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Оглавление«AD IPSIUS DEI HONOREM ET IMPERII CHRISTIANI PROPAGATIONEM»
El cuatro de mayo de 1493, apenas unos meses tras el desembarco del navegante genovés Cristóbal Colón en el puerto de Barcelona, el papa Alejandro VI, en nombre de su potestad temporal absoluta y universal, concedió a los reyes españoles, que acababan de coronar la cruzada contra el islam en la península ibérica, así llamada Reconquista, con la destrucción del reino de Granada y la expulsión de los judíos, el título de legitimidad por derecho absoluto y perpetuo sobre las recién descubiertas tierras, mediante la bula Inter caetera: «En virtud de nuestra pura liberalidad, cierta ciencia y plenitud de autoridad apostólica, os damos, concedemos y asignamos a perpetuidad, así a vosotros como a vuestros sucesores los reyes de Castilla y León, todas y cada una de las tierras e islas sobredichas, antes desconocidas, y las descubiertas hasta aquí o que se descubran en lo futuro».27
Cualesquiera sean las posiciones intelectuales frente a la colonización de América, históricamente extrapoladas entre la crítica de la «destrucción de las Indias» y la apología de la acción cristianizadora o civilizadora de la Iglesia romana y la corona española, desde un punto de vista historiográfico no puede menos que asumirse la pluralidad de significados que el descubrimiento, la conquista y la subsiguiente «pacificación» encerraban y encierran. No solamente las crónicas de Indias ponen de manifiesto documentalmente esta pluralidad de sentidos, es decir, la ambigüedad de la empresa colonizadora. También su definición teológico-política permite reencontrar esta variedad de alcances.
En los tratados de propaganda de la fe los conceptos de descubrimiento, conquista, conversión, predicación, legislación u oficio, aun sin ser precisamente sinónimos, comprenden un campo semántico relativamente delimitado, atravesado sin duda por los más dispares acontecimientos, no obstante muy consecuentemente articulados entre sí. Tal sucede en una obra clásica como la de Ovando y de Acosta en la que estas categorías se sobreponen sin mayores reflexiones.28 Pero cuando Alejandro VI concedió la bula Inter caetera a los reyes españoles, no solo les otorgaba una potestad temporal sobre los territorios en los que había desembarcado Colón, sino también definía las categorías programáticas de una compleja empresa que comprendía descubrimientos y ocupación territorial de un continente entero, el despojo y avasallamiento de sus habitantes, y el aprovechamiento de los recursos naturales al tiempo que la propaganda de la fe y la vigilancia doctrinal. Fue aquella bula, antes que cualquier otra reflexión, la que estableció los límites precisos, tanto teológicos como políticos, que iban a encerrar el descubrimiento de América en el marco estricto de una guerra santa. Fue esa bula la que definió, antes que cualquier otra determinación política, mercantil o técnica, la idea y el proyecto del imperio universal.
Cristóbal Colón, hombre apto y muy conveniente a tan gran negocio y digno de ser tenido en mucho [se dice en este documento pontificio], con navíos y gentes para semejantes cosas bien apercibidos, no sin grandísimos trabajos, costas y peligros […] hallaron ciertas islas remotísimas y también tierras firmes, que hasta ahora no habían sido por otros halladas, en las cuales habitan muchas gentes que viven en paz, y andan, según se afirma, desnudos, y que no comen carne. Y a lo que dichos vuestros mensajeros pueden colegir, estas mismas gentes, que viven en susodichas islas y tierras firmes, creen que hay un Dios Creador en los cielos, y que parecen asaz aptos para recibir la fe católica y ser enseñados en buenas costumbres; y se tiene esperanza que, si fuesen doctrinados, se introduciría con facilidad en las dichas tierras e islas el nombre del Salvador, Señor Nuestro Jesucristo.
