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ОглавлениеLAS ALTAS CULTURAS AMERICANAS, EL OCCIDENTE CRISTIANO
En las sierras que rodean el valle de San Cristóbal, una región incrustada en el centro de la alta civilización maya, hoy estado mexicano de Chiapas, visité recientemente una aldea campesina, San Juan de Chamula, muy célebre y frecuentada por los investigadores de antropología. Rodeado de suaves montañas, coronadas todavía por manchas de selva, el pequeño poblado se extiende a lo ancho de un dulce valle de tierra húmeda y verde, aparentemente fértil. Aquí y allá se ven pequeñísimos campos de cultivo, y alguna mujer india, como perdida por los caminos, cargando siempre con algún niño, y vigilando con ausente mirada el miserable rebaño de unas enjutas ovejas. El pueblecito reúne todas las condiciones para celebrar un paisaje pintoresco y bucólico. Una iglesia de austeras proporciones barrocas y vivos colores, las cuatro calles radiales que acuden a su plaza principal y el ritmo alegre de una multitud de casitas y tejados cierran, con los bosques y colinas verdes y los valles circundantes, un apacible panorama.
La vida que puebla este idílico entorno no tiene, sin embargo, nada de pacífica. Cuando llegué al centro de la aldea me asaltó una mezcla de horror y repugnancia. La multitud apretada de indios, provenientes de sus alrededores, exhibía su precaria existencia en un miserable mercado que se extendía sin orden en la gran explanada de la iglesia, protegida y flanqueada por vigilantes cruces monumentales. Carnes crudas de olores agrios, frutas raquíticas y maceradas por el calor, aquí y allá alguna escuálida gallina, el humo picante de sartenes con empanadas y tortillas, algunos ananás de colores ajados, una inmensa suciedad y las huellas de una miseria centenaria en los rostros de aquella gente era todo lo que se podía ver y sentir.
Luego descubrí otra realidad preciosa y preciada: la que al fin debía legitimar la pequeña expedición de antropología turística de la que yo formaba parte. El brillo en los ojos de aquellas personas o las huellas de una profunda espiritualidad en sus rostros, los pequeños gestos de las campesinas cerrando herméticos espacios interiores con sus agazapados cuerpos, el andar orgulloso de unos jóvenes atléticos que parecían dibujar signos de un arcaico poder de caciques y principales, hablaban de ese otro universo. También se percibían los signos de un refinamiento estético en los colores de sus vestidos, en las finas telas que bordaban para los turistas o en los rasgos dibujados en sus rostros, con la expresión de un origen remoto, impenetrable y oscuro.
Seguí mis pasos. Como mucho más no había que ver para el efímero visitante que yo también era, me dirigí hacia la iglesia sin mayores expectaciones. Cuál no fue mi asombro. San Juan de Chamula es una cita obligada de todos los antropólogos de las universidades estadounidenses y europeas que estudian el mundo cultural de las altas civilizaciones de la América precolombina. Más de un centenar de tesis doctorales, según me ha contado un experto en el asunto, constituyen el testimonio académico del singular fenómeno de sincretismo religioso y de una especie de recuperación archivista de las memorias culturales de los pueblos condenados.
«Aunque estas capillas […] puedan parecerse a sus contrapartes en comunidades no-indias […] ellas siguen siendo receptáculos de [su] historia, donde hombres y mujeres indias pueden seguir dirigiéndose a sus santos con el mismo lenguaje con el que sus abuelos adoraron a un dios nuevo y vengativo hace aproximadamente unos cinco siglos»,1 había leído al respecto de otros poblados mayas y a modo de conclusión en un detallado análisis. Me encontraba, por consiguiente, ante una cita viva de un pasado en estado puro. «Supervivencia de ciertas tradiciones antiguas de los mayas […] movimientos indios de revitalización religiosa»2 rezaban otros testimonios etnohistóricos de estas culturas.
