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Ojos


Su historia se condensó en una lágrima: la que acababa de precipitarse sobre los restos de whisky de uno de los vasos que se acumulaban sobre la mesa de aquel bar. Tan solo era una gota, pero había sido parida por su pupila humedecida por el vaho de los recuerdos, a modo de punto y final líquido de su historia junto a Carmen. Alzó el dedo índice y el camarero asintió en respuesta a su petición de una más de lo mismo, de un poco más de lo de siempre. Las ventanas de la cafetería estaban empañadas también. Pasó la mano por el cristal, percibió la frialdad de la superficie y miró a través de él inspeccionando la calle, como si estuviera a punto de aparecer una respuesta en algo o en alguien. Tuvo la sensación de que en ese preciso instante su vida acababa de detenerse, mientras que la de los demás seguía pasando. El sentimiento de oquedad, de no pertenencia, era un compañero inseparable desde que tenía uso de razón y permanecía junto a él, todavía con más presencia, cada vez que huía presa del pánico que le provocaba el abrazo perenne que le ofrecía Carmen. No obstante, la soledad nunca se había manifestado en su interior de manera tan categórica. Sí, se sentía vacío, vacío y sucio, como los vasos que comenzaban a amontonarse frente a él. Antes solía viajar en ese autobús que rugía al acelerar a la salida del semáforo, habitaba en el transeúnte que se apresuraba para evitar mojarse y en la parsimonia del que era adelantado por él, flotaba en los saludos y en las indiferencias, se proyectaba en los espacios y en las aglomeraciones; en definitiva, estaba en todo aquello que acostumbraba a reconocer como propio a pesar de su ajenidad. Pero la realidad es que hacía ya bastante tiempo que se encontraba fuera de todo. Por un momento pensó que quizá ese local fuera un gran ojo que amenazaba a su vez con llorar y dentro del cual se encontraba encerrado y sin salida.

Mientras tanto, al otro lado de la mesa quedaba una taza, lacrada en su borde con el mismo carmín que acababa de sellar su vida con un beso de adiós. Aún podía notarlo en sus labios, esos labios a través de los cuales había escupido todo tipo de improperios, de los cuales se arrepentía profundamente. Recordó de modo fugaz la sensación que tuvo cuando habló con Carmen por primera vez; entonces supo que no había conocido a una persona, sino a todo el mundo.

El camarero procedió a recoger los vasos haciéndolos chocar unos con otros, así como la taza en la que Carmen había dejado la mitad del café, y los colocó en una bandeja plateada. Pasó una bayeta sobre la mesa y le sirvió otro whisky junto con un cuenco de cacahuetes mezclados con gominolas, combinación de texturas y sabores que detestaba. Había perdido la cuenta de los que llevaba, pero daba igual; bebía porque quería y podía dejarlo cuando quisiera, no necesitaba ayuda, aunque en estos momentos tampoco pudiera parar. «Te has creído que estás ante un dilema moral, que representas tu versión de la escena primera del acto tercero de Hamlet: beber o no beber, esa es la cuestión, como quien elige entre el bien y el mal, entre hacerle caso al angelito o al demonio que tratan de persuadirte en una u otra dirección desde cada uno de tus hombros, pero no es así. Careces de capacidad para decidir porque estás enfermo, ¿es que no te das cuenta?». Esa era la conclusión que Carmen se había cansado de exponer y que él ya no escucharía más de su boca.

