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LA CONQUISTA, UN LIBRO DE CABALLERÍAS


El héroe cristiano

Cuando Hernán Cortés consumó la conquista de Tenochtitlán, la masacre de sus habitantes y su destrucción física, había alcanzado cuatro objetivos en el orden de la gloria. De acuerdo con sus Cartas de relación, realizó el ideal del héroe militar clásico. Muchas de sus formulaciones, la misma estructura literaria de su narración y algunos de los valores militares que esgrimía remontan a la guerra de las Galias.47 La voluntad siempre pacificadora y liberadora que exhibió a lo largo de sus cartas al emperador son viejos motivos literarios de las crónicas medievales españolas.48 Cortés se estilizó, además, como representante de la virtud aristocrático-militar griega. No le afectaba el temor, tampoco le movía la codicia o la pasión sanguinaria; sus empresas persiguieron el objetivo de un orden cristiano y católico o global; bajo su signo mantuvo siempre la impasibilidad de su ser absoluto e idéntico. Pero Cortés reunió también, en tercer lugar, los rasgos míticos del antiguo héroe fundador de cultura: a medida que avanzaba en el tiempo y el espacio disponía las nuevas fronteras geopolíticas, construía ciudades y creaba un orden social allí donde solo reinaban Satanás y la barbarie. El héroe hispánico fomentó, en fin, la paz y la justicia, e impulsó la construcción económica de la nueva nación española. Finalmente, Cortés se erigió a sí mismo como vivo emblema histórico de un cristianismo redentor: la salvación de millones de almas bajo el signo de la cruz fue su más alto designio y la legitimación definitiva de su civilizadora empresa.49

Este heroísmo de reverberaciones místicas posee una ejemplar importancia. Distingue la crónica cristiana de Indias en su aspecto épico y trascendental. Su necesaria síntesis de las virtudes clásicas de la areté militar y las virtudes medievales del cruzado constituyen, por sí mismas, un aspecto insoslayable de la legitimación barroca de la conquista americana. La elevación del aventurero y aun del criminal a las dimensiones de un sujeto moral absoluto es también un motivo central. Eso sin dejar de lado el hecho de que las Cartas de relación de Cortés exponen también, junto con esos momentos arcaizantes, la representación moderna de la subjetividad única y autosuficiente, configurada como una obra de arte. Este sujeto único y artísticamente forjado, sustancial y moralmente ejemplar, que en sus principios y en sus actos instaura el orden redimido de un nuevo mundo, traza la continuidad formal y simbólica entre la crónica de Indias y las crónicas medievales. Pero el aspecto central de las Cartas de Cortés, su principio legitimador a la vez de su persona y de la conquista como proceso teológico-político y militar, es su relato heroico. Es como si la derivación degenerada de la crónica medieval, es decir, el libro de caballerías, adquiriese ahora, a través de la prosa adusta de Hernán Cortés, y en el contacto con las reales maravillas del Nuevo Mundo, una nueva vitalidad.50

En el Cantar de Mio Cid y otras crónicas medievales, como la Crónica najerense o el Liber Regum, las características épicas y heroicas se conjugaban con el relato del linaje de reyes, es decir, aquella sucesión genealógica, encargada de representar a un poder homogéneo y continuo a lo largo del tiempo.51 La crónica testimonial del Nuevo Mundo tuvo que reinventar este discurso, que ahora atravesaba, sin embargo, el proceso traumático de la violencia colonial y la dislocación de las culturas originales del continente americano, como el ritual sacrificial de un nuevo comienzo. Para ello Cortés tuvo que refundir viejos principios étnico-religiosos. Su linaje era lo que en primer lugar podía legitimar al héroe, pero no en el sentido de mostrar su elevada alcurnia e hidalguía, sino en su expresión racial y racista más simple de la limpieza de sangre y el principio de la honra ligada a ella. Pero era, además, el propio arrojo frente al peligro y al enemigo lo que elevaba a este honroso héroe de casta cristiana al papel de sujeto épico de la conquista. Esta identidad heroica se eleva a las cimas de una ficción real maravillosa. El relato de Cortés reactualizaba la novela de caballerías en la época de su decadencia como género literario, precisamente en la misma medida en que le otorgaba la dimensión testimonial y realista de unos anales de la conquista.

Gómara ilustró con detalles preciosos y precisos lo que constituye, sin embargo, su patética irrealidad: la estilización heroica de Cortés contra el fondo sangriento de destrucción y violencia coloniales. Semejante ideal se afianzaba sobre sólidos cimientos: los limpios cuatro linajes, todos ellos muy antiguos, nobles y honrados distinguen el nacimiento del héroe. Su poca hacienda, empero mucha honra enfatizan el mismo fundamento racista. Las circunstancias extraordinarias de su nacimiento y su tierna infancia, presidida por una muerte simbólicamente realzada (al igual que en el ritual biográfico de iniciación mística representado por la Vida de Teresa de Ávila), y su subsiguiente curación milagrosa y renacimiento sobrenatural bajo los auspicios del fundador de la Iglesia romana, sellan un significado providencial al desarrollo de esta biografía canónica. El talle clásico de sus virtudes caballerescas, forjadas a un tiempo en el valor de las armas y el aprendizaje de las letras, y coronado por un fervor cristiano sin tacha, el favor divino de sus empresas militares e incluso la serie de intervenciones milagrosas que anunciaron la victoria final de su guerra santa, cierran ostentosamente el perfil de un sujeto colonizador moralmente ejemplar.52

También Sahagún glorificó, en su Historia general, el ideal heroico del «nobilísimo capitán D. Hernando Cortés». Este solo podía compararse, de acuerdo con el gran misionero, con lo que «hacía en tiempos pasados el Cid Ruiz Díaz». Sahagún no dudó tampoco en mencionar en su narración de la conquista de México la directa intervención divina «por cuyos medios (Hernando Cortés) hizo muchos milagros en la conquista de esta tierra».53

La comparación con el Cid es justa y certera. Al igual que el Cantar de Mio Cid, la proeza y agudeza militar y el servicio al rey, la honra debida al linaje y las honras proporcionadas por las victorias, en fin, el mismo nombre de Cristo y el mismo oro constituyen los elementos primordiales que otorgaban un significado heroico al sujeto épico. En las Cartas de Cortés y en las crónicas de sus soldados la demolición de ídolos y templos americanos se elevaba, al igual que la destrucción de mezquitas para el Cid, a símbolo glorioso de su victoria: «desfizo el Çid todas las mezquitas que avie […] e fizo dellas yglesias a honrra de Dios e de Santa Maria».54 Por todo lo demás, Cortés se distinguía, siguiendo en ello también un modelo medieval, no solo por el coraje y la astucia del estratega militar, sino también por la flexibilidad y ejemplaridad bajo la que se representaba y engalanaba en su papel de supremo legislador y juez.55

El centro de gravedad de la crónica de Gómara lo constituyeron las oraciones de Cortés a sus soldados. Sabemos que estas arengas le fueron dictadas a Gómara por el propio Cortés. No son, por consiguiente, testimonios simples de un hecho histórico cumplido. Poseen más bien el rango de una autorepresentación. De acuerdo con ella, la codicia de riquezas y la gloria militar se armonizaban idealmente con la obediencia y servicio a la corona y, al mismo tiempo, con el significado apostólico de la conquista:


no solo ganaremos para nuestro Emperador y rey natural rica tierra, grandes reinos, infinitos vasallos, sino también para nosotros mismos muchas riquezas, oro, plata, perlas y otros haberes; y aparte de esto, la mayor honra y prez que hasta nuestros tiempos, no digo nuestra nación, sino ninguna otra ganó […] además de todo esto, estamos obligados a ensalzar y ensanchar nuestra santa fe católica como comenzamos y como buenos cristianos, desarraigando la idolatría.56


