Читать книгу Apenas lo que somos - Eduardo Bieger Vera - Страница 9
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Aparcó el coche frente a la tienda de antigüedades. Mientras cruzaba de acera, los intermitentes parpadearon con el subsiguiente bloqueo automático de la cerradura. Empujó la puerta de acceso y se adentró en una estancia penumbrosa, atestada de muebles y objetos de todas las épocas, formas y tamaños. En la atmósfera dominaba un intenso aroma a madera noble y a betún de Judea. Bajo un aparente desorden se adivinaba la intención de colocar cada cosa en el sitio asignado, obedeciendo a razones que probablemente solo comprendiera su dueño.
–Buenas tardes… de nuevo –escuchó primero la voz del anticuario, para seguidamente verle aparecer entre las sombras de su pequeño despacho ubicado al fondo del local. Era un hombre alto, ligeramente encorvado, de mirada limpia y gesto amable.
–Buenas tardes, don Desiderio, ¿cómo está?
–Estamos, que no es poca cosa. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
–La tengo en el coche.
–No ha debido precipitarse. En ningún momento usted y yo dimos el acuerdo por concluido…
–Lo sé.
–…y permítame que le diga que no me parece correcta su forma de proceder. Estamos tratando con un material especialmente sensible.
–Tiene usted toda la razón. No era mi intención incomodarlo. La cuestión es que salgo de viaje mañana a primera hora y estaré fuera de la ciudad durante semanas, tal vez meses. Hemos conversado largamente del plan, le he hablado de usted y no ha dudado en aceptar la propuesta. Ese es el motivo por el que la he traído esta tarde.
–Le reitero lo que le comenté en nuestro último encuentro; no sé si podré hacerme cargo. Las antigüedades son mi pasión, es cierto, pero nunca he tenido ninguna tan especial como esta. No será fácil prestarle la atención y darle los cuidados que precisa.
–Por eso no se preocupe; a pesar de los años se conserva muy bien y es muy colaboradora.
–No sé, no sé, comprenda mis dudas…
–Está esperando en el coche; ella está muy ilusionada, pero es a usted a quien le corresponde decidir en última instancia.
–Bueno, confiemos en el destino; la verdad es que he de decir que cuando la conocí me ganó su dulzura.
–Qué me va usted a decir que yo no sepa.
Abandonaron la tienda y atravesaron la calzada hasta llegar al automóvil. Los intermitentes volvieron a parpadear, en esta ocasión emitiendo una especie de ladrido electrónico en inmediata obediencia a la pulsación del mando a distancia.
–Mamá. Traemos buenas noticias. Don Desiderio está de acuerdo.
La ayudaron a salir del vehículo asiéndola cada uno de un brazo para después llevarla con cuidado hasta la entrada de la tienda.
–Bueno, aquí se la dejo.
–Conmigo va a estar usted muy bien –dijo cariñosamente don Desiderio–. En este lugar todo guarda su propia historia. Estoy deseando que me cuente usted la suya.
–Me llamo María Luisa, pero me gusta que me llamen Luisa –dijo la anciana.
–No se preocupe por nada, Luisa, yo la cuidaré.