Se citaban programáticamente en la bula pontificia los motivos dominantes de toda una era de distorsiones de la realidad americana: la representación del paraíso, originalmente introducida por Colón, pero que contaba ya con una larga tradición en el imaginario cristiano medieval; la visión encendida de las riquezas y de las posibilidades de cristianización que también ocuparon las primeras entradas americanas de su diario;29 el concepto de «hallazgo» de los nuevos territorios,30 que jurídicamente respaldaba su apropiación en nombre del orbis christianus y de su traslación política o imperial, el imperium universalis; el ideario de conversión, que, al mismo tiempo, definía implícitamente la empresa de ocupación y explotación territoriales como una cruzada a lo ancho del continente vacío, y al indígena americano como tabula rasa susceptible de sujeción y subjetivación. Incluso el tono persuasivo que implica la mención de una paradisíaca condición del indio, la declaración sumaria de su fe monoteísta y de su plena disponibilidad para la adoctrinación cristiana encuentra en el mismo documento pontificio su crudo contrapunto cuando convoca a los monarcas españoles a que «las bárbaras naciones sean deprimidas y reducidas a esa misma fe» y «sujetadas y reducidas a la católica fe»,31 poniendo tales gestas al lado de la «recuperación del Reino de Granada» de la «tiranía sarracena» y como su efectiva extensión a las tierras lejanas y desconocidas de ultramar.32
¿Por qué corre a cargo de la Iglesia y la teología cristiana la concesión territorial americana y, con ella, la definición elemental del principio de colonización? Respuesta: solo la Iglesia es mediadora terrenal de la salvación del mundo, solo ella puede otorgar un sentido verdaderamente universal a una monarquía particular, solo la teología política cristiana puede conceder el título legítimo de emperador. La Iglesia era mater imperii en virtud de un principio bíblico, según expone el liberal y reformador Vasco de Quiroga en su tratado De debellandis Indis.
He aquí su deducción: Dios concedió el derecho al imperio a Moisés. Así también se lo otorgó Cristo a San Pedro. En virtud de este mismo derecho lo concedía la Iglesia a la corona española. «El imperio reside enteramente en la Iglesia.» Este era también, indirectamente, el principio que arrebataba al habitante de América cualquier derecho sobre sus vidas y sus posesiones, así como de sus formas de vida de gobierno. Solo el cristiano podía constituir un gobierno legítimo.33
Cruzada y acción pedagógica de instrucción, sujeción violenta y resuelto no- reconocimiento de cualquier otra forma de vida diferente de la cristiana, liberación del indio de su servidumbre al estado de naturaleza y sus demonizados dioses, paraíso en la tierra e infierno de infieles: esos fueron los ambiguos signos que el universalismo salvacionista cristiano otorgaba al descubrimiento. Lo fueron ya en la propia imaginación que acompañó la empresa colombina: evangelización del mundo, conquista de la «Casa Santa» de Jerusalén, descubrimiento del paraíso terrenal.34
La simple yuxtaposición rapsódica de hitos históricos diferenciados ocultaría la existencia de una narración profunda, de una lógica interior que se pone de manifiesto tan pronto se tiene en cuenta el proceso de dominación que las categorías teológico-políticas del descubrimiento anunciaban. La comprensión filosófica del proceso colonizador de las Américas y de la configuración cultural de América Latina en particular no pueden reducirse a una reconstrucción historiográfica de las etapas de la conquista. Tal periodización es necesaria e importante. Pero solo en la medida en que sus diferencias políticas, sus etapas estratégicas o su evolución teológico-jurídica sean comprendidas, al mismo tiempo, como figuras conceptuales de un mismo discurso, de una racionalidad civilizadora, y de la lógica y teología de la colonización que atraviesan los procesos sociales y existenciales de la conversión, subyugación y subjetivación de pueblos y naciones enteras.
