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EL DESORDEN CIVILIZADOR

Una reivindicación fundamental cerró aquel seminario: la tierra. Una vieja cuenta sin saldar, pendiente desde los días de la conquista. Pero no una reivindicación territorial. Ni tampoco un principio de hegemonía, como el que les atribuía a los indios el pensamiento humanista cristiano a través de Vitoria o de Suárez. El problema en cuestión era la conservación de un último reducto de tierra desde el cual poder decir sí a la forma de vida de los pueblos de América. Semejante reivindicación no tenía un carácter jurídico ni político estrictamente hablando. Ello hubiera significado cometer el mismo error de abstracción que De Vitoria al reducir la supervivencia de los pueblos y las culturas originales de América al principio universal de un abstracto derecho de gentes heredero de la jurisprudencia imperial romana.

La cuestión territorial del indio tampoco es una cuestión de «identidad» porque no tiene que ver con representaciones ni signos, ni escrituras públicas. La demanda de tierra comprende más bien la preservación de las formas de su comunidad, su cultura y sus dioses, incluidos los valores relativos a una relación armónica con la naturaleza y a las formas autónomas de producción derivadas de ella. Comprende el uso de la tierra sancionado por la costumbre y la memoria colectiva de una forma de vida, una cultura y una religión que precisamente el proceso misionero de la colonización ha destruido sistemáticamente a lo largo de cinco siglos. La defensa de la tierra es algo más que una reivindicación territorial o jurídica, y mucho más que un derecho de gentes o los human rights. Significa la preservación de una concepción religiosa y económica al mismo tiempo; era la defensa de un cosmos.

La intención y el significado de aquel seminario internacional se insertaban en una tupida malla institucional y política difícil de desentrañar. Mi crónica más bien trata de señalar rapsódicamente aquellas cuestiones históricas relativas a la colonización y destrucción de los pueblos de América que hoy todavía siguen en pie y que en aquel contexto salieron a relucir con la frescura de los mismos dilemas que preocuparon a las crónicas de resistencia de los siglos XVI y XVII. Pero no es indiferente recordar que su más distinguido representante intelectual, Miguel León-Portilla, trató de escamotear a última hora y a puerta cerrada el problema de la propiedad de la tierra que los líderes amerindios habían reivindicado claramente en aquella reunión. Tampoco es ocioso señalar que las garantías jurídicas e institucionales de la supervivencia de los indios se burlaban, literalmente hablando, a la vuelta de la esquina de aquel congreso, en la que un nutrido grupo de campesinos indios acampaba en huelga de hambre contra invasiones, detenciones ilícitas, torturas y desapariciones en las mismas cárceles del gobernador que había presidido nuestras sesiones.

Algunos meses más tarde comenzó a discutirse en los mass media mexicanos la necesidad de abolir las tierras comunales. El viejo principio de la revolución mexicana fue liquidado sumariamente en nombre de la racionalidad económica de la explotación industrial de la tierra y de una modernización esgrimida con los mismos recursos retóricos con que ayer se legitimaba la conversión cristiana compulsiva.

Primera conclusión. El dilema abierto de la conquista española de América, las mismas heridas, los mismos abusos, la misma conciencia crítica, incluso la misma propuesta de un orden social que planteaban Garcilaso y Guamán siguen vigentes el día de hoy. Lo que una vez escribió Humboldt en su cuaderno de viaje en Venezuela podría repetirse hoy: en materia de esclarecimiento y progreso de las formas de vida esta sociedad no ha avanzado desde el día de la Conquista. Sin duda hay en eso algo aterrador. Cinco siglos han pasado y no ha cambiado sustancialmente el discurso del poder hispanoamericano.

Segunda consecuencia. La conciencia de que el proceso y la lógica de la colonización americana no han sido clausurados. Ni la independencia ni las democracias han significado una sustancial ruptura con respecto de aquella imposición de una culpa y una deuda originarias, y de un dominio arcaico en nombre de su remisión y salvación que se dictaron con el primer Requerimiento colonial. Más bien sucede lo contrario: hoy se perfilan claramente los signos políticos y mediáticos de la reformulación de aquella lógica de la dominación. Eso significa tener que admitir a la vez el fracaso del proceso civilizador de América y el fracaso de su proyecto modernizador.

Un paralelismo con el pensamiento esclarecido de la independencia americana resulta elocuente. Camilo Torres, en su Memorial de agravios, de 1809, había protestado contra el orden español, cuyo despotismo clerical y escolástico había cerrado las sociedades americanas al libre intercambio de los idearios esclarecidos. Victorián de Villalba señalaba con la misma amargura que el cristianismo, que había desterrado la esclavitud de Europa, la había impuesto en América en nombre de la misma cruz.26 Idéntico juicio negativo tiene que formularse hoy ante los paisajes de ruinas económicas y ecológicas, y de un nuevo genocidio político y financiero que abraza a millones de humanos.

