eso también lo sabes.

Sí, lo sabía, pero nunca se lo habría dicho. Como también sabía que el afán de vida social de Eric era una forma de anestesia. Apagaba su sensación de decepción. Sabía que estaba bloqueado. Y también sabía lo que había provocado el bloqueo: una pérdida total de confianza en su propio talento. Pero Eric se negaba a aceptar mi empatía y siempre cambiaba de tema cuando yo lo sacaba a colación. Finalmente, me di por vencida y abandoné el tema para siempre, aceptando el hecho de que no podría hacerle hablar de su evidente problema y sintiéndome muy inútil mientras le viera llenando obsesivamente cualquier momento de vigilia con toda clase de distracciones..., de lo cual esta fiesta era un síndrome más.

Cuando el ruido de la habitación alcanzó la categoría de rugido, decidí largarme rápidamente si no veía a mi hermano en los siguientes sesenta segundos.

Entonces sentí un ligero contacto en el hombro y una voz masculina en el oído.

—Pareces estar buscando una escotilla para huir.

Me di la vuelta. Era el chico con el uniforme del ejército. Estaba a pocos centímetros de mí, con un vaso en una mano y una botella de cerveza en la otra. De cerca, aún parecía más irlandés, lo que tenía que ver con la tosquedad de su piel, la cuadratura de su mandíbula, el brillo malicioso de sus ojos y la cara de ángel caído que insinuaba a la vez inocencia y experiencia. Era una versión menos belicosa de Jimmy Cagney. De haber sido actor, podría haber interpretado la clase de sacerdote joven e idealista del barrio que daba a Cagney los últimos sacramentos después de que algún gángster rival lo llenara de plomo.

—¿Me has oído la primera vez? —gritó para hacerse oír—. Parece que estés buscando una escotilla para huir.

—Sí, te he oído. Y, sí, eres muy perceptivo —dije.

—Y tú te has ruborizado.

De repente sentí que las mejillas se me encendían un poco más.

—Será por el calor.

—O porque soy el hombre más guapo que has visto en tu vida.

Lo miré atentamente, y noté que arqueaba las cejas juguetonamente.

—Eres guapo, sí... pero no tanto.

Me examinó con admiración y dijo:

—Muy buena. ¿No te habré visto peleando con Max Schelling en el Garden?

—¿No te he visto dando una charla precisamente en el jardín botánico del Bronx?

—¿No te llamarás Dorothy Parker, por casualidad?

—Los halagos no te servirán de nada, soldado.

—Entonces intentaré emborracharte —dijo, poniendo una botella en mi mano vacía—. Una cerveza.

—Ya tengo una —contesté, levantando la botella de Schlitz que tenía en la otra mano.

—Un mano a mano. Me gusta. ¿No serás irlandesa por casualidad?

—Lo siento, pero no.

—Sorpresa, sorpresa. Yo estaba convencido de que eras una O’Sullivan de Limerick... y no una Kate Hepburn amante de los caballos.

—No monto a caballo —dije, interrumpiéndole.

—Pero sí eres WASP, ¿verdad?

Lo miré con el ceño fruncido.

—¿Te parece esto una sonrisa WASP? —Intenté no reírme, pero fracasé.

—¡Vaya! Tienes sentido del humor. Creía que algo así no venía en el paquete WASP.

—Siempre hay excepciones a la regla.

—Encantado de saberlo. ¿Qué..., salimos de aquí?

—¿Cómo dices?

—Has dicho que buscabas una salida. Te ofrezco una. Conmigo.

—¿Por qué habría de irme contigo?

—Porque te parezco divertido, encantador, absorbente, atractivo, irresistible...

—No es verdad.

—Mentirosa. Pero hay una razón por la que deberías irte conmigo. Porque hemos conectado.

—¿Ah sí?

—Sí. Y tú también lo crees.

—Yo no creo nada. —Y me oí decir:— No sé ni quién eres.

—¿Tiene alguna importancia?

Evidentemente, no. Porque ya estaba entusiasmada. Pero no pensaba dejar ver lo entusiasmada que estaba.

—Un nombre no estaría mal —dije.

—Jack Malone. O sargento Jack Malone, si lo quieres más oficial.

—¿De dónde eres, sargento?

—De un paraíso, un Valhalla, un lugar donde los protestantes blancos anglosajones temen ir...

—¿Que se llama?