En una interpretación del descubrimiento y conquista americanos que puede considerarse como estándar —presente en el estudio de Georg Friederici— se distinguen los siguientes periodos de la colonización hispánica:
Tenemos, en primer lugar, el periodo de la brutal, violenta y asoladora conquista […] sigue un periodo de intentos de penetración pacífica y de expansión lenta, pero ya no con las armas del soldado, sino con la labor del misionero y colono. Al comprender que estos esfuerzos de penetración pacífica, en el sentido preconizado por el P. Las Casas, estaban condenados, en muchos lugares, a fracasar, hacia fines del siglo diecisiete, hacia el año 1660, prodújose un nuevo viraje en la opinión pública. Diríase que reverdecía el espíritu de la Conquista […] A este breve periodo de reacción siguió el cuarto y último, que duró hasta el final de la dominación española en América: la conquista pacífica por medio de las Misiones, apoyada en guarniciones militares y seguidas más tarde por aglomeraciones de colonos.35
Espléndida síntesis. Sin duda, hubo un primer momento pionero de la colonización americana: periodo dorado dominado por la presencia de aventureros resueltos y sin ley. Se lo puede designar como el momento heroico de la conquista. Fue un periodo fundacional del descubrimiento y sujeción de nuevos territorios y sus habitantes. En esta etapa originaria de la historia americana moderna resulta muchas veces difícil distinguir entre el aventurero criminal y el héroe cristiano. Pero también es esa etapa de la expansión europea en América más colorista. Sus signos visibles son la perplejidad, el entusiasmo y el terror ante el mundo radicalmente diferente y radicalmente ignoto que Europa sentía rendido a sus pies, un mundo que se adorna magico-realísticamente con todos los atributos literarios de un epos legendario y mítico. Los diarios de Colón, las cartas de Cortés, la crónica de Díaz del Castillo, los testimonios de viajeros como Vespucci, von Staden o Benzoni, los relatos del naufragio de Núñez Cabeza de Vaca, los grabados de De Bry… recorren indistintamente esos hitos de lo maravilloso, lo terrible y lo ignoto.
Luego las cosas parecen adquirir la apariencia de una forma jurídica e institucionalmente sancionada, tanto por la Iglesia romana, como por la monarquía cristiana. Esta primera figura de legitimidad jurídica se instituye ya a partir de 1512. Su primera cristalización jurídicamente regulada es el Requerimiento. Su principio funcional, un primitivo concepto de guerra santa, era el significado elemental de la conquista que había canonizado la bula papal Inter caetera. «Si vosotros, informados de la verdad, os quisiéreis convertir a la santa fe católica […] pero si no lo hiciéreis o en ello dilación maliciosamente pusiéreis, certifícos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas partes y manera que yo pudiere y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de su Majestad».36 Aparentemente absurda y objeto de toda clase de críticas y chanzas hasta el siglo XVIII, su sentido es tan consistente como su homólogo literario de la Inquisición: el Edicto. Al principio de guerra y de terror total, el Requerimiento le confiere la forma de una ley y un orden sagrados y universales, la primera forma legal de identidad histórica hispanoamericana. La violencia inmediata de la conquista adquiría con ello una primera, aunque perversa, dimensión espiritual. La nueva identidad y la nueva libertad que el Requerimiento reconocía en nombre de la abstracción absoluta y del principio absoluto de la muerte, legitimaban tanto política como teológicamente la violencia de la conquista como verdadero acceso al reino de la historia y la razón.