Llegué al portal. Antes de atravesar el umbral de la iglesia dirigí una rápida mirada a la explanada soleada del mercado. Desde aquel punto privilegiado de mira, el poblado encerraba una misteriosa belleza. Las colinas suaves y las manchas de selva graciosamente desperdigadas por los valles rodeaban a un enjambre de humildes casitas campesinas que trazaban ritmos desiguales en torno a las cuatro calzadas principales del pueblo. Los tejados de esas casitas brillaban al sol con los colores y texturas de las tres culturas mexicanas: los techos autóctonos de paja, las tejas mediterráneas, con sus juegos tonales rojizos contrastando la luz blanca del sol, y el azul y el verde, y, por fin, los modernos tejados de zinc, con su agresivo brillo metálico.
En el interior de la iglesia me esperaba otro paisaje sobrecogedor. Una masa densa de incienso, con su olor dulce amargo, las figuras geométricas que sobre el suelo dibujaban complejas hileras de velas encendidas como si se tratara de una sagrada geometría de fuego, cantos monótonos envueltos en los olores de la parafina y el incienso, gentes que parecían de otro planeta… Algunas mujeres repetían sus genuflexiones contra el suelo, cubierto de hojas y flores secas. A su lado, niños retozando o llorando. Se veían hombres echados o acurrucados entre el mobiliario arrinconado de cruces, cuadros ruinosos de vírgenes y santos, bancos partidos, oratorios cubiertos de miseria, y, aquí y allá, los humeantes incensarios de barro cocido que exhibían la misteriosa figura arcaica de un búfalo. El espectáculo recordaba en cierta medida las descripciones dantescas del purgatorio, pero tenía también algo de la atmósfera pesada de una ópera wagneriana.
Algunos feligreses yacían sobre el suelo, semidormidos. Parecían ebrios. Habían pasado la noche inmersos en sus ritos y oraciones, y prolongaban sus oblaciones a lo largo de todo el domingo. El murmullo lento de los rezos comunitarios, su regular ritmo y su pesada monotonía se acompañaban de la música de una singular orquesta, compuesta por una docena de hombres que respectivamente interpretaban el acordeón, el arpa, la guitarra y la maraca. El coro de las oraciones y los instrumentos creaba una atmósfera serena, aunque densa, embriagadora y narcotizante al mismo tiempo, que los fuertes olores quemados intensificaban.
—¡Ver eso le hace a uno bien en el corazoncito! —me murmuró una antropóloga muy joven de la Ciudad de México, de risueñas facciones, dulces y aniñadas, mientras acompañaba la frase con el gesto de una suave picardía seductora. Sonreí. Inmediatamente inquirí a un jesuita mallorquín de las misiones indígenas del Paraguay, que venía en nuestra comitiva, sobre su conocimiento de la situación político-eclesiástica local.
—Simple problema técnico —me aclaró—. El pueblito está lejos de la capital, no había modo de mandar a un sacerdote y la Iglesia perdió el control.
Y añadió con una afable expresión: «el obispo es un lascasiano».
La creencia religiosa ha proporcionado a este pueblo un ventajoso lugar desde el que hacerse con parte del stock de su propio pasado. Las tradiciones religiosas representan el cuerpo de una experiencia compartida cuyos orígenes pueden encontrarse en el mensaje de Las Casas, según el cual, la fe en Dios está inextricablemente unida a la libertad de dominación.3
El escenario parecía abrir una puerta a los más exaltados sueños de una fe llamada a abrazar la causa de una determinada libertad, «salvación a través de la devoción colectiva», llama precisamente el mismo autor al radical principio teológico de destrucción de las formas de vida, de colonización espiritual y de dependencia institucional de esos «indios».4
Era ciertamente fascinante, mágico, seductor. Desde el atrio se dominaba la amplia nave única sostenida por grandes ojivas. Aunque de forma rudimentaria, aquel recinto mostraba un elemento fundamental de la arquitectura gótica europea: el espacio celeste generado por la luz cenital al descender por los grandes ventanales. La luz blanca y azul se mezclaba con los colores cenicientos de las velas y los inciensos generando una visión fantástica. Me sentía físicamente en el medio de un espacio arquitectónico del más allá.