—Brooklyn. Flatbush, para ser exactos.

—No conozco Flatbush.

—¡Lo ves! Es lo que decía. Para los WASP, Brooklyn siempre ha sido tierra prohibida.

—Pues yo he estado en Brooklyn Heights.

—¿Pero has estado en las profundidades?

—¿Es ahí donde vas a llevarme esta noche?

Se le iluminó la expresión.

—Un, dos, tres, ¿ya?

—Nunca me rindo tan fácilmente. Sobre todo cuando el oponente en cuestión ha olvidado preguntar mi nombre.

—¡Vaya por Dios!

—Venga, pregunta.

—¿Cómo te llamas? —preguntó imitando el acento alemán.

Se lo dije. Apretó los labios.

—¿Smythe con y griega y con e?

—Impresionante.

—Bueno, es que en Brooklyn nos enseñan a escribir. Smythe...

Volvió a pronunciar el nombre, esta vez con un marcado acento británico.

—Smythe... Qué te apuestas a que, años ha, se escribía sencillamente Smith, hasta que uno de tus remilgados antepasados de Nueva Inglaterra decidió que era demasiado vulgar y se lo cambió por Smythe.

—¿Cómo sabes que soy de Nueva Inglaterra?

—¡Estás de broma! Y si fuera jugador, apostaría diez dólares a que escribes Sara sin h.

—Y ganarías.

—Ya te he dicho que era observador. Sara. Muy bonito... si te gustan los puritanos de Nueva Inglaterra.

Oí la voz de Eric detrás de mí.

—¿Quieres decir como yo?

—¿Y tú quién eres si puede saberse? —preguntó Jack, un poco mosqueado por la interrupción.

—Su puritano hermano —dijo Eric, pasándome un brazo por los hombros—. Lo que quisiera saber es quién eres tú.

—Soy Ulysses S. Grant.

—Muy divertido —dijo Eric.

—¿Tiene importancia quién soy yo?

—Es que no recuerdo haberte invitado a esta fiesta —dijo Eric, sonriente.

—¿Esta es tu casa? —preguntó Jack tranquilamente y sin avergonzarse lo más mínimo.

—Excelente deducción, doctor Watson —dijo Eric—. ¿Te importa decirme cómo llegaste aquí?

—Alguien que conocí en el club USO de Times Square me dijo que tenía un amigo que tenía un amigo que tenía otro amigo que se había enterado de que daban esta fiesta en la calle Sullivan. Pero oye, no quiero líos, me marcharé enseguida.

—¿Por qué habrías de irte? —dije, tan deprisa que Eric me miró con una sonrisa maliciosa.

—Sí —dijo Eric—, ¿por qué habrías de marcharte cuando cierta persona es evidente que desea que te quedes?

—¿Seguro que no te importa?

—Cualquier amigo de Sara...

—Te lo agradezco.

—¿Dónde has estado sirviendo?

—En Alemania. Y no estaba en el ejército exactamente. Era periodista.

—¿Para Stars and Stripes? —preguntó Eric, mencionando el periódico oficial del ejército de Estados Unidos.

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó Jack Malone.

—El uniforme es una buena pista. ¿Por dónde estuviste?

—Un poco por Inglaterra. Y tras la rendición de los nazis estuve en Múnich. O en lo que quedaba de Múnich.

—¿Llegaste al frente oriental?

—Escribo para Stars and Stripes, no para el Daily Worker.

—Tienes que saber que leo el Daily Worker desde hace diez años —precisó Eric, poniendo un énfasis excesivo.

—Felicidades —dijo Jack—. Yo también leía las tiras cómicas todos los días.

—No entiendo la relación —objetó Eric.

—Todos superamos la adolescencia.

—¿El Daily Worker es para ti adolescente?

—Adolescente y mal escrito... como casi todos los folletos de propaganda. Si vas a soltar una jeremiada diaria sobre el bienestar de la clase obrera, al menos escríbela bien.

—Una jeremiada —dijo Eric, lleno de malicia—. Vaya, vaya, qué dominio de las grandes palabras.

—Eric... —intervine, fulminándole con la mirada.

—¿He dicho algo malo? —repuso, enredándose con las palabras.

Entonces me di cuenta de que estaba borracho.

—Malo, no —contestó Jack—. Solo clasista. Pero claro, hablando con un analfabeto de Brooklyn...