La falsedad de los términos formalmente verdaderos del Requerimiento es, ciertamente, tan perentoria como su eficacia jurídica. Sencillamente porque la situación en la que necesariamente tenía que leerse suponía de hecho una violencia realmente impuesta que las cláusulas del peculiar contrato solamente esgrimían como castigo a la rebelión o la herejía. El caso de Cajamarca, en el que el Requerimiento fue una simple mascarada para justificar una masacre de decenas de miles de indios indefensos, es solamente una triste cita en la historia de los genocidios americanos. Pero el significado institucional del Requerimiento y su función legitimadora eran indiferentes a las condiciones efectivas bajo las que se exponía, indiferentes a la circunstancia de que fuera leído en latín o castellano, a que se pronunciara en su totalidad o solo parcialmente, o se llevara a término como un absurdo trámite jurídico. Desde el punto de vista de quienes solo podían acatar la innombrada violencia de la espada colonial era tan relevante como las declaraciones de derechos humanos que hoy amparan a los mismos ejércitos privados del colonialismo poscolonial de nuestros días.37
A partir de 1573, la corona española prohibió legalmente la palabra conquista. Su significado fue suplantado sumariamente por el concepto de pacificación, ya antes utilizado por Cortés tan pronto hubo arrasado militarmente los principales centros político-religiosos de la futura Nueva España. El valor teológico-político del nuevo término estratégico de pacificación entrañaba una reformada figura del no reconocimiento de la existencia del indígena americano, marcadamente diferente de aquella a la que obligaba el Requerimiento, es decir, la destrucción y el abandono de los ídolos, la liquidación de sus formas de vida, y la imposición compulsiva del bautizo masivo como condición sacramental de sujeción jurídica y de subjetivación moral. La estrategia y el concepto de pacificación instauraban jurídica y moralmente un orden superior. Presuponían la prerrogativa, por parte del conquistador, de imponer el sistema teológico y político «católico» en el sentido etimológico de la palabra, es decir, universal o global.
Prerrogativa absoluta que no admitía diálogo, ni negociación, ni siquiera traducción: como si se trazara por primera vez una ley sobre un desierto sin nombre ni fronteras. Era el acto mítico, ensalzado y consagrado sacramentalmente por el bautismo y gramaticalmente a través de la imposición de nombre sobre todo lo existente. Pacificación significaba virtualmente poner un orden allí donde reinaba la nada. Lo que significaba reconocer al habitante de América como un sujeto carente de civilización: «los mantenemos en paz para que no se maten, ni coman, ni sacrifiquen, como en algunas partes se hacía; y puedan andar seguros por todos los caminos, andar y contratar y comerciar».38 Es bajo esa concepción legalmente reformada que el indio recibía formal y positivamente una nueva libertad. Una insólita libertad, es cierto. La teología misionera lo elevaba a sujeto subyecto de una culpa universal y originaria violentamente impuesta en el mismo acto del bautismo compulsorio y masivo, y al mismo tiempo garantizaba su libertad como acto de fe a través del vínculo sacramental de la penitencia que lo redimía como libre-sujeto. En nombre de esta libertad precisamente el indio fue privado de su cuerpo y de sus tierras, expulsado de sus formas de vida y despojado de su memoria histórica. El nuevo principio de la interioridad cristiana lo absolvía de su comunidad originaria y le definía institucionalmente como nuevo humano: el sujeto vacío de una virtual libertad que le hacía realmente dependiente de las instancias político-eclesiásticas que lo reducían a la servidumbre y la miseria.
Toda la teoría política de Las Casas y una parte de los dominicos, la filosofía jurídica de la Escuela de Salamanca, e incluso de la independencia americana, nace de esta primera figura de la emancipación indígena, a la vez signo moderno de una nueva libertad frente a los excesos genocidas de conquistadores y encomenderos, y principio de una forma articulada y compleja de deuda interiorizada y subjetivación. Se trata de una paradójica humanización de la conquista americana. Entrañaba la sujeción voluntaria a un sistema racional que, al mismo tiempo era heterónomo y exteriormente impuesto, e instauraba una nueva libertad subjetiva que presuponía la interiorización del terror como angustia y principio de disolución del ser.39
Una nueva etapa del proceso colonizador le sucedió a este periodo transicional de interiorización de la angustia y la nada. Una etapa ni heroica ni idealista nacía a partir de la segunda mitad del siglo XVI bajo el signo de las necesidades prácticas de la organización política de las vastas colonias de ultramar. En esta etapa, el indio ya no funge como la oscura otredad sobre la que el europeo podía proyectar a discreción su propio imaginario mitológico y sus propias angustias históricas, luego de embargarles a los pueblos de América sus dioses y su lengua, sus bienes materiales y también su memoria. Ya el indio no es en este tercer momento de su sujeción colonial el moro diabólico, el adamita inocente o el judío condenado por el dios Verdadero. Tampoco era aquella conciencia inofensiva e ingenua que garantizaban los sistemas teológico-políticos de utopías trascendentes como las de Las Casas o De Quiroga. Por primera vez se reconoce al americano en su existencia real, en su resistencia enconada contra la identidad y las formas de vida que le imponía el invasor. Por primera vez estos frailes y misioneros entendieron la necesidad de explorar el imaginario indígena para penetrar en sus subestructuras lingüísticas y mitológicas con estrategias específicas de colonización interior.