Para la conciencia europea América era al mismo tiempo infierno y paraíso, tierra de promisión y lugar de expolio y saqueo, un mundo nuevo, en fin, que había que explorar y explotar, sujetar y someter: un continente vacío. Albergaba riquezas, una naturaleza que compartía al mismo tiempo los signos de lo maravilloso y lo terrible, y unos habitantes concebidos como humanos en estado de naturaleza, bestias míticas de inconcebible fuerza, y maravillosa belleza y sensualidad, y homúnculos y semihumanos. Colón habló de ellos como gentes sin culto. Luego los ensalzó como adamitas en estado de inocencia y felicidad. El papa Alejandro VI definió sumariamente a los habitantes del Nuevo Mundo como entes pasibles de depresión y conversión. No solamente los protagonistas del concepto heroico y medieval de una conquista definida como guerra santa contra gentiles, como De Enciso, Cortés o Sepúlveda, erigieron la representación de las culturas americanas como estado de naturaleza y forma de vida poseída por el demonio. También en las versiones reformadoras y modernas, debidas a la Escuela de Salamanca y a Francisco Suárez, y muy en particular a Bartolomé de las Casas, América aparece como un desierto sin forma ni ley. Las Casas definió explícita y programáticamente a los indios como tabula rasa, anticipando los prejuicios del esclarecimiento científico europeo. Su desafiante concepto de libertad e interioridad, que efectivamente puso en cuestión la brutalidad del proceso de la conquista americana, tenía por contraparte la proyección sobre el indio de un concepto vacío de interioridad cristiana. Esta identidad maravillosa que Las Casas impuso o trató de imponer al indio se fundaba en un discurso teológico y escolástico ostensiblemente ajeno a las costumbres y a la concepción del mundo de las culturas originales de América. Estas se reconocían como almas cristianas y sujetos de derecho a condición de arrancarles su ser cosmológico, comunitario y espiritual.

Francisco de Vitoria introdujo el revolucionario, o no tan revolucionario, concepto jurídico y ético de derecho internacional de gentes. Su significado no puede menospreciarse, puesto que formalmente garantizaba una relativa integridad de las culturas indígenas. Además, la posición intelectual de Vitoria representó el nacimiento del concepto moderno de derechos humanos. Pero esos derechos partían de un concepto general y abstracto del ser humano como miembro de una comunidad internacional definida por el intercambio de mercancías, la acción productiva, la dominación instrumental del humano sobre la naturaleza y un concepto racional del poder político; que reducía bajo su lógica universal a las culturas americanas, sus formas de vida, sus memorias y su concepción sagrada de la naturaleza a una particularidad negativa. Allí donde no llegaba el brazo armado de la guerra santa, y de la santificada explotación de mitas y encomiendas, llegaba la anulación del ser propio a través de la abstracción humanista de un sujeto y una libertad virtuales, privados de cualquier tiempo histórico y espacio social. Almas yermas y sujetos espectrales por los desiertos sin nombre del continente vacío.

Todavía en el siglo XIX, la independencia americana, por boca de intelectuales como Bolívar, Martí o Camilo Torres, tenía que elevar a la antiesclarecida España la protesta airada contra una minoría de edad artificiosamente impuesta e indefinidamente prorrogada por su despótico desgobierno colonial y un destructivo espíritu doctrinario. Allí donde las civilizaciones americanas, sus lenguas, sus religiones y sus culturas son registradas por la conciencia europea a lo largo del periodo colonial es solo para poner de manifiesto su carácter negativo y definir en su nombre las estrategias efectivas de su vaciamiento. Acosta se distinguió por su sofisticado programa empírico y moderno de extirpación de las culturas americanas, de transformación de sus formas de vida y de conversión de su conciencia individual: la síntesis de un renovado programa misionero de propaganda de la fe y de un enciclopédico conocimiento empírico sobre las formas de vida y las creencias de Amerindia.

América era tierra de promisión, realidad especular en que la conciencia europea proyectó sus fantasmas, sus sueños y pesadillas. Era la zona tórrida, infernal, poblada por naturalezas monstruosas. Era un mundo de inefable inhospitabilidad en el que el humano nunca podría habitar, según la imaginaria cartografía cristiana del medioevo. Fue también el paraíso en los paisajes que descubrieron Colón o Pêro Vaz de Caminha, las exóticas geografías de pobladores mitológicos en las crónicas de viajeros como Américo, Benzoni y von Staden, en fin, posesión territorial que su Dios y su Iglesia habían destinado providencialmente al pueblo elegido de los cristianos españoles para la salvaguarda del orbe cristiano.



26 José Luis Romero y Luis Alberto Romero, eds., Pensamiento político de la emancipación (Barcelona, 1985), t. 1, 32 y 62.

El continente vacío

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