Es el propio Cortés quien ensalzó con esta sobrepujada retórica la leyenda heroica de la conquista española. Las tareas del caballero cristiano medieval, aquellas que, sin ir más lejos, consignó Ramón Llull en su tratado de caballería —el papel mediador entre el poder divino y el poder temporal, la defensa de la fe contra el infiel, las virtudes éticas, la audacia y la valentía por encima de la fuerza— aparecen y reaparecen hasta la saciedad en el relato de sus aventuras americanas.57 Cortés se pintaba como el siervo leal: «por cobrar nombre de servidor de vuestra majestad y de su imperial y real corona, me he puesto a tantos y tan grandes peligros». Cortés se enaltecía como varón cristiano: «por haber en tanta cantidad por estas partes dilatado el patrimonio y señorío real […] quitando tantas idolatrías y ofensas como en ellas a nuestro Creador se han hecho» Cortés se presentaba como realizador del ideal medieval del orbe cristiano:


En respuesta de lo que aquellos mensajeros me preguntaron acerca de la causa de mi ida a aquella tierra, les dije […] que por que yo traje mandado de vuestra majestad que viese y visitase toda la tierra, sin dejar cosa alguna, e hiciese en ella pueblos cristianos para que les hiciesen entender la orden que habían de tener, así para la conservación de sus personas y haciendas, como para la salvación de sus almas.58


Las virtudes heroicas del guerrero eran la condición necesaria, por derecho natural y divino, de la legitimidad de su guerra de ocupación y exterminio contra aquellos mismos seres que este mismo principio heroico debía necesariamente de estigmatizar como lo radicalmente negativo: ya sea estado de naturaleza y de gentilidad, o de barbarie y pecado, en fin, el indio. Como escribía Juan Ginés de Sepúlveda en sus diálogos De justis belli causis, réplica al principio liberal de la Reforma protestante y su crítica del genocidio americano: «La Guerra Justa no solo exige justas causas para emprenderse, sino legítima autoridad y recto ánimo en quien la haga, y recta manera de hacerla».59

También Bernal Díaz del Castillo describió la epopeya fundacional de Nueva España como un libro de caballerías. Más aún, su Historia verdadera de la conquista de Nueva España es la novela de caballerías hispanoamericanas por excelencia —real comienzo de la épica y la estética real maravillosa, como han celebrado sus apologetas desde las ficciones mágico-realistas de Carpentier—. Cabe recordar a este respecto un célebre pasaje de su novela: «nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís».60

Lo maravilloso se confundía con lo terrible, y la astucia y la virtud guerreras prestaban sus signos a una destrucción de Tenochtitlán ficcionalmente realzada como la «Destrucción de Jerusalén».61 La intrincada atmósfera aventurera del acecho, acoso, conquista y derribo de la ciudad sagrada de Tenochtitlán se describe en la Historia verdadera como un viaje ritual de iniciación.

En el conquistado centro simbólico de Mesoamérica, la recién creada representación del paraíso americano tenía que trocar necesariamente sus sensuales símbolos paganos por las imágenes abstrusas del infierno cristiano. Solo así se podía justificar su apropiación violenta. Dioses monstruosos, «mezquitas» en las que se celebraban sacrificios humanos, costumbres bárbaras que el español demonizó de inmediato, toda esta parafernalia que ha alimentado el barroco y los neobarrocos latinoamericanos constituían un elemento primordial en la justificación de la violencia colonial. La radical extrañeza de lo desconocido y lo imaginado legitimaba una guerra de destrucción que fundía y confundía sus conflictivos signos con el éxtasis multicolor de la gloria y la redención cristianas.

La concepción virtuosa y heroica del conquistador como caballero andante, héroe civilizador y mesías, y del proceso de la conquista militar y la destrucción del indio como guerra santa de salvación respondía también por una perspectiva medieval en cuanto a la forma literaria bajo la que se dio expresión: la crónica de Indias. Muy particularmente en este primer siglo de la colonización americana estas crónicas cristalizaron como legitimación moral y estética de irisaciones míticas y místicas a sus hazañas de guerra y expolio, y genocidio y vasallaje.

Su heroísmo, aun cuando adoptara elementos clásicos y renacentistas, se distingue, sin embargo, del género moderno del libro de viajes, a menudo dotado de un sentido crítico hacia la propia realidad europea y contra la brutalidad de las formas españolas de dominación. Tal sucede en los relatos de viajes de Vespucci, Benzoni, o incluso von Staden, en las que el escritor asume en lo fundamental una voluntad empírica emparentada con el nuevo espíritu científico del cinquecento europeo. Pero así como los valores ejemplares del nuevo héroe hispanoamericano refundía la vocación misionera de las cruzadas ibéricas, así también el sentido santificador de la crónica de Indias constituyó una tardía manifestación del espíritu medieval de las crónicas oficiales castellanas. Estas obedecían a una intención documental y conmemorativa de las acciones de conquista de los cristianos. Como se señalaba en la crónica debida a Alfonso X el Sabio, su cometido era «mostrar la nobleza de los godos et como fueron viniendo de tierra en tierra […] Et como fueron los cristianos después cobrando la tierra». Pero no era menos importante su carácter moralista y su aspiración moral. Precisamente en este objetivo final la crónica aspiraba a un valor al mismo tiempo educador y decisivamente universal. Alfonso X escribía a este propósito: «Conviene esto leer, ca podemos muchas cosas ver, por las quales te aprovecharas et en las cosas arduas ensennando te faras; ca ssaberas qualquier cosa si es acepta la tal o si es ynepta, vayas ante al fin, o el fin a las muy buenas cosas te mueva, por el qual fuyendo de las cossas peores tomaras las mejores».62 El mismo motivo de ejemplaridad moral y trascendencia perduró en las crónicas cristianas de Indias prácticamente hasta mediados del siglo XVI. Solo con Las Casas, y gracias al doble rigor de su denuncia de la violencia conquistadora, y de su documentación analítica del proceso de destrucción colonial, se da real comienzo al sentido moderno de la crónica como reconstrucción empírica, rigurosa y crítica de un acontecimiento real. Solo con Garcilaso la crónica de Indias abandonó una intención testimonial, para abrazar el nuevo significado de una restauración hermenéutica de la cultura destruida en el proceso colonial.

El concepto de caballero andante y héroe medieval no se contradice con el retrato humanista y moderno que Cortés trato de encarnar. Esta dimensión renacentista y humanista forma parte de la propia mitología que el héroe esgrimió en sus cartas. El Cortés-César es un mito clásico, ciertamente. Pertenece a la cosmogonía renacentista del héroe militar como conciencia virtuosa. Los tratados de Castiglione y Maquiavelli, o la escultura de Donatello, son notorios ejemplos de este culto al héroe. Todo eso encuentra también cabida en esas Cartas de Relación y en la mitología historiográfica del héroe ejemplar del sueño español de América. Existen también reformulaciones contemporáneas de este topos literario. Es el caso Todorov. Los franceses aman las poderosas escenas arcaizantes del pasado español, para estilizar sobre su oscuro fondo los espectáculos edificantes de su guillotina como verdadero comienzo de la modernidad.

Esta dimensión humanista, tan real e indiscutible por lo demás, no solamente se confunde con aquel principio arcaico del heroísmo cristiano de caballeros y cruzados, la concepción beligerante de la guerra española de Reconquista y el mito de Santiago Matamoros. También se funde con el relato de la crueldad que abre el concepto de guerra justa contra indios. Las encarnizadas masacres que se prolongan a lo largo de la conquista de Nueva España mantienen precisamente el crescendo de una prodigiosa tensión emocional en las crónicas ejemplares, como la de Bernal Díaz del Castillo, hasta llegar a las últimas escenas de la destrucción de Tenochtitlán, donde, en un postrer éxtasis de sangre y fuego, las muertes ya no pueden contarse. Los relatos de torturas, violaciones, sacrificios, profanaciones del orden corporal del conquistado, desacralizaciones del poder en nombre de la cruz y el nuevo ritual de sacrificios hispanos que atestan las maravillosas páginas de la Verdadera historia de la conquista de Nueva España son un momento tan relevante desde el punto de vista de la interpretación simbólica de la colonización americana, como el significado cristológico y la virtud clásica del héroe hispánico.