Esta nueva figura de la dominación colonial cristiana se formulaba ahora como proceso de racionalización subjetiva, y transparencia sacramental y jurídica del nuevo humano americano, y como principio de control y dominio confesionales. Por primera vez se formulaba un programa expreso de reconocimiento del indígena en su realidad histórica, ética, psicológica y social, o sea, una antropología teológica con fines pragmáticos de propaganda, catequesis y transformación sacramental de sus formas de vida.
Los tratados de propaganda de doctrina cristiana y los manuales para la utilización sistemática del confesionario como nuevo instrumento de violencia psicológica sucedieron así a los tratados de guerra santa y de guerra justa. Un nuevo principio de colonización había cristalizado ante el reconocimiento del último bastión de la resistencia contra el europeo: una barrera lingüística, ética y mitológica. Se inauguraba con ello la noción antropológica, empírica, racional y moderna de reconocimiento del indio bajo el aspecto de las formas de sensibilidad frente a la naturaleza y el existente humano; los valores del mundo imaginario, colectiva e individualmente considerados; las formas que otorgaron un sentido íntimo al amor, a la familia y a la vida cotidiana; los más secretos deseos, los estratos profundos de la fantasía y la aspiración individual a la felicidad. «Aquí, pues, conviene [escribía José de Acosta en su tratado de propaganda cristiana De procuranda indorum salute] que asiente el pie el catequista, y para arrancar las últimas raíces de la idolatría del ánimo de los indios, ponga su pensamiento, su industria y su trabajo.»40
La periodización historiográfica de la colonización hispánica de América debe distinguir tres etapas, definidas con arreglo a un criterio político, militar y jurídico, pero asimismo teológico y filosófico. En la primera de estas etapas, los signos de lo terrible se mezclan con lo grandioso. Es la edad dorada de los pioneros. En ella el principio heroico heredado de la mitología caballeresca y la guerra santa fundan una identidad sustancial y virtuosa. Hernán Cortés, en su calidad de conquistador y aventurero, y de héroe y cruzado, es la expresión máxima de este momento sublime y siniestro del proceso civilizador de América. Viene a continuación un periodo cuya característica más notable es la negación radical de aquel noble comienzo heroico como un principio criminal jurídico y teológicamente inválido. Su santo y seña es la crítica reformista de la servidumbre y de la destrucción de las Indias. Su última intención es la sublimación de esa misma violencia colonial en un proceso de conversión subjetiva y comunitaria, y la subsiguiente transustanciación de la teología de la conquista como guerra justa y guerra santa, según la habían formulado las bulas papales y los tratados de Juan Ginés de Sepúlveda, en una teología de la liberación. Su gran representante es, sin lugar a dudas, Bartolomé de las Casas. En la tercera fase de la colonización americana aquella teología de la conversión cristiana de los indios se cristaliza en una concepción pragmática. Se redefinen las estrategias de propaganda de la fe y catequesis cristiana, los instrumentos de control social confesional y los sistemas de dominación sacramental de todos los aspectos de la existencia, desde la sexualidad a los medios de producción. Al conjunto de estas estrategias, a los discursos político-teológicos que las articulaban y al proceso histórico de su implantación, coronados por un progreso acumulativo de poder y destrucción, se lo puede subsumir a la categoría general de lógica de la colonización.
