Читать книгу En busca de la felicidad - Douglas Kennedy - Страница 8
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La mujer vivía en un edificio antiguo de piedra. Pagué al taxista y subí como una tromba los escalones de la entrada, de dos en dos. Su nombre estaba en el timbre. Lo apreté durante diez segundos. Después oí su voz por el interfono.
—¿Sí? —dijo con voz vacilante.
—Soy Kate Malone. Abra.
Esperó un momento y después me abrió la puerta.
Su apartamento estaba en el primer piso. Ella me esperaba en la puerta. Llevaba unos pantalones grises de franela y un jersey de cuello de cisne que acentuaba el suyo, largo y elegante. Su pelo gris estaba perfectamente peinado en un moño apretado. De cerca, su piel parecía aún más transparente y suave, solo las patas de gallo delataban su edad. Su postura era perfecta, poniendo de relieve su porte elegante, toda su distinción. Sus ojos eran intensos y se mostraban felices de verme... algo que enseguida me incomodó.
—¿Cómo se atreve? —dije, blandiendo el álbum de fotos.
—Buenas tardes, Kate —dijo, sin perder la compostura ante mi estallido—. Me alegro de que hayas venido.
—¿Quién demonios es usted? ¿Y qué diablos es esto? —añadí, blandiendo otra vez el álbum de fotos como si fuera una pistola humeante en un juicio por asesinato.
—¿Por qué no pasas?
—No quiero pasar —dije, en voz bastante alta.
Ella no perdió la calma.
—Aquí no podemos hablar —dijo ella—. Por favor...
Me hizo un gesto para que cruzara el umbral. Vacilé un momento y añadí:
—No crea que voy a quedarme mucho rato.
—Muy bien —dijo.
La seguí adentro. Entramos a un pequeño vestíbulo. Una de las paredes estaba cubierta por una librería desde el suelo hasta el techo, repleta de volúmenes de tapas duras. Junto a ella había un armario. Lo abrió y preguntó:
—¿Me das tu abrigo?
Se lo di. Mientras lo colgaba, eché un vistazo a mi alrededor y de repente me quedé sin aire. Porque allí, al otro lado del vestíbulo, había media docena de fotografías enmarcadas de mí misma y de mi padre: una fotografía de mi padre con el uniforme del ejército, una ampliación de la foto de mi padre conmigo en brazos recién nacida, una foto en la universidad, otra con Ethan cuando tenía solo un año, dos fotos en blanco y negro, que mostraban a papá en una serie de situaciones con una Sara Smythe más joven. La primera era una instantánea «casera»: mi padre rodeándola con los brazos, de pie junto a un árbol de Navidad. La otra era de una pareja feliz frente al Lincoln Memorial, en Washington. Por la edad de las fotos y el estilo del vestuario que llevaban, imaginé que se habían tomado en los primeros años cincuenta. Me di la vuelta y miré fijamente a Sara Smythe, con los ojos muy abiertos.
—No entiendo nada... —dije.
—No me extraña.
—Tiene que darme una explicación — continué, furiosa.
—Sí —dijo con voz queda—. Lo haré.
Me cogió el codo y me acompañó al salón.
—Siéntate. ¿Un café? ¿Un té? ¿Algo más fuerte?
—Más fuerte —dije.
—¿Vino tinto? ¿Bourbon? ¿Bristol Cream? Eso es todo, me temo.
—Bourbon.
—¿Con hielo? ¿Con agua?
—Solo.
Se permitió una pequeña sonrisa.
—Como tu padre —apuntó.
Me señaló un enorme sillón para que me sentara. Estaba tapizado con una tela de color marrón oscuro. La misma tela cubría un gran sofá. Sobre una mesita de centro moderna había montones bien apilados de libros de arte y revistas: The New Yorker, Harper’s Atlantic Monthly, New York Review of Books. El salón era pequeño, pero inmaculado. Suelo de madera pulida, paredes blancas, más estanterías repletas de libros, una consistente colección de CD, un gran ventanal orientado al sur que daba a un patio pequeño. A un lado del salón había una habitación ingeniosamente transformada en un pequeño despacho, con una mesa de pino en la que descansaban un ordenador, un fax y un montón de papeles. En el lado opuesto del salón había un dormitorio con una cama grande —cabecera teñida, una colcha edredón antigua americana— y un armario de estilo antiguo. Como todo el resto del piso, el dormitorio rebosaba clase y buen gusto. Era evidente que Sara Smythe se negaba a abrazar la callada ruina de la ancianidad y vivía la última parte de su vida en un piso que era, estilísticamente hablando, dos décadas anticuado pero rebosante de desvencijada nobleza. Su hogar desprendía un callado pero feroz orgullo.
Sara salió de la cocina con una bandeja. En ella llevaba una botella de bourbon Hiram Walker, una botella de Bristol Cream, una copa de jerez y un vaso de whisky. La dejó sobre la mesita y sirvió las bebidas.
—Hiram Walker era el bourbon preferido de tu padre —dijo—. Personalmente nunca me gustó. Me gustaba más el escocés, hasta que cumplí los setenta, y mi cuerpo decidió por mí. Ahora tengo que pasar con algo aburrido y femenino como el jerez. Salud.
Levantó la copa de jerez. No respondí a su brindis. Me tragué el whisky de un trago. Me quemó la garganta, pero acalló parte del malestar que sentía. Otra sonrisa cruzó los labios de Sara Smythe.
—Tu padre también bebía así cuando estaba tenso.
—De tal palo tal astilla —apunté, señalando la botella.
—Sírvete tú misma —dijo.
Me serví otra copa de whisky, pero esta vez solo le di un sorbito. Sara Smythe se arrellanó en el sofá y me tocó el dorso de la mano.
—Quiero disculparme por los extremados métodos que he utilizado para lograr que vinieras. Sé que he debido de parecerte una vieja pesada, pero...
Aparté la mano rápidamente.
—Solo quiero saber una cosa, señorita Smythe...
—Sara, por favor.
—No. Nada de nombres. No somos amigas. Ni siquiera nos conocemos...
—Kate. Te conozco de toda la vida.
—¿Cómo? ¿Cómo me ha conocido? ¿Y por qué ha empezado a importunarme después de que mi madre muriera?
Puse el álbum de fotos sobre la mesita y lo abrí por la última página.
—También quiero saber cómo consiguió esto —dije, señalando el recorte de Ethan en el periódico de la Allan-Stevenson.
—Estoy suscrita al periódico de la escuela.
—¿Que está qué?
—Igual que estaba suscrita al periódico de la Universidad Smith cuando tú estudiabas allí.
—Está loca...
—Puedo explicártelo...
—¿Por qué le interesamos? A juzgar por el álbum, no se trata de una fijación reciente. Hace años que nos sigue. ¿Y qué pintan las viejas fotos de mi padre?
Sara me miró directamente a los ojos y dijo:
—Tu padre fue el amor de mi vida.