Nada nos obliga, sin embargo, a elegir una de las expresiones literarias de la destrucción de Tenochtitlán como signo privilegiado de la conquista en detrimento de cualquier otro aspecto: lo heroico en perjuicio de lo aventurero o lo criminal, lo criminal contra lo heroico, los ropajes modernos del héroe clásico en detrimento de las imágenes arcaicas del guerrero salvaje y sanguinario… La figura ejemplar de Hernán Cortés como artista del poder, el político avisado y el comunicador genial, o incluso como un prototipo de la conciencia renacentista, es un momento constitutivo de una representación ideal, que en la realidad se mezcla con los rostros oscuros del antihéroe y del criminal, y de un dictador original y ejemplar en la historia de las infamias hispánicas.63


El salvaje satánico

La consecuencia y, al mismo tiempo, la condición lógica de la leyenda heroica de la conquista es la definición negativa del americano como ser bestial y naturaleza sin nombre, y su subsiguiente condena como existencia poseída por los poderes infernales: «Porque su principal intento era comer, e beber, e folgar, e luxuriar, e idolatrar, e exercer otras muchas suciedades bestiales […] Ved qué abominación inaudita (el pecado nefando contra natura), la cual no pudo aprender sino de los tales animales».64 Esta clase de definiciones eran tan comunes en los discursos misioneros del colonialismo americano, como significativas desde un punto de vista estratégico y militar. En última instancia legitimaban la violencia de la conquista como principio humanizador, no importaba, ni importa a qué precio. Se complementaba perfectamente con la subsiguiente definición del indio como servidor del demonio, expuesta, entre otros, por José de Acosta.

La importancia doctrinaria de la obra de Juan Ginés de Sepúlveda residió en formular los presupuestos teológico-filosóficos de esta doble figura del político humanista y del cruzado medieval, por una parte, y del americano como ser bestial en estado de naturaleza y sujeto satánico, por otra. Tales eran los últimos presupuestos teóricos de la legitimación de la guerra de conquista. «Es de derecho humano y divino someter a los indios del Nuevo Mundo […] no para obligarles a ser cristianos por medio de la fuerza o la intimidación […] sino para llevarles a observar las leyes de la naturaleza.»65 He aquí, sin duda alguna, el lado moderno, el lado humanista de su defensa, no obstante medieval, del derecho temporal del papa y su consiguiente advocación del ideario de la cruzada.

La argumentación de Ginés de Sepúlveda comprendía por consiguiente tres postulados teológico-políticos. Primero fundaba, con arreglo a la ética de Aristóteles, el derecho natural a la guerra contra el indio en virtud de su carácter de naturaleza y de inferioridad moral o su precario rango humano. En segundo lugar, legitimaba la guerra contra indios como guerra santa de conversión, siguiendo en ello la tradición agustiniana de guerra contra gentiles y la tradición de las cruzadas contra el islam en la península ibérica. Pero además de la argumentación aristotélica del sometimiento de los bárbaros a la esclavitud y del principio agustiniano de su subordinación a la fe cristiana, Ginés de Sepúlveda introdujo un ulterior argumento propagandístico en favor de la guerra contra indios como guerra de salvación. «Sometiéndolos primero a nuestro dominio […] creo que los bárbaros pueden ser conquistados con el mismo derecho con que pueden ser compelidos a oír el Evangelio», escribía a este respecto, para añadir acto seguido el profundo significado teológico de esa guerra de conquista:


Y sometidos así los infieles, habrán de abstenerse de sus nefandos crímenes, y con el trato de los cristianos y sus justas, pías y religiosas advertencias, volverán a la santidad de espíritu y a la probidad de costumbres, y recibirán gustosos la verdadera religión con inmenso beneficio suyo, que los llevará a la salvación eterna […] recibir el imperio de los españoles ha de serles todavía más provechoso que a los españoles, porque la virtud, la humanidad y la verdadera religión son más preciosas que el oro y que la plata.66


El oro puro de la salvación por el oro contaminado de la gentilidad americana, y la cruz como el principio sacrificial de purificación que bendecía el oro generado por el trabajo esclavo de las minas a cambio del oro simbólico de la conversión.

Semejante intercambio de significados entre el oro como valor económico real y del valor virtual del oro como salvación de las almas no debería considerarse como una coincidencia azarosa o casual.67 Alain Milhou ha señalado el valor escatológico del oro en el propio diario de Colón y en el pensamiento de los franciscanos. Su significado era sobrenatural para la sensibilidad artística e intelectual del Renacimiento. Se encuentra asociado como tal con la lucha del bien contra el mal.68 Se lo puede detectar bajo esta misma función de intercambio simbólico en manuales para confesionarios.69 La dimensión sacrificial, purificadora y metafórica del oro y los tesoros se dan cita asimismo en las bulas de la Iglesia romana.70 El trueque metafórico entre el oro metálico y el oro de la pureza cristiana constituía por lo demás un momento indispensable del antisemitismo español.71 Pero, sobre todo, constituye el aspecto iconográfico más espectacular y elemental en toda la arquitectura sacra de la colonia: los prodigiosos retablos incrustados en oro del Barroco hispano y lusoamericano.

Un precioso lugar destaca en la representación visual de este intercambio de significados entre los valores mesiánicos que definían el universalismo imperial cristiano y el descubrimiento del oro y de los minerales preciosos en el Nuevo Mundo: La Virgen del cerro en la Casa de la Moneda de Potosí. Es en esta representación sagrada donde coinciden todos los imaginables símbolos del imaginario sagrado del dinero y del valor mercantil de la fe cristiana. Aparece la Virgen, espina dorsal de la Iglesia desde los comienzos de su expansión helenística. La Santísima Trinidad se instaura patriarcalmente sobre su cabeza. El cuerpo y el manto de María se confunden con el cuerpo y las faldas de la montaña áurea de Potosí. El globo terráqueo yace a sus pies. Los representantes del poder pontificio y de la monarquía hispánica flanquean el espectáculo. El oro, el esplendor del orbe cristiano y la grandeza universal del imperio español cierran un vínculo sacramental frente al escenario de los indios esclavos de las minas que se despliegan como líneas de barrocos arabescos a los ancho del manto virginal.72

La doble estigmatización del americano como bárbaro y su criminalización como infiel elevaban por contraste la conquista española a aquella misma dimensión redentora que también Cortés esgrimía hasta la náusea en sus cartas al emperador cristiano y a título de predestinación providencial de la conquista.


«Y por seguir la victoria que Dios nos daba […] ayudándonos Nuestro Señor […] y Dios nos dio asimismo tan buena dicha y victoria […] Dios sabe cuánta alteración recibí […] que si Dios misteriosamente no nos quisiera salvar […] Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí […] Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso […] Pero quiso Dios Nuestro Señor mostrar su gran poder.»73


No solo Cortés, de quien Sepúlveda afirmaba que «había actuado como un apóstol»,74 invocaba esta dimensión milagrosa a la vez que espiritual de la conquista. Bernal Díaz del Castillo citó por igual el carácter divino de la empresa, Gómara reiteró su demasiado distante testimonio de intervenciones milagrosas de lo divino en el curso de la empresa militar constitutiva de Nueva España, y en los Colloqvios y doctrina christiana, transcritos en náhuatl por Sahagún, se ponen en boca de los primeros doce franciscanos llegados a la recién destruida Tenochtitlán la siguiente proclamación apostólica: «Y no es otra cosa por la cual hemos venido […] solo por compasión de vosotros, por la salvación vuestra».75


La guerra santa

La concepción militar de la conquista, así como sus presupuestos morales en torno a una representación heroica y cristológica de la guerra justa se arropaban, además, bajo los signos de una guerra santa presidida por Dios. Semejante ideal de una guerra divinal —escribe E. Straub en su libro sobre Cortés—:


podía conseguir rápidamente adeptos en España, puesto que sintonizaba con las ideas mesiánicas de los enviados del imperio, con la concepción de que España había sido destinada por Dios no solamente a llevar el Evangelio por todo el orbe, sino también a imponer el reino de la paz divina. En esa época comenzaban a trazarse en este sentido paralelos entre la historia de España y la de Israel, a aplicar las profecías bíblicas a Castilla.76