Fuera seguía lloviendo. Quizá cada gota representara una pena y la lluvia a lo mejor era algo más que un simple fenómeno meteorológico: la expresión del desahogo de quienes vivían en otra dimensión que no había resultado ser tal y como les habían contado sus respectivas religiones. Esa multitud defraudada lloraba de impotencia a través de otro ojo todavía más grande que, a su vez, comprendía el que conformaba el ventanal de la cafetería dentro del cual se encontraban los suyos. La ficción de los ojos que se contenían unos a otros sucesivamente le provocó una medio sonrisa. ¿Por qué en los momentos críticos, y cuando más borracho se encontraba, se le ocurrían unas ideas tan brillantes que más tarde no conseguía recordar? Reparó en que en una de las mesas situadas junto a la columna de la entrada se encontraba sentado un invidente. Se percató de ello al descubrir un perro labrador negro que permanecía tumbado e inmóvil a su lado. Él había perdido a Carmen, ella era las personas y las cosas, ella era todo y habitaba en su particular nada. Nunca la volvería a ver, debido a una ceguera restringida a su persona pero igualmente limitativa y dolorosa. El hombre ciego hizo ademán de levantarse y el perro guía se reincorporó simultáneamente. Entonces agarró un asidero vinculado al arnés que casi cubría la totalidad del lomo del animal y abandonó el local sin hacer ruido. Fantaseó con la idea de un mundo sin visión, pero de manera selectiva, en el que la oscuridad se extendiera solamente sobre las imágenes no deseadas, como la censura que cubre los párrafos prohibidos de un libro a base de tachones de tinta. Cerró los ojos fuertemente. ¿Y por qué no taponar el resto de sentidos? Su olfato estaba muy deteriorado debido a los años de fumador, por lo que la sensación actual sería similar a la de tener las glándulas olfatorias fuera de servicio. De esta forma, anulados los sentidos de la vista y el olfato, evitaría cualquier posibilidad de asociación sensorial en un momento en el que todo le recordaba a ella. Claro que le quedaba el oído; rompió en dos pedazos una servilleta de papel y engurruñó los trozos improvisando dos tapones que se introdujo, enroscándolos en los huecos de las orejas. Imaginó cómo sería la vida en las tinieblas, sin olores y en silencio. Pero decidió ir más allá; levantó la mano y pidió la cuenta. Casi al instante escuchó la voz amortiguada del camarero pronunciando un lacónico «gracias», que no era más que la cobertura acústica de un impronunciable «márchese ya», a la vez que depositaba en la mesa un platillo de plástico con la correspondiente factura. Sacó la cartera del bolsillo y a tientas localizó un par de billetes que por sus dimensiones intuyó serían de cincuenta euros. Echó para atrás la silla y al tratar de ponerse de pie se tambaleó en un intento de orientarse en su nuevo medio con los ojos cerrados y dos trozos de servilleta saliéndole casi a la altura de las sienes como los tornillos de la cabeza de Frankenstein. Al tratar de dar el primer paso1 tropezó con el camarero, que en ese preciso momento se acercaba con celeridad a cobrar. Oyó el ruido de cristales rotos, seguido del estruendo de la bandeja al chocar contra el suelo. Se desplomó como un fardo, sin que sus brazos reaccionaran para que las palmas de las manos pudieran evitar que la cara golpeara directamente contra la baldosa. Sintió la repentina hinchazón del labio inferior y el sabor de la sangre que brotaba de la nariz entremezclado con el del alcohol. Al mareo que ya tenía se añadió un intenso dolor de mandíbula. Abrió los ojos ante una rueda de caras y voces que no paraban de girar sobre él. Buscó, pero no encontró el de Carmen, ni el de sus padres, ni el de Julio, el hijo de su anterior matrimonio, con el que había perdido definitivamente el contacto, ni el de su viejo amigo Luis, el último que le quedaba y que, harto de sus desplantes, había dejado de llamarle. Volvió a cerrarlos y la imagen de Carmen se presentó con nitidez, mostrando sus grandes ojos del color de un doble de Macallan veinticinco años. Exhibía una mueca de rendición, la misma con la que se había despedido esa misma tarde. Pero ¿cuánto tiempo podría retenerla en su memoria? ¿Se borraría algún día sin previo aviso o simplemente se iría difuminando poco a poco hasta no dejar rastro en sus circuitos cerebrales? La algarabía resultaba ensordecedora. Pensó en la voz de Carmen, en cuánto le gustaba escucharla, pero no logró recordar su timbre, su música. Rompió a llorar con espasmos de sollozo, como el niño abandonado que nunca había dejado de ser. Mientras, la lluvia arreciaba en la calle. No le consoló que sus ojos pudieran estar dentro de un ojo mayor que era aquel bar, y que este a su vez se incluyera en el interior de otra gran pupila cósmica, y que todos lloraran sus tristezas simultáneamente. De hecho, le pareció una gilipollez.

1 Primer paso del programa de doce pasos de Alcohólicos Anónimos: «Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol y que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables».

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