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LA INTERNACIONALIZACIÓN DEL NUEVO MUNDO

Organizada por la gobernación de San Cristóbal de Chiapas en el marco de un seminario internacional, la visita a la aldea de San Juan de Chamula quería mostrar las ventajas de las que en aquel estado gozaban las comunidades autónomas de los campesinos indios, hasta ayer amenazada por masacres concertadas por el gobierno y la liberalidad magnánima de la Iglesia. La razón obvia de esta prueba de tolerancia es el continuado relato de asesinatos, desapariciones, persecuciones y avasallamientos que en aquella preciosa región se practican con cierta impune regularidad y secreta connivencia administrativa desde ancestrales tiempos. El seminario en cuestión se titulaba Amerindia hacia el Tercer Milenio. Su objetivo no menos pretencioso era una reflexión pública sobre la situación de cuarenta millones de indios a las puertas de lo que a la sazón se prometía en las escenografías mediáticas globales como un New International Order. Estábamos en junio de 1991.

Ciertamente el tema de la discusión ensanchó su espacio temático. La situación del indio americano se abordó desde su evolución a lo largo de su historia moderna, y bajo el aspecto de las identidades culturales, históricas y políticas de América Latina. Se debatió su presente y su futuro frente a los problemas derivados del desarrollo tecnológico y de la expansión de los medios de comunicación. La destrucción de sistemas ecológicos y ecosociales, y de la redefinición de las estrategias geopolíticas a escala planetaria fueron aspectos asimismo cuestionados en la reunión.

Había inaugurado la sesión Miguel León-Portilla. Este célebre estudioso de los universos precoloniales de América no tomaba la palabra a título de escritor, ni en calidad del filósofo y poeta que llega a ser en algunos de sus textos de interpretación y restitución de los saberes antiguos de México. Tampoco habló como el historiador de «los vencidos». Ni como antropólogo. Más bien actuaba como embajador y funcionario de la UNESCO. En sus palabras, y al igual que en la de muchos otros especialistas allí congregados, yacía de manera incipiente la exigencia intelectual y ética de una revisión crítica de la historia americana. Hablaba insistentemente de resistencia indígena, de memoria de la represión americana, de la historia de los diversos proyectos de suavización de las condiciones políticas y económicas de las comunidades indias impuestas por el orden colonial primero, y por los poderes de la independencia algo más tarde.

El discurso de León-Portilla citaba los viejos y persistentes dilemas de la destrucción, la violencia, la explotación y marginación de las culturas históricas americanas. Pero soslayaba, al mismo tiempo, la confrontación con el centro sagrado de la cuestión: el proceso colonizador, la destrucción de la memoria histórica, la cristianización violenta como sistema de eliminación de las formas de vida socialmente definidas, y con ellas, sus medios artísticos y religiosos de expresión. También eludió el antropólogo mexicano el problema de la violencia como factor permanente de la modificación de la conducta del indio, por expresarlo en términos de un cierto behaviorismo social. León-Portilla sorteó con agudeza las circunstancias materiales y culturales que impiden, tanto hoy como ayer, la integración del indio en las modernas sociedades americanas como parte configuradora de sus realidades culturales, y evitó cuidadosamente la candente cuestión de las tierras comunales.

Todas esas cuestiones, relacionadas con el proceso colonizador y que exigían por tanto su definición conceptual, las eludía con metáforas y figuras elusivas el prestigioso embajador. Guerra contra gentiles, conquista, reducción, pacificación, colonización, todo ese proceso histórico era reformulado bajo los términos más ambiguos o simplemente eufemísticos de «injerto cultural» o de «trasplante», y a lo sumo como «imposiciones de otras culturas».8 Ni siquiera sugirió León-Portilla la peculiaridad histórica de la colonización lusohispana de América, su significado como cruzada y el consiguiente proceso de uniformización compulsiva de las formas de vida, de los sistemas de reconocimiento de lo real, y las representaciones y creencias que al fin y al cabo subyacen a la modernidad americana a modo de fundamento tectónico.9

En su lugar, León-Portilla esgrimió categorías como «matriz milenaria americana» y «cultura originaria» de Amerindia. Principios suntuosos que el embajador exaltó con un entusiasmo que recordaba la retórica milenarista de Vasconcelos sobre una raza matriz y heroica, y de envergadura cósmica, aunque los tonos de que hacía gala el antropólogo fueran mucho más suaves y parecieran más sensatos. Entre otras cosas ya no hablaba este antropólogo en nombre de los vitalismos fundamentalistas de comienzos de siglo. Más bien esgrimía el credo más persuasivo de una estrategia universal de diferenciación regional y regionalista, asimismo fraguada por los nacionalismos europeos que renacían en el panorama militar de la Europa de fin de siglo.

