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El undécimo mandamiento


–Ave María purísima.

–Sin pecado concebida.

–Padre, confieso que he pecado.

–Adelante hija, te escucho.

–Pues verá, padre, esta noche no he pegado ojo. Tomás, el pequeño, no ha parado de llorar. Tenía mucha fiebre y no podía salir a comprarle Apiretal. Estaba sola con los cuatro, que al dormir en la misma habitación también se han despertado con los gimoteos del renacuajo. Su padre ha llegado de madrugada y le he pedido por favor que no se acostara según entraba en la casa, sino que intentara aguantar el sueño unos minutos porque tenía que salir a buscar una farmacia de guardia. Pero estaba borracho, como siempre, y se ha quedado dormido en el sofá, aunque antes ha tenido tiempo de decirme que allá me las apañara, que él bastante hacía con trabajar todo el puto día para pagar la casa y lo que tragaban «esos cabrones». De paso me ha prohibido quejarme porque tenía que estar agradecida por dejarme vivir bajo su techo cuando ya no valía ni para echarme un polvo.

–Hija mía…

–Déjeme terminar, por favor, padre. Total, que he tenido que recurrir a Pilar, la vecina del tercero, que padece insomnio y tenía la luz del salón encendida, para pedirle un paracetamol y dárselo disuelto en agua con una jeringuilla. Me ha preguntado qué me había pasado en el ojo, y la verdad que no sé por qué pregunta, ya que en esta casa las paredes y los techos son de papel y se oye todo y ella tiene el dormitorio justo debajo del mío y sabe perfectamente lo que ocurre. Le he contestado lo que quería escuchar: que me he caído, porque, si le llego a decir la verdad, podría irse de la lengua y como le llegue a mi marido el chisme por algún lado –perdone la expresión, padre– me revienta a hostias, como él dice, y a ver dónde voy yo con cuatro críos y sin un euro. Trato de que se ponga el preservativo, pero él dice que eso es para las putas y que yo soy su mujer y grita para que me calle la boca y yo cierro los ojos y me dejo hacer porque si le discuto se pone más violento y es peor... Pero no se alarme, padre, que lo del preservativo no es porque no me gusten los niños –son lo mejor del universo y lo que me da razón y fuerzas para seguir viviendo–; es porque tengo una infección ahí abajo y me da que el desgraciao me ha pegado algo, que viene oliendo no solamente a alcohol, sino también a perfume barato.

–Tienes que hablar con él; la comunicación es muy importante y la única manera de solucionar los problemas y aliviar las tensiones.

–¿Comunicarse? Mire padre, esta mañana, cuando ha despertado, después de ducharse y afeitarse se ha sentado en la cocina y me ha dicho que el café estaba frío, que no había quien se tragara esa mierda y que a ver si me arreglaba un poco, que las mujeres pellejas y acabadas como yo lo mínimo que tenían que hacer en esta vida es esforzarse por no resultar repugnantes. Luego se ha pegado un trago de coñac y se ha largado dando un portazo. Los niños saben que hasta que su padre no se vaya no pueden salir y deben quedarse en la habitación. Por ahora no la ha tomado con ellos, pero al tiempo, y entonces padre, le juro que como les ponga una mano encima...

–Hija, tranquilízate, por favor. No vayas a hacer una locura. El ojo por ojo no lleva a ningún sitio.

–Lo sé, padre, lo sé, pero es que yo hace ya mucho tiempo que no voy a ninguna parte.

–...

–Donde sí que necesito ir ahora mismo es al médico, porque la herida del ojo se me ha infectado y se ha puesto muy fea. Pero sé que en el momento en el que me vea el doctor avisará a la Policía y de ahí al juzgado, y entonces ya la hemos liado; si mi marido se entera de que he hablado con la Policía me mata, aunque, que Dios me perdone, padre, quizás eso lo solucionaría todo. Muy a menudo deseo morirme, que esto se acabe de una vez por todas…

–No digas eso, hija. Reitero mis palabras: habla con tu marido, hay que dialogar, es una mala racha, todos los matrimonios pasan por momentos difíciles, pero se superan con dialogo y con amor. Piensa en los pequeños; ellos no son culpables de nada y tienen derecho a tener un padre y una madre, una familia como Dios manda...