La doctrina de la guerra santa instauraba al conquistador como sujeto virtuoso, alma sustancial y salvador cristiano. La presencia y fortaleza de ánimo, el arrojo ante los peligros y la obediencia a la ley divina, no en último lugar la rectitud de ánimo y el acatamiento de la legítima autoridad temporal recorren la leyenda del héroe conquistador como modelo emblemático del alma cristiana. Cortés describe su conquista de los reinos mesoamericanos como un rito de iniciación en la misma medida en que la victoria final es estilizada en sus cartas como consagración del mesianismo cristiano global. Todos estos rasgos no solamente tallaron la saga del conquistador como redentor, configuraron, asimismo, una identidad histórica: la identidad imperial en la edad dorada de su señorío universal. El alma sustancial aristotélica se fundía con las virtudes heroicas del caballero cristiano, para elevarse hasta los cielos sublimes de la doctrina providencial y apocalíptica de la conquista de las Indias como guerra santa, y revelarse, finalmente, en la propia misión histórica de España como nación elegida por Dios. Identidad política, militar y religiosa al mismo tiempo. Aquella misma identidad y unidad de lo militar, lo nacional y lo religioso que, a través del mito de Santiago Apóstol, había definido el principio constituyente y fundador de la «casta» hispano-cristiana desde la edad de las cruzadas hasta la liberación de las últimas colonias españolas de Cuba y Puerto Rico.77

Heroísmo cristiano y militar secreto, pero íntimamente vinculado a la formación de una identidad subjetiva que se forjaba al mismo tiempo en el campo de batalla como principio de ocupación territorial, como lo instauró Cortés, y en la iniciación del alma mística como institución de una nueva subjetividad sustancial e irreflexiva a través de la ascesis y el éxtasis, como los definió Teresa de Ávila. Formación histórica gestada a lo largo de siglos de luchas militares aglutinadas bajo el signo divinal de la cruzada. Síntesis del concepto aristotélico del héroe y del culto cristiano del sacrificio y la ascesis que se abrió paso también en la cruzada interior de la iniciación mística como triunfo sobre el cuerpo definido como medio satánico de tentaciones, como supresión de la historia individual y la realidad colectiva, y como glorificación del alma transverberada por los caminos de una marcha espiritual hacia un centro simbólico a la vez institucional e interior. Esos son los momentos temporales y trascendentes en los que se funda el sujeto colonizador hispánico, la ideología hispánica y la hispanidad —y también la decadencia hispánica—.

Entre la construcción heroica de una identidad territorial bajo los signos trascendentes de la cruz y la unidad del orbe cristiano, y la instauración mística del alma como ciudad interior, existe un vínculo profundo. Su centro sagrado es el «castillo interior» —una metáfora mística del Zóhar a la que Teresa de Ávila confirió un doble significado, a la vez militar y psicológico—. Su sentido moderno e imperial consistía, según la descripción del Castillo interior de la santa contrarreformista, en un sistema arquitectónico y militar de fortalezas inexpugnables en cuyo interior más secreto se albergaba un alma aristotélica, sustancialmente idéntica con Dios. En el recorrido de la iniciación mística su principio esencial es la conciencia de culpa. En el marco de la experiencia personal relatada por Teresa de Ávila, y elevada por la monarquía católica española a conciencia ejemplar y emblema nacional, esta conciencia negativa, ligada a la culpa, se expresaba a través de su celebración de la angustia y la muerte como principios constituyentes de la autoconciencia cristiana. Con el principio moral de la ascetismo cristiano viene la subsiguiente negación de la existencia empírica, histórica, social y física a lo largo del proceso de su purificación y absolución. La nueva conciencia resultante ignora su pasado como lo ignora la identidad nacional constituida en la monarquía católica de 1492. Esta eliminación de la memoria (que cristaliza en un verdadero proceso de purificación de las raíces judías e islámicas del misticismo ibérico, y de todos los nexos sociales y culturales que entrañaba) preside una redención a la vez subjetiva, doctrinaria e institucional.78 Esta redención coincide con la erección subjetiva y política de los inexpugnables baluartes del castillo interior de una conciencia absoluta y vacía. «Manda el Esposo cerrar las puertas de las moradas, y aun las del castillo y cerca.»79

«Aumento de su Iglesia» es también una última voluntad expresa del Castillo interior.80 En las reconquistas y conquistas legendarias de reinos míticos es la guerra, entendida asimismo como empresa de expiación y salvación por el dolor y la muerte, la que cumple esta misión metafísica de instauración de una renovada identidad histórica absoluta. La historia cultural española trazó precisamente en torno a estos momentos sus signos de identidad doctrinaria. Hasta entrados en el siglo XX, cuando la empresa de la conquista y el imperio cristiano de ultramar habían trocado sus quiméricas gestas por los signos de la pesadilla, el pesimismo o la conciencia del desastre, todavía esta alma mística y su identificación con el heroísmo de la guerra santa, se blandían como los baluartes últimos de aquel sueño histórico, a lo largo de la ambivalente poética y ensayística de los representantes más renombrados del nacionalcatolicismo español: Ganivet, Unamuno, Maeztu…

Tras los sublimes signos de conquistas sin nombre y sin ley daba comienzo la moderna historia americana sobre una realidad miserable y una identidad negativa: el indio vencido y avasallado; el indio convertido bajo un nuevo y heterónomo principio de sujeción y subjetivación. Su definición teológica como esclavo del demonio tiñó con su colorismo barroco las primerísimas tareas de la conquista militar.

Los primeros franciscanos que llegaron a Tenochtitlán interpretaban a los dioses y, con ellos, las formas de vida aztecas en los términos antihermenéuticos de una siniestra demonología. Los tratados de propaganda y catequesis católicos invocaban primero a Lucifer, quien les había obligado a los indios a andar «constriñendo la tierra […] a que divinicen, hagan súplicas, al sol, la luna y las estrellas […] al ave y la serpiente y a todas las creaturas de Dios», para concluir a continuación con la culpa y el castigo merecidos como la verdadera causa de los males que les había acarreado la guerra colonial: «los españoles […] los que os conquistaron […] los que os hicieron miserables […] con esto fuisteis castigados, para que terminárais las no pocas ofensas de su corazón (del dios Verdadero), aquello que habéis vivido haciendo».81 También Toribio de Benavente escribía que «en servir de leña al templo del demonio tuvieron estos indios siempre muy gran cuidado».82 Sahagún reiteraba la misma justificación del genocidio en nombre de los pecados de gentilidad cometidos por el indígena americano: «en estas partes […] las gentes se van acabando con gran prisa, no por los malos tratamientos que se les hacen como por las pestilencias que Dios les envía».83

La estrategia argumental del tratado de guerra contra indios de Ginés de Sepúlveda reitera los mismos motivos: estigmatizaba al indio como un ser inferior y bestial; era un «homúnculo».84 Este, humanísticamente disminuido, era también pasible de pecados, impiedades, torpezas y ofensas aborrecibles al orden divino.85 Su inferioridad natural justificaba la esclavitud como una verdadera redención, incluso como liberación de su satánica forma de vida. Solo el dolor y la muerte, y el sacrificio y el trabajo forzado, los elevaban al camino cristiano de expiación.86

Semejante ideario no es ni radical, ni extremo. Ginés de Sepúlveda se apoyaba en lo mejor de la tradición agustiniana, de acuerdo con la cual solo la violencia, o sea, la necesidad emanada del temor, era capaz de romper los lazos pecaminosos de la costumbre. En un giro que anticipa precisamente a la filosofía política del Leviatán y la dialéctica del señorío y la servidumbre de Hegel, el teólogo castellano anunciaba también que solo el terror podía liberar al indio de sus formas tradicionales de vida. El alma cristiana redimida era la trascendencia en la identidad pura del más allá. Y esta identidad, virtual y vacía, y la absoluta libertad que fundaba solo podían garantizarse a partir de la eliminación de aquellas costumbres o formas de vida como lo absolutamente negativo.87 También el liberal Francisco Suárez había apelado a la tradición agustiniana de legitimación de una violencia heroica para justificar teológicamente un uso condicionado de la coacción como medio de conversión.88

La guerra es el castigo impuesto a quienes perseveraran en el orden de la naturaleza y de las formas de vida de una comunidad histórica. La servidumbre es elevada por esta teología política como proceso de expiación de esta dependencia de una eticidad de la costumbre que desde San Pablo se confundía con el pecado. La destrucción de culturas, dioses y símbolos se elevaba a principio de libertad y redención del nuevo humano que resurgía de sus cenizas. Estos son los momentos lógicamente consistentes del proceso colonizador.

