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Culpable


Casi un centenar de paisanos, entre hombres, mujeres y niños, vinieron a buscarlo a los cerros provistos de palos y azadones. Avanzaban lenta y aparentemente en silencio, dada la distancia. Aguzó la vista y junto a las siluetas de la multitud pudo distinguir algunas guadañas y una horca de heno.

Saturnino, pastor desde los seis años, permaneció sentado en el tocón que franqueaba la puerta de su cabaña. Las gotitas de agua que coronaban las briznas de hierba hacían resplandecer los prados en contraste con la lóbrega procesión de perfiles filiformes cada vez más próxima. Los recibió cabizbajo, resignado. No pidió clemencia ni apeló a la misericordia, sabedor de que en estos casos la aplicación de la ley del lugar era implacable. No ofreció resistencia, consciente de que su castigo era lo único que podía esperar por haber cometido un acto tan vil y monstruoso. Nada más llegar, sin mediar palabra, lo golpearon hasta dejarle inconsciente y, cuando despertó, fue sajado en vida para verle morir desangrado sin prestarle auxilio alguno. Luego cumplieron con el ritual de desfilar ante su cuerpo, desde el más joven hasta el más viejo, y escupir sobre lo que quedaba de él.

Varios días después, al pasar por la plaza del ayuntamiento, el olor a carne quemada permanecía en la atmósfera. Cumpliendo con la tradición, el cadáver de Saturnino había sido ahorcado e incinerado en una pira a los ojos del pueblo. Todavía podía leerse, escrito en la piedra con su propia sangre, un breve pero contundente epitafio: «Justicia».

Saturnino y Eloísa se enamoraron nada más verse. Una mañana fresca de verano, cuando ella descendía con paso alegre por la ladera del monte mientras él caminaba hacia el risco, se toparon en un recodo del camino. Tras el sobresalto inicial propio de un encuentro inesperado, sintieron una intensa atracción recíproca. Eloísa era muy joven. De cuerpo menudo y complexión robusta, tenía el pelo corto y rojizo. A Saturnino le sedujo su mirada, perdida y anhelante, conjugada con un halo de rebeldía que lo cautivó por completo. A Eloísa, a pesar de la notable diferencia de edad, la madurez serena de Saturnino, labrada a lo largo de los años vividos en compañía del cielo y las montañas, le transmitió la paz y el sosiego que solamente su voz y su presencia podían proporcionarle. La naturaleza no tardó en imponer su férrea voluntad y ambos se amaron con una pasión animal. En un mundo apartado del mundo compartieron albas y ocasos, sueños y despertares, hasta que los rumores se propagaron entre la gente del pueblo con la misma rapidez con la que las llamas se extienden por los zarzales.

Instantes antes de ser ejecutado, a la mente de Saturnino acudió el recuerdo de aquella tarde en la que se bañaron desnudos en la poza del río para después secar sus cuerpos bajo el sol, tras lo cual él la perfumó frotando su espalda con tomillo y flores de lavanda. Pero había llegado su hora: Saturnino había mantenido relaciones con una cabra menor de edad.

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