Junto a las paredes se amontonaban en caótico tropel las citas del olvidado credo romano: algún retablo, un arruinado confesionario, la imagen perdida de algún santo, restos de un altar derrumbado. Cerca de los santos precisamente se concentraban en riguroso orden los jóvenes más apuestos y engalanados de aquella nutrida población indígena. Estos desplegaban cuidadosamente manteles bordados que allí mismo planchaban con enfática gesticulación ritual. Luego vestían a los santos en medio de susurros, oraciones y cantos. El altar mayor, el centro sagrado de la autoridad, había desaparecido. Quedaba solo un vetusto retablo que mostraba carcomidas escenas bíblicas por todo testimonio de la rudeza iconográfica de la propaganda de la fe en tiempos virreinales y posvirreinales.
Entre la nutrida audiencia podían verse ancianos de miradas hoscas y profundas arrugas, abiertas como surcos de la memoria en un rostro que había perdido la voz. Había también mujeres encorvadas sobre su tronco, cerrando apretadamente los brazos en torno a su regazo, siempre con algún niño a cuestas, como protegiendo con él un último espacio real de salvación en el interior de su propio cuerpo. Ellas me recordaron las expresiones de ternura, angustia y terrenalidad de Käthe Kollwitz, por mencionar una cita de mi propia memoria religiosa europea. Había también jóvenes de noble porte interpretando sus instrumentos con ostensible conciencia de su adquirida importancia social y cultural. En todos ellos se sentía la expresión de una religiosidad profunda que parecía querer restaurar, en medio de aquella miseria, el orden perdido de un cosmos, ya irreconocible, con sus gestos de adoración dirigidos ora hacia la tierra, ora hacia el cielo.
—¡Aquí tiene usted una expresión de religiosidad popular! ¡Se ha abolido la burocracia de la fe! —le espetó con ademán risueño un notable antropólogo brasilero al jesuita que me acompañaba.5 Me dejé seducir por su mirada brillante bajo dulces cabellos canosos.
El escenario en cuestión era impresionante. Todos los sentidos intervenían en su fenómeno acústico, olfativo, táctil y visual. Aquellos ritos, rezos y cantos eran, al fin y al cabo, la expresión auténtica y profunda de una comunidad y una memoria cultural que había resistido a siglos de opresión y persecución cristianas. Eran también el testimonio de una precaria existencia social, de violencia y miseria impuestas, de despotismo caciquil y opresión política. En fin, estábamos presenciando una verdadera obra de arte total.
Recordé vagamente las cartas de Antonin Artaud en México. Los mitos que están en proceso de resucitar. «La Conquête Espagnole a détruit du jour au lendemain des Mythes dont les forces n’avaient pas fini de croître […] Or les dieux d’une culture foudroyée, je pàrle de la culture maya toltèque […] je veux croire qu’ils se préparent à renaître mais d’une vie encore plus rapace et concentrée.»6
La herencia de cinco siglos de destrucción colonial, y de explotación y expolio continuados, era algo que no podía olvidarse fácilmente ante aquel espectáculo de desolación. Pero en el fervor, en la íntima y original religiosidad que permitía sobrevivir a aquella comunidad podía percibirse algo tan emocionante como el renacimiento de un antiguo dios.
Con todo, la visión no resultaba del todo inusitada. En aquellos rezos de una religión ignota, dirigidos a dioses perdidos y a un cosmos de todos modos irrecuperable, se traducía por lo menos algo del genio apocalíptico que ha invadido algunos de los testimonios artísticos destacados de nuestro tiempo: el expresionismo internacional de los años ochenta; los dramas y los espacios dramáticos de Juan Rulfo con sus fantasmagorías espectrales de seres, sin embargo, de este mundo; el cosmos religioso del cine expresionista de la época de Deus e o diabo na terra do sol de Glauber Rocha, por citar algún ejemplo. En fin, en modo alguno podía decirse que la extraña y fantasmagórica congregación estuviera muy lejos del espíritu de nuestro tiempo, aquel que invade las performances de signo a la vez sagrado y nihilista en nuestras más sofisticadas galerías de arte.