Pero no solo se tenía que reducir al indio a la condición de homúnculo o de demonio, y a las más miserables condiciones de supervivencia en las mitas y encomiendas. Era preciso, además, que la imposición de esta existencia humillada se elevara a principio moral positivo. Era lógicamente necesario que el terror y el temor de la guerra y la esclavitud genocidas fueran reconocidos por su víctima como principio constituyente de su conciencia y como la condición absoluta de su existencia. Tal era el sentido político y moral del nihilismo misionero.

Los llamados Colloqvios y doctrina christiana, aquellos sermones que los primeros franciscanos que llegaron a Nueva España dictaron a los últimos filósofos nahuas de la destruida Tenochtitlán, son reveladores en este sentido. Su primera y fundamental tarea era la interiorización del sacrificio humano y de la existencia miserable como pilar fundamental de la definición cristiana del vencido (el verdadero significado teológico-político de las crónicas de sangre y llanto de los indios subyugados que hoy se han institucionalizado como «visión de los vencidos»). En esta crónica de la conversión por medio de la violencia se anticipan ejemplarmente los hitos fundamentales de la función subjetivadora y subyugadora de la culpa, y de la moral ascética y el nihilismo ontológico ligado a ella, que siglos más tarde expuso Friedrich Nietzsche en Zur Genealogie der Moral. «Si allá queréis entrar en el cielo, donde está el dador de la vida, Jesucristo, mucho a vosotros os hace falta que aborrezcáis, despreciéis, no queráis bien, escupáis a aquellos a los que habéis andado teniendo por dioses […] y es necesario que quede limpio lo que está oscuro, lo que es vuestra suciedad, por medio del agua preciosa del dador de la vida».89

Conciencia negativa, reconocimiento invertido de sus formas de vida como lo sucio y lo oscuro, como pecado y culpa; introyección de una deuda originaria por la que se selló un pacto de dependencia indefinida con la identidad absoluta del colonizador, una deuda irremisible que se ha reproducido durante siglos y siglos bajo sus secularizadas metáforas económicas y políticas; y su consecuencia final, una moral de la sumisión y el vasallaje, elevadas a principio trascendente de libertad, y la conciencia servil que compelía al indio a una organización militar del trabajo etnocida como castigo y expiación: esos han sido los caminos misioneros para alcanzar el reino de la pureza interior y la libertad infinita, más tarde secularizados en un orden mundial levantado sobre el principio del progreso y el ideario de la razón instrumental.

No hace falta decirlo: todavía en la española cultura del siglo XIX se seguía alimentando esta representación de un indio animalizado y satanizado. Sus ejemplos no hay que buscarlos lejos: Salvador de Madariaga, en su inconfesada novela caballeresca sobre Hernán Cortés, los indios eran, una vez más, habitantes de «un espacio poblado de duendes y fantasmas, y un tiempo tejido de presagios y malos agüeros […] No les era dado interpretar una ley humana consistente, ya fundada en razón, ya en revelación».90 Frente a esta definición, la doctrina del «buen salvaje» no constituye más que un fenómeno superficial, lógica e históricamente subsidiario de la estigmatización del americano como un tabula rasa y la constitución real y efectiva del Nuevo Mundo como un continente vacío. Para la teología de la colonización el indio podía llegar a ser un buen cristiano, pero no un salvaje bueno. Su definición existencial seguía dividida entre el partido aristotélico que defendía su servidumbre natural, y el partido paulino que esgrimía su esclavitud moral. Ello elevaba al indio a los cielos de un juego de representaciones fatuas. El indio demoníaco y perezoso, el indio sodomita y lascivo, el indio ladino y embustero, y el indio corrupto y desdichado no eran solamente signos o íconos de un nuevo «orientalismo», por recordar la crítica del imaginario eurocéntrico de Edward Said.91 Aquellas visiones negativas y espectros político-teológicos del indio lascivo y diabólico tuvieron la fuerza para justificar la guerra, y en manos de los misioneros han fungido como eficaces instrumentos morales de destrucción de lenguas, memorias culturales y conocimientos hasta el día de hoy. La conquista y colonización de América no fue un simple juego de representaciones, ni la obra sagaz del genio comunicador de la Iglesia romana. Fue fundamentalmente un acto de negación, de no-reconocimiento teológico, ético y militar de la existencia americana; y un eficaz instrumento de destrucción total.

La definición del descubrimiento colombino como «encuentro» entre los «dos mundos», y como reconocimiento del otro en cuanto a la diferencia semióticamente reducida de su otredad, según lo ha formulado Todorov, es trivial. Por supuesto que existió una construcción imaginaria del «indio» o del «otro» como mera proyección negativa de la propia búsqueda de una identidad de las sociedades cristianas europeas. «Esos rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo», ha escrito en este sentido Roger Bartra, en una investigación antropológica sobre la representaciones del salvaje americano en el mundo precolonial europeo que reúne, al mismo tiempo, la crítica de los valores dominantes en el panorama europeo occidental y la más delicada ironía.92

Pero reducir el problema de la expansión colonial cristiana y la guerra de avasallamiento del indio a esa clase de reconocimientos semióticamente neutralizados como question d l’autre es un risible eufemismo.93 Supone ignorar el significado constituyente, y no solo representacional, de la universalidad o globalización impositiva que necesariamente entrañaba la noción paulina y cristiana de salvación.94 Significa desconocer la dialéctica de destrucción y vaciamiento de las culturas, las comunidades y las conciencias americanas como condición necesaria a la instauración de una identidad cristiana y racional universal, y los poderes coloniales con ella. Significa desconocer el papel de la violencia en la dialéctica del reconocimiento de colonizador y colonizado. Además, significa no reconocer que efectivamente en ese «otro» habita una concepción de la sexualidad, del cosmos, de la comunidad y de lo sagrado radicalmente conflictiva con la escolástica cristiana del siglo XVI y con el racionalismo formalista de la tradición cartesiana o estructuralista de la civilización industrial.95

Es la capacidad de no reconocer, no comprender, y de negar y eliminar teológica, filosófica y militarmente a cualquier existente, a cualquier forma de vida humana colectiva, y a todo conocimiento que no asuma las premisas metafísicas del mesianismo sacrificial cristiano, ni las premisas epistemológicas del paradigma científico newtoniano; es, en fin, la heroica capacidad de rechazar y eliminar cualquier concepción de la existencia no dañada y no estigmatizada por aquella condición exilada de toda patria real que precisamente definía la identidad cristiana; es esta voluntad nihilista lo que constituye la superioridad de la razón occidental y su maravilloso poder de lo negativo, la cual nace precisamente de aquella confluencia entre el descubrir y el dominar, el conocer y el destruir, como las dos caras de un mismo principio lógico de identidad, cuya primera forma teológica moderna revelaron hombres como José de Acosta, y cuya primera expresión filosófica moderna formuló Francis Bacon, y cuyas raíces teológico-políticas fueron formuladas por la «teología de la liberación» del apóstol Saúl, Saulo o Pablo.96

Sí, es cierto que el descubrimiento colombino significó un punto culminante de este logos cristiano. Pero ello no significa el triunfo de la verdad universal ni la triunfante instauración del discurso de todos los discursos. Señala, más bien, los comienzos y los fundamentos de la configuración de un orden occidental global y de una civilización universal que llamamos y celebramos como moderna. Pero señala también el comienzo de una edad de devastaciones de culturas, lenguas, dioses a escala planetaria. Un proceso que no podemos dar todavía por finalizado en nuestra edad presidida por los grandes genocidios de Auschwitz y Hiroshima como los factores decisivos de la configuración del orden político mundial vigente.