–Mire, padre, no le pido que lo comprenda; con que me escuche me doy por satisfecha. No hay un día en el que no desee morir, sí, pero veo la cara de mis hijos y solo por ellos sigo adelante. Lo que sí hago con cada vez más frecuencia es imaginar la muerte de mi marido; fantaseo con que llega un día en el que le atropella un coche, le da un infarto o simplemente… desaparece, y entonces descanso, dejo de temblar cada vez que chasca la cerradura de la puerta de la calle, o cuando se acerca, o simplemente me mira...Y no vuelva a decirme que piense en mis hijos, porque son lo único que me importa y nunca consentiré que se conviertan en objetos de esa ira que tiene y que no sé de dónde viene. Una cosa tengo clara, padre: mientras esté yo aquí, eso no sucederá jamás, ¿me entiende, padre?, jamás. ¡Lo juro por Dios y por la Virgen!

–Cálmate, por favor, hija. Estamos en la casa del Señor...

–Por eso los he lavao, vestido y peinao, dado el desayuno y llevao al colegio a tres de ellos, y he marchado al centro de salud con el pequeño en brazos. No había pedido cita y la pediatra, que es muy maja y se da cuenta de todo, me ha atendido nada más verme a pesar de las protestas de la gente. Tras examinarlo, me ha dicho que no me preocupe, que tiene placas en la garganta y es normal que tenga tos y fiebre muy elevada. Me ha dado una caja de antibiótico y unos supositorios antitérmicos para que no tuviera que comprar las medicinas. Después me ha entregado un plastiquillo con una docena de pastillas para mí. Son para calmar la ansiedad, pero no las voy a tomar porque, a pesar de que quitan angustia, por lo visto te dejan grogui y yo tengo que estar atenta y no puedo permitirme el lujo de estar atontada todo el día. A la salida me he mareado un poco y he tenido que sentarme en la sala de espera, pero la limpiadora me ha traído un vasito con chocolate caliente de la máquina y se me ha pasado un poco. Y es que, haciendo memoria, no he comido nada desde anteayer por la noche porque en el súper ya no me fían y apenas me llega para lo de los niños. Antes mi marido solía entregarme una cantidad razonable de dinero a principios de cada mes y mal que bien me defendía. Ahora me tira a la cara un billete de veinte euros para toda la semana y entre eso, lo que le siso sin que se entere mientras ronca y lo que me regala la vecina, por lo menos a los chiquitines no les falta un chusco de pan y unos huevos con patatas que echarse a la tripa. Cuando he regresado a casa, el bebé se había quedado dormido y he aprovechado para asearme. Al terminar de lavarme la cara he levantado la cabeza y no he podido evitar mirarme en el espejo que cuelga sobre el lavabo. Lo cierto es que tiene razón; tengo un aspecto horrible y siniestro, parezco... lo que soy, una viva muerta, una muerta viva; mis ojos ya no brillan, parecen los de la pescadilla que se enrosca sobre el hielo del mostrador de la pescadería. Ni recuerdo cuándo fue la última vez que fui a la peluquería. Con el pelo sin teñir y las raíces blancas a la vista junto con el ojo a la virulé, no es extraño que la gente se retire cuando me ve aparecer. Y eso que es invierno, y entre los pantalones, el abrigo y la bufanda, se disimulan los moratones; aunque, mire, padre, lo que de verdad sangra es el alma, y eso seguro que lo comprende usted, que es un experto en la materia...

–Daos una oportunidad. Sé paciente. Apóyate en la comunidad cristiana.

–La comunidad cristiana... No dudo de que hay mucha buena gente, cristiana o no, pero antes me he cruzado con un matrimonio del barrio, de esos de toda la vida; seguro que les conoce porque no se pierden una misa. Han cuchicheado entre ellos y, sé que no está bien, padre, pero he puesto la oreja para escuchar cómo él le ha comentado a su mujer que a saber lo que había hecho yo para terminar así, a lo que ella le ha contestado que le habían dicho que estaba metida en drogas. Mire, padre, y ya termino: al principio conseguía refugiarme en los recuerdos hermosos, que alguno me queda, sobre todo de cuando éramos novios y paseábamos cogidos de la mano por el parque pisando las hojas. Parecía que el otoño nos había puesto una alfombra dorada que había encargado solo para nosotros. Nosotros, una palabra tan bonita como olvidada... Reconozco que siempre he sido poquita cosa y más bien feúcha, y él, a excepción de un par de enfados motivados por unos celos sin sentido que le hicieron ponerse muy bruto y soltar algún bofetón del que no tardó en disculparse, me trataba bien. Por eso, cuando a los pocos meses de conocernos me dijo que nos casábamos, me vi dándole el «sí, quiero» de blanco y ante su Dios, padre, que ya dejó de ser el mío, y que hizo de testigo en la ceremonia. Yo quería la familia que nunca tuve. Dejé mi trabajo como dependienta en la mercería para dedicarme a él y a mis hijos. Pero enseguida todo cambió, o simplemente no supe o no quise darme cuenta y... siguió como tenía que seguir. Comenzó a insultarme, luego cada vez me pegaba más y más y me forzaba noche sí y noche también, y yo no hacía más que embarazarme y parir, y él seguía vejándome y golpeándome incluso estando encinta; fíjese que tengo cuatro hijos que serían cinco si no hubiera abortado, pero no se me asuste padre, que no soy una asesina, que no lo hice aposta, que, como ya le he dicho, yo adoro a los niños, que si no fuera por ellos ya me habría tirado por la ventana, dado un atracón de pastillas o un buen lingotazo de limpia suelos. Lo perdí en casa, después de una paliza. Me caí de tripa y dejé de sentirlo. Esto solo lo sabe Dios y usted.