Por una parte tenemos la secuencia de acontecimientos históricos, el relato de las aventuras que protagonizaron la conquista, con sus signos encontrados de novela caballeresca y visiones proféticas de los infiernos, de lucha heroica atravesada por contenidos mesiánicos y apocalípticos, y también por una desordenada acción militar de exterminio. La búsqueda insaciable de quiméricas riquezas culmina en un maravilloso espíritu de misión y de conversión; y el principio de vasallaje violentamente impuesto por la reducción y las reducciones indígenas se cierra con la final transformación compulsiva del imaginario americano a través de la guerra, la tortura y la redefinición sacramental de sus formas de vida. Por otra parte, nos encontramos con la secuencia lógica que define interiormente el proceso constitutivo del poder colonial: un principio de sujeción a un orden exterior de vida; a continuación su transformación en culpa y deber moral; por fin, la redención de la esclavitud en el orden subjetivo de una conciencia vaciada de sus vínculos comunitarios y de sus memorias, y una identidad instaurada como principio subjetivador, racional y universal, en nombre del mesianismo cristiano.
El deseo de aventuras, la necesidad de escapar a las persecuciones político- religiosas de una Europa sometida a las guerras de religión y a los tribunales de la Inquisición, y, no en último, lugar el afán de riqueza, todo ello desempeñó un papel importante en el relato de la colonización americana. Pero la colonización arrancaba también de un decisivo impulso religioso. Movía el egoísmo material y la crueldad, pero también la fe. Una fe que remontaba históricamente a los comienzos de la Reconquista y al espíritu de Cruzada, y a sus héroes y sus mitos y sus sagas. La lucha cristiana contra el islam de la que surgió la identidad religiosa y la casta cristiano-española levantó los fundamentos del proceso y la suerte de la conquista americana.
La guerra divinal española, vigente, de acuerdo con Américo Castro, hasta el siglo XIX, pero cuyos signos de heroísmo y trascendencia persisten incluso en el ensayo español del siglo XX, prolongaba sus dominios sobre América. Su soberano emblema identificador, Santiago, «credo afirmativo lanzado contra la muslemia, bajo cuya protección se ganaban batallas que nada tenían de ilusorias»,41 siguió alimentando su papel unificador y glorificador en esta última etapa de la cruzada hispánica. Como en su día lo formuló Vasco de Quiroga en carta a Bernal Díaz de Luco: «que no se tiene aquello de las Indias y Tierra Firme por los Reyes Católicos de Castilla con menos sancto y justo título dentro de su demarcación que los Reynos de Castilla, antes parece que en las Yndias con mayor»,42 a saber, el título de la cruzada de la cristianización.
En su biografía de Hernán Cortés, José Luis Martínez recuerda asimismo la proximidad de las legitimaciones de la guerra santa contra los indios y el significado cristológico de su impulso conquistador y fundacional con respecto al espíritu de Las siete partidas de Alfonso X. «Por acrecentar los pueblos su fe» y «servir et honrar […] a su señor» son los dos temas dominantes en aquellos documentos, asimismo recurrentes en las estrategias legitimadoras de la Conquista.43 Citando a Frankl, autor que suscribe, asimismo, que Cortés se revela «como el gran creyente de la idea de la poderosa monarquía social esbozada en Las partidas, como hombre de esencial orientación política».44
Solo a partir de esta continuidad política y teológica de las guerras contra el islam sobre el proceso colonizador americano es posible revelar su significado interior y su sentido espiritual. Podemos llamar lógica de la colonización a aquel proceso discursivo e institucional por medio del cual se instauró un principio de dominación y dependencia sobre las comunidades y la existencia individual del indio. Proceso que comprende la «conquista espiritual», es decir, lo que se ha llamado vaga e impropiamente «evangelización» (puesto que los breviarios, catecismos y confesionarios son, en rigor, libros doctrinarios, no libros sagrados). Las estrategias misioneras de América que comprenden desde la política sacramental hasta el sistema de impuestos eclesiásticos, y desde la propaganda de la fe hasta los sistemas punitivos de herejías, idolatrías y heterodoxias, constituyen sin duda alguna el centro axial de este discurso colonizador. La razón colonial es, en primer lugar, una teología de la colonización.