Desde el punto de vista de la historia imperial de las monarquías cristianas europeas la conquista de América significa la culminación de la Reconquista, última expresión de la teología política de las cruzadas contra el islam, y esgrime su mismo ideario de guerra santa y salvacionista, y sus mismos valores heroicos y militares. La destrucción de las culturas árabes y la expulsión y persecución de la cultura judía de la península ibérica constituyen la antesala de aquella proyección civilizadora hacia ultramar y, por tanto, de la destrucción de las culturas americanas, como muy bien entendieron en el contexto del Renacimiento europeo Yehudá Ben Israel e Inca Garcilaso. Son estos radicales cortes, fisuras y discontinuidades históricos, y es su representación ficcional en el mesianismo o la cristología misionera del siglo XVI los que definen la constitución profunda de aquella culminante razón moderna y su proyección imperial como civilización cristiana universal.

Una advertencia tiene que hacerse, sin embargo. El maravilloso círculo lógico de guerra y dominación, culpa y servidumbre, y la instauración de una única forma cristiana de vida nunca se cerró sin fisuras. Se engañaban los franciscanos con sus fantasías de una triunfal cruzada en América. La doctrina heroica de Cortés y la doctrina teocrática de la guerra de salvación de Sepúlveda fueron construcciones quiméricas, por efectivo y total que fuera el poder de la destrucción que legitimaban. Los propios Colloqvios y doctrina christiana, acaso uno de los testimonios más estridentes del absolutismo misionero, no ocultan el principio de una ruptura, de una resistencia por parte del vencido y del fracaso del ideal conversor. Su transcriptor, Bernardino de Sahagún, dejó entrever al final de su vida una nueva conciencia escéptica que se distanciaba claramente del triunfalismo de las primeras generaciones de aventureros cristianos, y la no-publicación de aquellos Colloqvios, cuando ya el tribunal de la Inquisición había otorgado el permiso de hacerlo, quizá respondiera a este distanciamiento del sueño heroico de los primeros años de la conquista.97

La respuesta de los filósofos nahuas a los frailes cristianos muestra claramente que la asunción de la violencia conquistadora bajo la forma interiorizada de la culpa, la servidumbre y la conversión no era ni unívoca, ni perfecta. «Decían nuestros progenitores que ellos, los dioses, son por quien se vive […] ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento […] en verdad ellos nos dieron su norma de vida […] los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así», replicaban a la doctrina franciscana que reservaba exclusiva y tajantemente el nombre de teteo, la palabra nahua que designaba los males para los dioses originales de América.

Sin duda, los Colloqvios constituyen un precioso y dramático documento del final de una cultura, de una civilización y de un imperio azteca. Por consiguiente ponen también de relieve aquella figura negativa de la conciencia del vencido que he tratado de definir desde el punto de vista de su contraposición y complementariedad con el alma sustancial y heroica del cristiano. Pero no todo acaba en esa burda contraposición de indios vencidos y cristianos vencedores. «¿Acaso aquí […] debemos destruir la antigua regla de vida? Los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así […] es ya bastante que hayamos perdido», se preguntaban los últimos sacerdotes nahuas. He aquí la expresión de una sorda resistencia espiritual y política que también formularon un Guamán Poma, un Garcilaso y, no en último lugar, la inacabable historia de la resistencia anticolonial en la América ibérica.98

El reconocimiento del dolor («estamos perturbados […] espantados») y la claudicación («haced con nosotros lo que queráis»), y la visión pesimista del futuro por parte de los sacerdotes-filósofos nahuas («tal vez solo vamos a nuestra perdición, a nuestra destrucción»)99 señalaban efectivamente un límite radical bajo el signo de la desolación y la angustia. En idéntico sentido escribía el poeta anónimo del «Canto del huérfano» en los Anales de Tlatelolco: «Las casas han perdido sus techos […] los gusanos hierven por las calles […] las aguas están como rojas […] Y entonces bebimos esta agua salitrosa […] hemos comido la madera coloreada […] hemos mascado la grama […] la arcilla de los ladrillos, lagartijas, ratones […] se fijó nuestro precio […] todo lo que era precioso no valía nada».100 Tampoco puede concluirse a partir de estas palabras que este poeta asumiera absolutamente su depresión final ensalzada por los misioneros como su nueva condición existencial de culpa, pecado y servidumbre.

El cronista de Tlatelolco no claudicaba frente al conquistador. Los sacerdotes de Tenochtitlán tampoco renunciaron a aquello de lo que los franciscanos pretendían privarles impunemente en el postrer acto de la fatal guerra: su norma de vida, su memoria, su fuente de existir, tanto en un sentido espiritual, como material. No hubo una destrucción simple de la memoria y de la propia realidad existencial. Este es el verdadero límite, el auténtico fracaso inherente a toda concepción absolutista del poder. De hecho sabemos que esa memoria histórica, ligada a los dioses, a su culto y a la experiencia del mundo que garantizaron, ha pervivido hasta el día de hoy. Ha sobrevivido de una manera ciertamente fragmentaria, violentada, hibridizada y adaptada a las condiciones impuestas por los nuevos dispositivos de dominación. Pero no ha muerto. Esta memoria fue también el centro neurálgico de los planteamientos humanistas de Garcilaso: el reconocimiento de la propia historia como único punto de partida legítimo para un nuevo proyecto civilizador que bajo ningún concepto aceptaba como legítima la liquidación de la propia forma de vida en los términos de autodisolución que exigían el conquistador y el misionero. También Guamán Poma revertió los signos de la conversión colonizadora en un sentido paralelo: restituyendo la historia incaica en el interior de la historia bíblica y cristiana, restaurando un orden cosmológico antiguo dentro del nuevo orden moral y subjetivo de la cristianización, en fin, «canibalizando los repertorios disponibles del discurso europeo en la terrible empresa de decirlo todo de nuevo», por citar la fórmula que ha empleado Mercedes López-Baralt.101

Esa misma actitud de una postrera resistencia no es ajena al espíritu de los sacerdotes-filósofos nahuas. «Que no muramos […] aunque nuestros dioses hayan muerto» respondieron en esos llamados Colloqvios.102 Este último «no» al concepto teológico y militar de vasallaje entrañaba la afirmación de la propia autoconciencia y la propia memoria histórica. Miguel León-Portilla cita el testimonio, algo más tardío, de un señor de Texcoco, Carlos Ometochtzin, que en los interrogatorios a que fue sometido en su cautiverio afirmaba el mismo principio de resistencia: «Sigamos aquellos que tenían y seguían nuestros antepasados y, de la manera que ellos vivían, vivamos».103

Frente a la concepción heroica de la conquista americana como cruzada, gloriosa de un inefable exterminio y destrucción, los testimonios de los llamados vencidos encierran un importante secreto. Allí donde la muerte rompió efectiva e indistintamente todo vínculo social y donde la derrota impuso el silencio, allí también dio comienzo el reino de la palabra extraña. Palabras nuevas que nunca antes se habían escuchado y que, al comienzo, resultaban completamente incomprensibles para el habitante de América. Pero palabras también que, aun antes de que el vencido pudiera distinguir sus articulados sonidos, y aun antes de ser comprendido su significado, y de experimentar en la propia carne la crueldad que las inscribía en su existencia, se declaraban como verdaderas. La palabra exterior, la que no podía comprenderse, la que representaba formas de vida extrañas, era al mismo tiempo la palabra absoluta y la única verdad.