Se podían leer en aquel recinto religioso ciertas trazas de una situación humana límite, al borde de la supresión de la existencia, determinados matices de una visión catastrófica del cosmos, algo del gesto desesperado por asirse a una memoria cultural mil veces destruida por el proceso de uniformización modernizadora que significaron ayer la conversión cristiana y hoy la conversión político-económica de todos estos pueblos al margen de la historia y sus grandes discursos.
Yo venía acompañando a una comitiva variopinta de representantes indigenistas, antropólogos, altos funcionarios del gobierno mexicano y de la ONU, un par de mercenarios del Quinto Centenario español, periodistas y algún freier schriftsteller más o menos intruso como era yo mismo. Al llegar a la iglesia algunos de ellos se habían sentado prestos en el suelo, no se sabe si compartiendo solidariamente o avasallando impunemente el espacio sagrado de los otros, pero con ademán de haberlo entendido todo y mejor que nadie, y desde el primer instante. Algunos mostraban una aquiescencia pueril hacia aquellos ritos de tonos sombríos, insensibles de buena fe a los presagios de destinos terribles que al fin y al cabo encerraban. Uno de los miembros de la comitiva, filósofo catalán por más señas, se desabrochó la camisa, se ató una cintilla de mercería en la cabeza y se quitó extasiado los zapatos para sentir en el fondo de su alma mediterránea los ecos ocultos de edades del bronce o los ritos montañeses de los adustos poblados íberos. Una nota de ridículo empañaba acremente su pretenciosa imbecilidad.
Que una mirada europea pretenda saltar de inmediato a un mundo ajeno, sin tener en cuenta que la distancia y la incomprensión son siempre y a pesar de todo lo que define constitutivamente su mirada, resulta bochornoso. Siempre, claro está, que la tierna mirada no esconda, al mismo tiempo, una intención amenazadora, seguida de la consabida conciencia trágica. Fue y sigue siendo efectivamente amenazadora esta clase de miradas en los gestos y gestas de misioneros y soldados del periodo colonial y poscolonial. Si hoy resulta penosa es porque de alguna manera intuimos que la visión efectiva que la civilización posindustrial ha construido sobre estos márgenes de su logos civilizador es la de una indiferencia académica, que en los países anglo y francoparlantes está mezclada con una inconfundible arrogancia paternalista.
Traté de dirigir mis pasos a otro lado del recinto de la iglesia y mis confusos pensamientos se concentraron de repente en un solo punto: aquel escenario encerraba, sin lugar a dudas, un cierto momento positivo como resistencia y efectiva ruptura con el poder normativo sobre las conciencias y sus representaciones que la Iglesia católica había protagonizado en América Latina desde los primeros días de la Conquista. Por la pequeña grieta abierta en la arquitectura del poder que había sometido sus conciencias entraba ahora la repentina, pero apagada luz de una memoria oscura y de un remoto pasado. Cita inmensa de una conversión en ruinas, quizá de un proceso colonizador fracasado incluso o precisamente en sus aspectos fundamentales y fundamentantes: su constitución espiritual y teológica. Cita del fracaso de un proceso colonizador que solamente ha precedido en América Latina el hoy manifiesto colapso de su proyecto modernizador. Frente aquel espectáculo ambiguo no había lugar ni para grandes ilusiones, ni pequeñas esperanzas. Eran demasiado violentos los estigmas de la opresión; y resultaba demasiado violenta la decadencia de un pasado sin duda maravilloso, pero definitivamente acabado. No podía imaginar, frente al escenario tosco y acre de aquella iglesia y aquel mercado, las escenas floridas y multicolores de mercados y templos que describía Bernal Díaz en sus crónicas novohispanas. Lo que tenía frente a mis ojos era un auténtico teatro de mestizaje y de sincretismo culturales, de integración maravillosa del pasado y el presente en el marco de una estrategia simbólica de resistencia. Pero era también una situación degradada que afectaba visiblemente a las formas de vida, a las capacidades de expresión artísticas y a las formas de organización comunitaria. Se trataba, en fin, del descarnado espectáculo de un pluralismo simbólico y de diferencias culturales posmodernistamente exaltadas, junto a las persistentes formas autoritarias y destructivas de dominación que han distinguido la historia hispanoamericana, bajo su forma teocrática en el marco de la Conquista y bajo su figura secularizada por la racionalidad capitalista.