Las palabras de un Martín Fernández de Enciso declarando América tierra de promisión, potestad otorgada por Dios a España para legitimar en su nombre la apropiación de tierras y la esclavización inmediata de sus habitantes, ilustran esta dimensión teológica de la conquista.45 Las frases grandilocuentes de Sepúlveda sobre la muerte y el dolor infligido sobre indios como acto de caridad cristiana son testimonio de la misma dimensión moral de la conquista. En el mismo orden de cosas, pueden citarse las estrategias de conversión definidas por Acosta como esclarecimiento y defensa de la libertad de los indios, un concepto racional de libertad que suponía, como condición epistemológica absoluta, la abstracción o la «extirpación» de su anterior «servidumbre» a sus tradiciones y formas de vida.
Teología de la colonización definida en primer lugar por la bula Inter caetera: «ac barbaricae nationes deprimatur et ad fidem ipsam reducantur [principio de depresión y vasallaje por la guerra]; populos […] ad christianam religionem suscipiendum inducere velitis et debeatis [el objetivo de propaganda e adoctrinación subsiguiente al allanamiento militar y la sujeción política]; ad instruendum […] in fide catholica et bonis moribus imbuendum»,46 el principio civilizador, o sea, transformador de las formas de vida bajo el nuevo orden, subsiguiente al vasallaje y la conversión. Principio de vasallaje o sujeción por medio de la violencia y la guerra, de la persecución y la tortura; subsiguiente principio de subjetivación a través del bautismo compulsorio y masivo, y a través del nuevo nombre y la nueva ley que el bautismo instaura; finalmente, principio de propaganda, catequesis y vigilancia como momento supremo que confiere valores, significados, contenidos nuevos a un proceso al mismo tiempo destructivo y abstracto, brutal y sublime de sujeción y subjetivación, de destrucción y aculturación: esos son los periodos o etapas históricos y lógicos que se suceden a lo largo de la colonización americana.
27 Cf. Bartolomé de las Casas, Tratados (México: FCE, 1965) t. 2, 1279.
28 Observo esta yuxtaposición o sobreposición de campos semánticos entre palabras que hoy tendrían una diferenciada definición conceptual ya en las primeras páginas prologales del tratado de Juan de Ovando, De la Gouernacion spiritual de las Yndias (1571) (Barcelona, 1977), 129.
29 «11 de Octubre […] Ellos andan todos desnudos […] muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras […] ellos no traen armas ni las cognosçen […] no tienen algún fierro […] ellos deben ser buenos servjdores y de buen yngenjo […] y creo que ligeramente se harían chpistianos, que me pareció que ninguna secta tenjan […] 21 de Febrero […] bien dixeron los sacros theólogos y los sabios philósophos que el Parayso Terrenal está en el fin de Oriente». Cristóbal Colón, Los cuatro viajes. Testamento, ed. por Consuelo Valera (Madrid: Alianza, 1986), 63 y 194.
30 El concepto de «hallazgo» y de «descubrimiento» es cuestionado por Francisco de Vitoria en su tratado Relectio de Indis: «Pero como aquellos bienes no carecían de dueño, no pueden ser comprendidos en este título (el derecho del descubrimiento. Al principio no se alegaba otro, y con este solo título se hizo al principio Colón, el genovés, a la mar)» (Madrid, 1989), 85 y ss.