Esta imposición de nombre, como la llamó Garcilaso, define, al mismo tiempo el silencio fundacional del orden colonial.104 El nuevo nombre era al mismo tiempo verdadero y absoluto porque carecía de cualquier referente comunitario y era inmune e inaccesible a toda experiencia. Pero este nombre vacío que traían consigo el conquistador y el misionero era al mismo tiempo el irremisible principio de subjetivación e identidad del conquistado. Era el nombre del bautismo: principio de identidad fundado en este silencio, levantado sobre las ruinas de su comunidad lingüística. La estrategia sacramental de la culpa, la remisión y la restitución, como principio efectivo del proceso subjetivador cristiano, revela a través de este silencio fundacional y en la palabra deshabitada, exterior, y al mismo tiempo impuesta como la verdadera comunidad trascendente de las almas, su profunda y radical falsedad.105

De ahí la desesperación que también habita en la respuesta de los sacerdotes nahuas que recogieron los Colloqvios. Es como escuchar detrás de aquel silencio fundacional una voz postrera que recordara la comunidad humana constituida en torno a una memoria compartida y que, un instante más tarde, iba a ser demonizada y aniquilada para siempre. Cuando León-Portilla se refiere a la concepción de la vida de los sabios nahuas «como una especie de sueño» y sitúa este pesimismo metafísico en la proximidad de cataclismos terribles tal vez pensara en la condición colonial creada por la palabra secuestrada y la comunidad destruida, y en la subsiguiente clausura del sujeto vencido bajo la palabra y una identidad ficticias y falsas. Quizá debamos buscar precisamente en la constitución lógica de semejante irrealidad la clave político-teológica de transverberación barroca y más tarde real maravillosa del poder colonial latinoamericano.106

El real ingreso al reino de la historia de América Latina coincide con el advenimiento de este reino del silencio: con la muerte y el dolor como trauma fundacional atravesado por el discurso emergente de la cristianización, el discurso de la conversión del cual emerge la identidad cristiana, moderna y occidental de América Latina.


Vosotros dijísteis

que nosotros no conocíamos al Dueño del cerca y el junto,

aquél de quien son el cielo, la tierra.

Habéis dicho

que no son verdaderos dioses los nuestros […]


Pronunciaron los sacerdotes-filósofos a los frailes españoles, y añadieron:


Nueva palabra es esta,

la que habláis

y por ella estamos perturbados, por ella estamos espantados.

Porque nuestros progenitores,

los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así.

En verdad ellos nos dieron su norma de vida […]

Y decían nuestros ancestros

que ellos, los dioses, nos dan

nuestro sustento, nuestro alimento,

todo cuanto se bebe, se come,

lo que es nuestra carne, el maíz, el frijol,

los bledos, la chía.

Ellos son a quienes pedimos

el agua, la lluvia,

por las que se producen las cosas en la tierra.107


La «nueva palabra» era la que clausuraba la memoria y la comunidad bajo el estigma de la «perturbación» y el «espanto». Era también la palabra que nombraba de nuevo todas las cosas y que muchas veces lo hacía hasta volverlas irreconocibles. También era la palabra que transformaba radicalmente la relación del humano con el cosmos y la comunidad. Esa era la palabra verdadera que bajo los signos de la espada y el bautismo instauraba un nuevo orden natural y sobrenatural falso.


47 Eberhard Straub, Das Bellum Iustum des Hernán Cortés in Mexico (Köln y Viena: Böhlau, 1976), cap. 2 y 5.

48 El concepto de «pacificar» y «liberar de tiranos» es utilizado en la Crónica de los Señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel de Castilla y Aragón de Hernando del Pulgar al referirse a las guerras sostenidas en Galicia en la década de los ochenta. Cf. Crónicas de los reyes de Castilla, ed. de C. Rosell (Madrid, 1953), t. 3, 356-357.

49 Hernán Cortés, Cartas de relación (México, 1988). Cf., por ejemplo, p. 266, acerca del sentido universal de su empresa. Asimismo p. 273, sobre el sentido pacificador y civilizador de la conquista mexicana.

50 De acuerdo con la definición de «libro de caballerías» de Menéndez Pelayo. Marcelino Menéndez Pelayo, Obras completas, vol. 1, Orígenes de la novela (Madrid, 1943), 200 y ss.

51 Brian Powell, ed., Epic and Cronicle, The «Poema de mio Cid» and the «Crónica de veinte reyes», Modern Humanities Research Association Texts and Dissertations 18 (Londres: The Modern Humanities Research Association, 1983), 28 y ss.

52 Francisco López de Gómara, La conquista de México (Madrid, 1987), 35 y ss. Acerca de la intervención milagrosa en la guerra contra indios, cf. pp. 73 y ss. Sobre el carácter caballeresco de la leyenda de Cortés son elocuentes las siguientes palabras: «y quién son estos infieles hombres, aborrecidos de Dios, amigos del diablo, con pocas armas y no buen uso de la guerra; si hubiéremos de pelear, las manos de cada uno de nosotros han de mostrar con obras y por la propia espada el valor de su ánimo; y así, aunque muramos quedaremos vencedores, pues habremos cumplido con la misión». Ibíd., 214.

53 Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España (México, 1989), 720.

54 Poema de mio Cid, 154 c en Powell, Epic and Cronicle…, 142.

55 Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid vol. 2 (Madrid, 1956), 600 y ss.

56 López de Gómara, La conquista de México, 139.

57 Ramon Llull, Obres completes (Barcelona, 1956), 529-32.

58 Cortés, Cartas de relación, 280 y 266.

59 Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios (México, 1987), 78.

60 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Madrid: SARPE, 1985), 178-179.

61 La sustitución de Jerusalén por Tenochtitlán posee otro importante significado, además de la asociación literaria ligada a la mitología del libro de caballerías y el héroe cruzado. Se trata de la identificación del indio americano con el judío. A ella se refiere Acosta en su Historia natural y moral de las Indias (México: fce, 1985), 325. Esta connotación es significativa en cuanto a la legitimación del exterminio masivo de los indios, elevados, al igual que los judíos, a pueblo condenado por el Dios cristiano. Así lo formula Gregorio García en su Origen de los indios del Nuevo Mundo (1607): «Solo digo que por su incredulidad, poca firmeça en la Fe, i menos Christiandad, los va Dios acabando, como en efecto se han acabado los Indios, que habia innumerables en la Isla Española […] Y asimismo permite Dios, que se cumpla con ellos, lo que dijo a los de su Pueblo, amenaçandoles con pestilencia, que se vaian acabando, i consumiendo en las demas Provincias con pestes, i enfermedades, que cada dia les embia el Señor» (México, 1981), 88-87.

62 Alfonso X, Primera crónica general (Madrid, 1906), 2 y ss.

63 Es la contrapartida del héroe que afloró a lo largo de las acusaciones frente a la monarquía española que, a partir de una fecha tan temprana como 1524, se realizaron contra Cortés. José Luis Martínez refiere a este respecto: «las acusaciones principales habían sido: infidelidad a la Corona e intentos de tiranía; desobediencia […] crímenes, crueldades y arbitrariedades durante la guerra; excesos y promiscuidades sexuales; enriquecimiento personal sin compartir […] apropiamiento […] las matanzas de millares de indígenas para sembrar el terror», Martínez, Hernán Cortés, 560.

64 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra Firme del mar Océano (Madrid: Imprenta de la Real Academia de la Historia, 1851-5), lib. 2, cap. 6; lib. 4, cap. 2. Citado por Hanke, La lucha…, 98.

65 Juan Ginés de Sepúlveda, Historia del Nuevo Mundo (Madrid: Alianza, 1987), 60-61.

66 Sepúlveda, Tratado…, 139, 133-135.

67 Como una coincidencia psicológica la interpreta Hanke, La lucha…, 60.

68 Milhou, Colón…, 133.

69 El intercambio de metáforas entre el oro real que definía la codicia imperial de los europeos, y el oro espiritual de la salvación eterna ocupa un lugar distinguido en la propia bula Inter cetera y constituye un momento iconográfico tan general que no es preciso señalar, en el «Parecer», firmado por Carlos Tapia, del confesionario Breve practica, y régimen del Confessonario de indios, de Carlos Celedonio Velasquez (México: Imprenta de la Bibliotheca Mexicana…, 1761), la metáfora del oro se explica por la virtud de este mineral resistente a la destrucción del fuego: «Previó Salomón la Española gloria de que a ella sola huviera Dios reservado la usura mas digna de su Magestad, en la negociacion del Oro mas puro, que son las Almas» (sin paginación). La metáfora de la fe y los sacramentos como el verdadero oro, que la Iglesia cambia generosamente contra el oro material de las Indias constituye un motivo que, más allá de la teología de la salvación de Sepúlveda, se reitera en el moderno lenguaje secularizado de la deuda externa.

