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Reunión con Clara

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Ya casi llegando a la empresa, don José llamó a su secretaria porque creía recordar que tenía una reunión, pero no sabía con quién ni por qué motivo. Elena era su colaboradora de muchos años y su persona de confianza. La mujer le recordó que lo estaba esperando Clara, la gerente comercial de la Región Patagónica; también le mencionó que Betty, la gerente de Recursos Humanos, lo había llamado varias veces. Clara hacía poco más de veinticinco años que trabajaba en la empresa. Su temple, vocación comercial y capacidad de escucha le daban un importante lugar de respeto como líder. Ella y su equipo habían logrado desarrollar comercialmente toda la región patagónica, poniendo en funcionamiento nuevas unidades de transporte y logística para los rubros petróleo, gas y minería. Estos negocios le significaban a la empresa un mejor posicionamiento y un incremento sostenible en su facturación. Don José era un hombre que solo dedicaba tiempo a su personal para hacerle saber cuánto le estaba haciendo perder a la compañía; cualquier cosa fuera de eso, era para él una pérdida de tiempo. Clara sabía que no podía desaprovechar la oportunidad de reunirse en privado con él para hablar de sus temas pendientes. Por eso llevaba información de los últimos tres años sobre el crecimiento sustentable que había tenido su región. Esos datos iban a ser un buen disparador para meterse en un viejo tema de comisiones nunca resuelto, del cual la empresa todavía le adeudaba pagos a su equipo de trabajo por el desarrollo de nuevos mercados y el crecimiento de nuevas cuentas. Como no quería dejar nada librado al azar, unos días antes del viaje a Buenos Aires, se había reunido con sus colaboradores para preparar un minucioso y detallado informe de gestión FODA (Fortalezas, Oportunidades, Debilidades y Amenazas) de su región. Todos esos datos le iban a permitir explicar el cuadro comparativo que llevaba, donde se podían ver las diferencias a favor entre lo planificado al comienzo de la gestión y lo efectivamente logrado. Esta iba a ser una reunión puntual y distinta a la que normalmente se organizaba con el total del cuadro gerencial porque, en esas largas sesiones, la ineptitud colectiva solía eclipsar las buenas intenciones individuales. Allí don José solía «cortar el hilo por la parte más débil», buscando culpables o estigmatizando a alguien por su presunta mala gestión. En esas instancias, los más astutos aprovechaban el desorden para ocultar sus miserias y salir airosos, acomodando sus discursos con la información que él quería escuchar para tomar decisiones. En este contexto, la manipulación y el miedo eran herramientas de gestión que él sabía usar muy bien a la hora de exigir resultados.

Esa mañana, Clara había llegado a la reunión diez minutos antes. Mientras esperaba, se puso a charlar con Elena. En ese momento, don José llamó para avisar que estaba llegando cerca del mediodía. La secretaria hablaba con su jefe por el teléfono en manos libres, mientras Clara escuchaba que él ni siquiera se acordaba de que tenía que encontrarse con ella a las diez de la mañana. Cerca del mediodía, don José ingresó a la empresa. Cuando tomaba el ascensor, todos en la oficina sabían de su llegada porque se podía oler su perfume intenso y persistente. Una muestra más de poder que él usaba como recurso para marcar su territorio. Esa era la extraña forma que tenía para comunicar su presencia al personal. Este estilo particularmente heterodoxo de comunicación lo había visto en un documental de Animal Planet. A él le fascinaban los programas de fauna. Justamente de allí conocía cómo funcionaba la comunicación entre los lobos. Él no dejaba de sorprenderse con la muestra de poder que los animales tenían cuando orinaban, defecaban y se restregaban contra los árboles para marcar su territorio. Esos programas también lo instruían sobre la organización de los leones y cómo las hembras trabajaban cazando mientras el macho protegía su territorio de otros depredadores. Ese modelo de organización salvaje era el que intentaba aplicar en su empresa. Para él, todo eso era percibido como una gran muestra de liderazgo y poder. Tales comportamientos salvajes eran los argumentos que le permitían jactarse de haber aprendido todo sobre management, simplemente observando cómo funcionaba el reino animal. En su despacho, se podía ver lo obsesionado y meticulosamente ordenado que era. Las paredes de la sala se encontraban finamente pintadas de un color beige suave, entonado con el color roble oscuro de su escritorio y con su enorme sillón de cuero negro. En la pared colgaba el cuadro de un pintor famoso por el que había pagado mucho dinero y de cuyo autor nunca recordaba el nombre. A la derecha se podía ver una placa de bronce, con el logotipo de la empresa, que debajo tenía escrito el lema corporativo que rezaba: «Estás acá porque sos el mejor». Sus empleados solían hacer bromas afirmando que ese lema se le debía haber ocurrido una mañana, mientras se perfumaba mirándose al espejo. Al costado de su sillón había una biblioteca con algunos títulos, entre los cuales asomaba El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, forrado en cuero marrón y letras doradas. Sobre su escritorio tenía fotos familiares, algunas chucherías compradas durante sus viajes por el mundo y una notebook Mac de última generación que nunca usaba.

Ese miércoles llegó a la reunión dos horas tarde. Allí lo estaba esperando Clara, venida especialmente desde la Patagonia. Para esa reunión, llevaba una carpeta prolijamente armada con los datos y números que quería mostrarle. Su región parecía ser la más productiva debido al gran trabajo de su equipo.

Durante el último año, ella había sido abuela de su primera nieta Sofía. Esta circunstancia le permitía enfocarse en lo verdaderamente importante.

Después de forzar una espera paciente de más de dos horas, don José entró a su despacho y saludó a Clara con las formalidades típicas, sin recordar felicitarla por su reciente condición de abuela. Una vez allí, comenzaron la reunión a las doce y treinta. Ella esperaba algún comentario o disculpa de su parte por haber llegado tarde; sin embargo, él no se dio por aludido. Quienes lo conocían sabían que jamás pedía disculpas y mucho menos a un empleado. Habitualmente estaba acostumbrado a llegar tarde a cualquier reunión y, cuando lo hacía, decía sarcásticamente que «la espera estaba incluida en el sueldo que les pagaba». Al comienzo de la charla se trataron temas de clientes y de los altos costos que tenían las sedes. Ella tenía lista su carpeta con detalles de ingresos y rentabilidad de su región. A él le gustaba usar la estrategia de comenzar las reuniones «golpeando» para bajar expectativas y marcar su territorio, quitando toda posibilidad de reclamo salarial o de comisiones que pudieran hacerle. Don José siempre hablaba de la ineficiencia operativa que terminaba impactando en la rentabilidad del negocio. Para él, la gente era un «gasto permanente que tenía que bajar»; esta era otra de sus frases de cabecera que repetía y que habitualmente y, sin ningún tipo de cortesía, la usaba para iniciar o terminar sus monólogos. Sus palabras solían expresar lo más oscuro de sus pensamientos, porque hablaba sin cuidado ni contención. Sus ninguneos y malos tratos lo ponían muy lejos de ser una persona empática. Estas características estaban alineadas con sus formas de gestionar mediante un estilo duro y vertical que siempre le había dado buen resultado para que las relaciones humanas dentro de su empresa fueran tan paupérrimas como él deseara.

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