31 Esta bula define explícitamente la empresa colonizadora como cruzada, en la misma medida en que invoca a los reyes españoles a asumirla bajo el mismo espíritu que la última fase de la Reconquista: «a imitación de los reyes vuestros antecesores de clara memoria, propusisteis con el favor de la divina clemencia sujetar las susodichas islas y tierras firmes, y los habitantes y naturales de ellas reducirlos a la fe católica». Cf. traducción castellana de la bula en Las Casas, Tratados, t. 2, 1284 y ss. Cf. versión latina en Francisco Javier Hernáez, Colección de bulas, Breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas (Vaduz: Kraus Reprint, 1964), 12.
32 Después de Al-Andalus Jerusalén: tal la consigna de la Hermandad de los Caballeros de Ávila en 1172. «Aunque los papas estimaban que los españoles debían luchar con los musulmanes en España y no en Tierra Santa muchos españoles pensaban con Alfonso que una vez que se pusiese punto final a la Reconquista había que cruzar el mar para lanzarse sobre el mismísimo corazón del Islam». Cf. Derek W. Lomax, La reconquista (Barcelona: Crítica, 1984), 110. La sagrada Tenochtitlán se convirtió en el sucedáneo de la Ciudad Santa.
33 Vasco de Quiroga, De debellandis Indis, ed. de René Acuña (México: UNAM, 1988), 152-153, 155 y 177.
34 Alain Milhou, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español (Valladolid: Casa-museo de Colón 1983), 41 y ss.
35 Georg Friederici, El carácter del descubrimiento y de la conquista de América (México, 1973), 323 y ss.
36 Cf. Lewis Hanke, Estudios sobre Bartolomé de las Casas y la lucha por la justicia en la conquista española de América (Caracas: Universidad Central de Venezuela, Ediciones de la Biblioteca, 1968), 92.
37 En este sentido peca de ingenuidad Lewis Hanke al estudiar tan minuciosamente las causas de la ineficacia, en un sentido moral se entiende, de los muy eficaces Requerimientos en aspectos como la falta de intérpretes adecuados u otras dificultades técnicas de esta clase de pronunciamientos.
38 Ibíd., 100.
39 Lo que confusamente se ha consumido académicamente en las últimas décadas del pasado siglo como teoría estructuralista o posmoderna del sujeto se distingue precisamente por haber escamoteado esta genealogía de la conciencia cristiana según cristalizó primero en la teología política del apóstol Pablo o Paulo, y a continuación en la dialéctica de culpa y redención formulado por el obispo Agustín de Nipona. La crítica que aquí expongo, y que desarrollo en los siguientes capítulos, recoge dos tradiciones de la crítica moderna de la teología cristiana: la de Nietzsche, fundada en una genealogía de la culpa y la redención, y en la ablación cristiana de la historia y la ética del pueblo judío, y la crítica de Marx al principio sacramental de constitución de los objetos en la sociedad capitalista. Subrayo este trasfondo ante la censura de la que fueron objeto las dos ediciones de este libro por parte de la escolástica estructuralista anglosajona y del nacionalcatolicismo hispánico.
40 José de Acosta, De procuranda indorum salute (Madrid: I. G. Magerit, 1952), 460.
41 Américo Castro, La realidad histórica de España (México: Porrúa 1965), 357. Sobre la continuidad de la cruzada hispánica contra el islam y la conquista puede consultarse una interpretación clásica, de 1925, como la de Friederici, El carácter…, 331 y ss.
42 Carta del 23 de abril de 1553. Reproducida en Marcel Bataillon, Estudios sobre Bartolomé de las Casas (Barcelona, 1976), 269.
43 José Luis Martínez, Hernán Cortés (México: FCE / UNAM, 1990), 195.
44 Victor Frankl, «Hernán Cortés y la tradición de Las Siete Partidas», Revista de Historia de América núms. 53-54 (junio-diciembre de 1962), 73. Citado por Martínez, Hernán Cortés, 196.
45 Cf. Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América (Madrid, 1988), 49, la comparación de España con el pueblo de Israel.
46 Bula del 4 de mayo de 1543, en Hernáez, Colección de bulas…, 13 y ss.