70 «Mas antes ruego muy mucho a Vuestras Caridades que con palabras y obras favorezcan esta obra tan pía y necesaria, como espero lo harán, persuadiendo á los indios, que, pudiendo, no dejen de tomar la bula, pues ellos serán gananciosos, gozando para sus almas de un tesoro que en lo temporal no tiene precio», se dice en la «Patente» de la «Bula de la Cruzada», fechada en Santiago de Tlateloco, el 15 de junio de 1574. Códice Mendieta, Documentos Franciscanos, t. 1, 193.

71 Es el tema precioso de la honra, no definida por el dinero, sino por la pureza de sangre del cristiano viejo, estudiado por Amércio Castro. Cf. Joseph H. Silverman, «The Spanish Jews: Early References and Later Effects», en José Rubia Barcia (ed.), Americo Castro and the Meaning of Spanish Civilization, Berkeley (Los Ángeles, Londres: University of California Press, 1976), 142 y ss.

72 Milhou, Colón…, 143 y ss.

73 Cortés, Cartas de relación, 81-85.

74 Sepúlveda, Historia del Nuevo Mundo, 104.

75 Miguel León-Portilla, ed., Los Diálogos de 1524 según el texto de Fray Bernardino de Sahagún y sus colaboradores indígenas (México: UNAM, 1986), 125-129.

76 Straub, Das Bellum…, 46.

77 Castro, La realidad…, 29 y ss.

78 Por ejemplo, a propósito de la culpa y su relación con el «fortalezimiento del alma», en Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección (Madrid, 1969), t. 1, 107 y ss.

79 Santa Teresa de Jesús, Castillo interior (Madrid, 2006), 154.

80 Ibíd., 253.

81 Colloqvios y doctrina christiana, León-Portilla, ed., Los Diálogos…, 1520 y ss., y 224 y ss.

82 Fray Toribio de Benavente, Historia de los indios de Nueva España (Madrid: Alianza, 1985), 81.

83 De Sahagún, Historia general…, 707.

84 Sepúlveda, Tratado…, 104-105.

85 Ibíd., 112-113.

86 Ibíd., 85 y ss. 93 y ss. «Tal guerra puede hacerse recta, justa y piadosamente y con alguna utilidad de la gente vencedora y mucho mayor todavía de los bárbaros vencidos». Ibíd., 99.

87 Obras de San Agustín vol. 3 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1974), 597.

88 Francisco Suárez, Guerra, Intervención, Paz Internacional (Madrid: Espasa-Calpe, 1956), 169.

89 Colloqviuos…, 635 y ss.

90 Salvador de Madariaga, Hernán Cortés (Buenos Aires, 1941), 318 y ss.

91 Edward W. Said, Orientalism (Nueva York, 1979), 49 y ss.

92 Roger Bartra, El salvaje en el espejo (México: UNAM / Era, 1992), 13. En figuras de la mitología cristiana medieval, como Juan Crisóstomo o Merlín, este antropólogo mexicano se encuentra al mismo tiempo con representaciones de la animalidad y de un estado de naturaleza, pero también de una sabiduría ancestral y profunda. El salvaje se revela como lo odiado y negado, y al mismo tiempo como el lugar reprimido de un origen, y, por tanto, también como lo deseado e interrogado por el logos occidental. El discurso mítico del salvaje se pone de manifiesto como el reverso de la razón occidental. Desde el universo mitológico de los centauros, sátiros, ménades y cíclopes de la antigüedad griega, pasando por los antropófagos, trogloditas, amazonas o andróginos romanos, hasta llegar a las figuras judeocristianas de salvajes santos y anacoretas del desierto. Por todos estos parajes, Bartra reitera una misma cuestión: la pregunta por el «otro» como expresión de una angustia patética por la precaria identidad del hombre occidental. Semejante aproximación significa una ruptura interesante con respecto al influyente paradigma eurocentrista refundido por el crítico francés Tzvetan Todorov en su ensayo La conquête de l’Amerique, para quien el reconocimiento del otro, la «capacidad de entender al otro», constituye la clave del éxito colonizador.

93 La aportación de Todorov a la comprensión de la conquista y colonización españolas de América es interesante como visión reformada del eurocentrismo tradicional: «Cortés comprend relativment bien le monde aztèque qui se découvre à ses yeux, certainement mieux que Moctezuma ne comprend les réalités espagnoles. Et poortant cette compréhension supérieure n’emp’eche pas les conquistadores de détruire la civilisation et la sociéte mexicaines», escribe a este propósito. Cf. T. Todorov, La conquête de l’Amérique (París: Seuil, 1982), 133. Doble error de corta visión. Primero, confundir la superioridad estratégica y táctica, y la racionalidad instrumental que ella supone, con el conocimiento hermenéutico y el reconocimiento comunicativo. Segundo, ignorar candorosamente la destrucción militar de una civilización como condición de su dominación política. Todorov asienta su eurocentrismo en una concepción rosada de la historia y de la dialéctica del señorío y la servidumbre. Pero sobre todo, el crítico francés elude la cuestión principal: el nexo fundamental de reconocimiento, y por tanto de «comprensión» del americano por el europeo es aquel que define la concepción cristiana y salvacionista del mundo; y para ella el indio nunca fue un «otro», o simplemente lo diferente, sino una entidad virtual negativa, miserable y satánica definida desde el punto de vista de su avasallamiento político, teológico y epistemológico.

94 «La conquête religieuse [escribe Todorov, como si el salvacionismo cristiano fuese un aspecto o un atributo del concepto de conquista y no el momento central de su definición conceptual y programática] consiste souvent à enlever d’un lieu saint certaines images et d’en mettre d’autres à la place». Ibíd., 66.

95 La abstracción de la violencia como función instauradora de la identidad y el poder colonial le permite a Todorov retraducir la empresa de la conquista y colonización en los dulces términos de un juego formal de símbolos. Pero ignorar la especificidad de la religión cristiana como doctrina no enraizada, a diferencia de las religiones americanas precolombinas, a una comunidad real, ni al espacio y al tiempo que los define, por tratarse precisamente de un credo universalista y trascendente, le permite a Todorov desplazar el nexo interior entre el mesianismo cristiano y la constitución de un poder virtualmente universal y necesariamente universalista.

96 Jakob Taubes, Die Politische Theologie des Paulus, München (1993), 23 y ss.

97 «Sahagun’s Misguided Introduction to Ethnography and the Failure of the Colloquios Project», en The Work of Bernardino de Sahagún, J. J. Klor de Alva, H. B. Nicholson y E. Quiñones Keber (Nueva York, Texas, 1988), 89 y ss. Sin embargo, Klor de Alba no parece tener en cuenta la tensión, la sorda pugna conceptual entre los dos lados contrapuestos de dichos Colloqvios, la cual, por sí sola, pone en entredicho la homogeneidad y la consistencia lógicas del propio proyecto originario de la conversión automática subsecuente a la derrota militar del México azteca.

98 Colloqvios, vv. 920 y ss., 937 y ss., y 1050 y ss.

99 Ibíd., vv. 1052 y ss., y 924.

100 Anales históricos de Tlatelolco, en G. Baudot y T. Todorov, Relatos aztecas de la conquista (México: Grijalbo, 1990), 199-200.

101 Mercedes López-Baralt, Icono y conquista: Guamán Poma de Ayala (Madrid: Hiperión, 1988), 23.

102 Ibíd., vv. 1053 y ss. El concepto sonoro de «canibalizar» en este sentido mal se podría identificar con un proceso creador, atravesado por una teoría crítica de la civilización colonial y cristiana, desarrollado por Oswald de Andrade y otros escritores asociados al «Manifiesto Antropófago» de 1928.

103 Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre náhuatl (México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1985), 38 y ss.

104 Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1976), t. 1, 21. Marilena Chiampi, en López-Baralt, Icono y conquista…, 21.

105 Roberto Blatt ha analizado el proceso de exilio de la palabra de la comunidad y su constitución como entidad identificada con la institución que detenta al mismo tiempo el poder político y el monopolio de su interpretación o verdad. Cf. Roberto Blatt, Tradición talmúdica: patria y exilio de la voz, Letra, núm. 23 (otoño 1991), 62 y ss.

106 Miguel León-Portilla, Los antiguos mexicanos (México, 1988), 172.

107 Colloqvios…, vv. 933 y ss.

El continente vacío

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