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«Andando el carro, los zapallitos se acomodan solos»

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Mientras su chofer lo llevaba de vuelta a su empresa, don José le pidió que se desviara y pasara por Defensa al 500, en el barrio de San Telmo. Allí supo estar la pensión en la que había vivido al llegar a una Buenos Aires que en ese entonces parecía más relajada y con mejores posibilidades para trabajar. Siempre que pasaba por ese lugar, sentía un déjà vu de sus jóvenes comienzos, proveniente de una familia humilde de clase media baja. Había nacido en Cerro Colorado, provincia de Córdoba, donde vivió hasta los dieciocho años. Su madre era docente de escuela primaria y su padre, jornalero de campo. Al finalizar la escuela elemental, trabajó en la verdulería de su padrino, un amigo de la infancia de su padre. De él aprendió el duro oficio de levantarse temprano para abrir y atender el negocio hasta muy tarde.

A lo largo de los años, siempre tuvo presente las enseñanzas de su padrino que, en los momentos difíciles de su vida, le solía decir: «Josecito, cuando tengas un problema, acordate siempre de que: andando el carro, los zapallitos se acomodan solos» frase que jamás olvidó. Cuando cumplió dieciocho años, quiso probar suerte yéndose a Buenos Aires. Allí aprendió a vivir al día haciendo changas. Lo poco que ganaba, apenas si le alcanzaba para pagar la pensión. A pesar de los avatares de su vida, siempre fue un emprendedor, una persona que por necesidad debió adaptarse a las circunstancias del momento. Sus vecinos del barrio de San Telmo lo veían como una persona confiable, respetuosa y con muy buena predisposición, por eso los comerciantes lo contrataban para hacer mandados que él gustosamente aceptaba a cambio de algunos pesos y comida. De a poco, esos trámites se fueron haciendo cada vez más frecuentes hasta que, sin darse cuenta, había iniciado su emprendimiento de cadetería, que en sus comienzos hacía a pie hasta que un compañero de la pensión le prestó una bicicleta y, en la medida en que fueron creciendo sus negocios, pudo comprarse una «chata» que usaba para transportar mercadería y hacer mudanzas. La vida fue poniéndolo a prueba en distintas oportunidades, porque después del fallecimiento de su esposa, debió hacerse cargo de sus dos hijas, a quienes tuvo que criar en el momento en que su empresa comenzaba a crecer. Verónica, con solo treinta años, ya tenía un título universitario en leyes y un posgrado en Recursos Humanos. Su segunda hija Nancy, de veinticuatro, siempre había sido la más rebelde y desprejuiciada. A ella no le interesaba la empresa ni estudiar ni trabajar; solo pasaba a ver a su padre todos los meses para saludarlo y pedirle dinero que usaba para gastar en viajes y compras.

En su ambiente, don José era considerado un empresario exitoso que, después de más de treinta años de trabajo, había convertido su emprendimiento en un importante Centro de Consolidación, Logística y Distribución, con presencia en todo el país. El negocio le resultaba fructífero, ya que alcanzaba una facturación anual de varios millones de dólares. En su empresa trabajaban más de mil empleados que atendían a más de ocho mil clientes segmentados entre pymes, grandes cuentas y empresas del Estado. Él necesitaba tener todo bajo control, por eso en su organización tenía una oficina a la que llamaba Recursos Humanos. Esta se manejaba con estilo y formas de una Administración de Personal similar a la que pregonaba la vieja escuela clásica de Henri Fayol y su «teoría general de la administración» donde, entre otras cosas, se veneraba la autoridad vertical, casi de estilo militar, con una disciplina y unidad de mando incuestionables. En Recursos Humanos trabajaban dos empleados: uno liquidaba sueldos y el otro controlaba ausentismo y aplicaba sanciones disciplinarias. Su negocio funcionaba de esa manera y por mucho tiempo, ese estilo le había servido para crecer y expandirse por todo el país. El sindicato que los agrupaba era el de logística y distribución, con el cual había logrado entablar una relación de «toma y daca» bastante particular. No obstante, en algunas provincias de Argentina, existía otro sindicato más combativo, el de choferes de logística, quienes sabían del dinero que estaba en juego y por eso reclamaban encuadrar a sus más de quinientos choferes bajo su órbita sindical. Para don José, reunirse con «esa gente», como él los definía, era una pérdida de tiempo, por eso solo lo hacía semestralmente con la cúpula sindical, con quienes negociaba acuerdos para que no le pararan ninguna planta ni perjudicaran la logística, el transporte y la distribución de la mercadería. Así era él: esa eran sus formas y métodos personales para manejar los negocios.

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