–Hija mía, eso que cuentas es terrible; que Dios lo acoja en su seno.

–Gracias, padre. Bueno, y ahora voy a cambiar al chiquitín y a recoger los desayunos y a preparar la cena, poner dos lavadoras, tenderlas rapidito para que se seque la ropa y no huela a humedad y planchar lo que me dé tiempo, sobre todo sus camisas, que si no entra en cólera y ya se sabe cómo terminamos. Si pudiera descansar un par de horas, bueno me conformaría, aunque fuera con poder dar una cabezadita.

–Debes descansar y rezar, y habla con él; seguro que todo se soluciona, Dios nunca te abandonará.

–¿Sabe, padre? Ya termino, no se preocupe. En algo sí han mejorado las cosas. Antes tenía pesadillas, me despertaba sobresaltada y prefería no dormir y permanecer despierta, pendiente de su llegada. Pues resulta que el peor de esos sueños era mejor que mi realidad. Es curioso, ¿verdad? Ahora las pesadillas son de día y con los ojos abiertos y cuando consigo dormir, lo peor que pueda soñar... es mejor que lo que tengo por delante. Bueno, padre, seguro que se me olvidan muchas cosas, pero tampoco es cuestión de darle más detalles, que noto que le incomodan porque le siento removerse ahí dentro y oigo crujir la madera del confesionario, porque como todo el mundo, y no se ofenda, padre, usted también se esconde detrás de una rejilla. Qué fácil debe ser verlo todo desde ahí, ¿verdad? Me confieso de todo lo dicho porque me siento muy culpable de ser tan mala cristiana, aunque ponga bastante más que la otra mejilla, porque me dan por todos lados... Es broma, padre. Peco, padre, peco cada segundo de mi vida contra el más esencial de los mandamientos.

–Hija mía, perdona que te interrumpa, y debes saber que te acompaño en tu dolor, que es el mismo que sintió Jesús en la cruz, que él también sufrió y sufre contigo. Debes saber que no estás sola. Espero que lo que me has contado te valga como desahogo, y ya sabes que estoy aquí para escucharte cuando lo desees, pero por mucho que me esfuerzo no consigo ver tu pecado, sino tu penitencia.

–Discúlpeme que le lleve la contraria, padre, pero esto no es un desahogo, es una confesión en toda regla. Confieso que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión contra el undécimo mandamiento.

–No te ofendas, hija, pero el Señor escribió diez mandamientos en dos tablas de piedra que entregó a Moisés en el monte Sinaí…

–Ya lo sé, lo sé, padre, ya lo sé; no es necesario que lo cuente. Le recuerdo que me crié en un orfanato de monjas.

–…

–No se preocupe, padre, yo se lo explico; Dios olvidó escribir el último mandamiento o, ¿quién sabe?, a lo mejor se lo dejó en un bolsillo apuntado en un pedrusco que no le dio tiempo a pasar a limpio a las susodichas tablas. El hecho es que, por uno u otro motivo, que la verdad, me importa un rábano, nunca se lo llegó a dar a Moisés. El undécimo mandamiento es uno de los más importantes, si no el que más, sobre todo porque, si lo incumples, puedes terminar pecando contra el quinto. ¡No me diga que no sabe de lo que le hablo!

–…

–El undécimo mandamiento, padre: no aguantarás.

Apenas lo que somos

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