—Yo no he dicho esto —dijo Eric.

—No, solo lo has sugerido. Pero, vamos, estoy acostumbrado a que los parvenus se burlen de mis vocales poco elegantes.

—No creo que seamos parvenus —dijo Eric.

—Pero te ha impresionado mi dominio del francés, n’est-ce pas?

—Tu acento tendría que trabajarse un poco.

—Igual que tu sentido del humor. Como uno de tus inferiores intelectuales del lado equivocado del Manhattan Bridge, siempre me ha hecho gracia que los más grandes snobs del mundo silben la Internacional con sus labios universitarios. O a lo mejor lees Pravda en versión original, ¿camarada?

—Y seguro que tú eres uno de los más fanáticos admiradores del padre Coughlin.

—Eric, por el amor de Dios —dije, sin poder creer que hiciera un comentario tan fuera de lugar, porque el padre Charles E. Coughlin era un infame sacerdote de derechas; un precursor de McCarthy, que tenía un programa de radio semanal en el que sermoneaba contra los comunistas y los extranjeros y cualquiera que no se inclinara para besar la bandera. Cualquiera que tuviera un dedo de inteligencia le odiaba. Pero me tranquilicé al ver que el tal Jack Malone no se lanzaba a la yugular de mi hermano.

Con la voz todavía tranquila, dijo:

—Considérate afortunado de que incluya esta observación en la categoría de broma.

Le di un codazo a mi hermano.

—Discúlpate —le insté.

Después de un momento de duda, Eric dijo:

—Lo que he dicho estaba fuera de lugar. Me disculpo.

Al instante, Jack sonrió.

—Pues quedamos amigos, ¿vale?

—Claro.

—Bien, pues... feliz día de Acción de Gracias.

Eric tomó de mala gana la mano que Jack le alargaba.

—Sí. Feliz día de Acción de Gracias.

—Y perdona por la intrusión —dijo Jack.

—Ni hablar. Como si estuvieras en tu casa.

Después de esto, Eric se retiró apresuradamente. Jack se volvió hacia mí.

—Ha sido divertido —dijo.

—¿En serio?

—Claro que sí. Oye, el ejército no está precisamente lleno de eruditos. Hacía tiempo que no me insultaban de una forma tan educada.

—Tengo que disculparme. Se pone muy pesado cuando ha bebido demasiado.

—Ya te he dicho que ha sido divertido. Y ya veo de dónde has sacado el gancho de izquierda. Evidentemente es una especialidad de la familia.

—No sabía que fuéramos pesos pesados.

—Estás siendo modesta. Bueno, Sara sin h Smythe... ya es hora de que me vaya, porque tengo que presentarme en el trabajo a las nueve de la mañana.

—Pues vamos —dije.

—Pero yo pensaba...

—¿Qué?

—No lo sé. Que después del numerito que he montado con tu hermano, no querrías saber nada más de mí.

—Te equivocabas. A menos, claro, que hayas cambiado de idea.

—No, no... Salgamos.

Me cogió del codo y me guió por la habitación. Cuando estábamos en el vestíbulo, me volví y miré a Eric.

—¿Ya te vas? —gritó por encima del estrépito, no muy contento de verme acompañada de Jack.

—¿Comemos mañana en el Luchows? —grité.

—Si es que llegas —contestó.

—Llegará —dijo Jack, y bajamos las escaleras.

En cuanto llegamos al portal de la casa, me atrajo hacia él y me besó apasionadamente. Fue un beso muy largo. Cuando terminó, dije:

—No me pediste permiso.

—Tienes razón. No lo hice. ¿Puedo besarte, Sara sin h?

—Solo si dejas de decir esa tontería de la h.

—Hecho.

Esta vez el beso me pareció que duraba una hora. Cuando finalmente se separó de mí, la cabeza me daba vueltas como una ruleta. Jack también parecía embriagado. Me tomó la cara entre las manos.

—Hola —dijo.

—Sí. Hola.

—Sabes que tengo que estar en la sede de la Marina...

—Ya me lo has dicho, a las nueve en punto. Pero ¿qué hora es? No es ni la una.

—Entonces, restando el tiempo del viaje a Brooklyn, tenemos...

—Siete horas.

—Sí, siete horas.

—Habrá que aprovecharlas —dije, y volvió a besarme—. Invítame a una copa.

En busca de la felicidad

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