Al fin y al cabo, no puede hacerse abstracción del continuado proceso de destrucción de la que estas comunidades son herederas. No puede olvidarse el legado de las encomiendas, la esclavización y la prostitución que precedió a este mestizaje genético y cultural latinoamericano. No se puede olvidar la cualidad primitiva del poder colonial español en Chiapas, ese poder de farsantes y mentecatos que se jactaban de orígenes nobles y se enorgullecían de su casta, como recuerda Henri Favre en su historia social de los mayas. Ni pueden dejarse de lado las vicisitudes de lo que este mismo autor llama el «segundo sistema colonial» implantado el día después de la independencia. Tampoco puede omitirse, en fin, el permanente despojo de tierras a expensas de estas comunidades, y las características estrechamente limitadas de una reforma agraria cuyos miserables privilegios están amenazados de muerte por la violencia gubernamental y paramilitar, el narcotráfico y el caciquismo, las misiones de reevangelización reformada y la propaganda política del propio gobierno.7 Ya no quise ver más. Regresé sobre mis pasos con un sentimiento de asfixia que los olores picantes de la miseria y la parafina seguían atizando. Por el camino hacia el atrio me tropecé todavía con un último personaje que me había llamado la atención días atrás. Tenía un rostro afable y su expresión era juvenil, no obstante las canas que flanqueaban sus sienes. Hablaba perfectamente el castellano, con un ligero acento caribeño, y expresaba en sus opiniones esta mezcla de valores comprendidos entre la racionalidad puritana y esclarecida de la cultura anglosajona y una tardía familiarización con la sensualidad y plasticidad de las culturas latinas.
—Alguien sentenció que la religión es el opio del pueblo —comentó aquel periodista estadounidense en un tono entre cínico e ingenuo.
Al salir de la iglesia ya se veían, aparcados a un lado de la gran explanada, varios autobuses turísticos. El sincretismo religioso y el ritual antropológico-social era también un espectáculo para el entretenimiento de las clases medias nacionales e internacionales. Se habían prohibido las cámaras fotográficas, para disimular la espectacularidad de la fiesta con su carácter irreproducible e irrepetible, y recobrar con ello misteriosamente el simulacro de su aura.
1 Robert Wasserstrom, «Conclusions», en Class and Society in Central Chiapas (Berkeley, Los Ángeles, Londres: University of California Press, 1983), 251.
2 Victoria Reifler Bricker, The Indian Christ, the Indian King. The Historical Substrate of Mayan Myth and Ritual (Austin: University of Texas Press, 1981), 176 y 169.
3 Wasserstrom, «Conclusions», 240.
4 Ibíd., 244.
5 Darcy Ribeiro.
6 Antonin Artaud, «Le Mexique et la civilisation», en Oeuvres complètes, vol. 8 (París, 1971), 162.
7 Henri Favre, Cambio y continuidad entre los mayas de México (México, 1984), 47-48, 63 y ss., y 72. No puede reconstruirse religión, formas de vida, economía, sociedad haciendo abstracción de las condiciones históricas de su destrucción y colonización continuadas, como hace por ejemplo Gary H. Gossen en su estudio sobre la sociedad de Chamula. Chamulas in the World of the Sun (Cambridge: Harvard University Press, 1974).