Al mismo tiempo, el discurso de León-Portilla contemplaba una perspectiva política y pragmática para el dilema antropológico, social y económico del indio americano. En sus argumentaciones trataba de integrar la resistencia indígena en el orden del Estado nacional bajo los floridos colores de un nacionalismo panamericano e indigenista. Identidad india y principio constitutivo de un poder nacional. El indio como representación simbólica de rasgos monumentales y significados heroicos que ocultan dimensiones sombrías.

El problema de la identidad de la América hispana está indisolublemente ligado al continuado proceso de destrucción de sus culturas, sus lenguas y sus memorias históricas. Es asimismo inseparable del sistema cultural exterior de dominación colonial y sus refundiciones modernizadas, que solo podían y solo pueden asentarse sobre aquella condición negativa: la desintegración de las culturas originales de América y la lenta pero consistente eliminación de sus memorias. Ciertamente, la identidad es también un dilema irresuelto desde la independencia de las naciones iberoamericanas, en la misma medida en que su discurso dejó incuestionadas las raíces históricas de su violencia fundacional.10

Interesante era, sin embargo, la perspectiva bajo la que León-Portilla exponía su programa simbólico de una identidad indoamericana: no la historia y el discurso de la emancipación colonial, y menos aún la memoria de una resistencia que de hecho comienza el mismo día en que los europeos tomaron posesión de América. Tampoco planteaba lo que constituye la condición lógica de la identidad de lo moderno: la supresión de formas de vida, el vaciamiento de la memoria histórica, y la violencia colonizadora y epistemológica que define este proceso negativo. Su objetivo lo constituía más bien aquel mismo ideal doctrinario de identidad en el que se fundaron los nacionalismos europeos del siglo XIX. Esta identidad europea moderna que se ha sustantivado a espaldas y contra la memoria histórica, contra su propia riqueza espiritual ligada al mundo espiritual islámico, al misticismo hebreo y a los mitos paganos, y al África y las culturas orientales. En fin, el antropólogo mexicano y la conciencia más retrógrada de la ciudad letrada latinoamericana era incapaz de reconocer la constitución de esta identidad moderna como la imposición de un modelo abstracto de pensar y de ser exterior y ajeno a la historia espiritual de América que representan obras como las de Rulfo, Asturias, Roa Bastos, Mario de Andrade o Arguedas.

Sin embargo, León-Portilla ya solo recogía la problemática de esas identidades amerindias en su etapa tardía y decadente: la etapa de las identidades regionalistas sujetas a la figura de la moderna razón instrumental, capitalista y burocrática, y el proceso de uniformización social y política hemisférica que ha entrañado. Implícita e inconscientemente se podía medir en sus palabras la crisis americana como una continuación de la crisis de la sociedad industrial y sus valores universalistas. Pero se sentía palpablemente que quería por todos los medios cerrar las puertas de la conciencia latinoamericana a la reflexión filosófica sobre el proceso colonizador de América, los efectos devastadores que ha traído consigo la llamada modernización. Con una visión mucho más elocuente y clara, aunque ciertamente incómoda, el intelectual mexicano Roger Bartra había reflexionado y formulado este mismo dilema latinoamericano: «Quienes se niegan a ver la inmensidad del desastre que significa el fin del mundo indígena antiguo suelen ser poco más que beatos descubridores del buen salvaje y espeleólogos indigenistas que quieren entonar un De profundis burocrático para apuntalar el maltrecho mito del nacionalismo revolucionario».11

Identidad versus memoria. Identidad como simulacro. Identidad como compensación y ocultamiento de un proceso efectivo de racionalización y uniformización de las formas de vida que afectaba también al indio como zona residual del desarrollo capitalista. Inconfesada o inconscientemente se reproducía por boca del famoso antropólogo mexicano el mismo perspectivismo que los misioneros del siglo XVI llevaron al Nuevo Mundo por todo legado espiritual: la conciencia de una crisis de los valores del cristianismo europeo, que iba a sanar sus heridas en la promesa apocalíptica de una conversión de millones de seres humanos.

La tesis de León-Portilla rezaba: «un mundo en acelerado proceso de globalización». Se refería ciertamente al mundo de la civilización industrial y de las culturas metropolitanas dominantes, y a las estrategias político-económicas definidas a partir de su expansión tecnológica y financiera. Al igual que los misioneros de antaño, el antropólogo elevó aquella situación específica a principio y modelo universales. Frente a esta uniformización, el antropólogo elevaba la antítesis: Amerindia, el elemento arcaico y primordial de una «cultura originaria», la cultura de la América precolombina.

Había en las palabras de este antropólogo-embajador un cierto aire melodramático. Su defensa de una identidad originaria tenía no sé que de mito mediáticamente reciclado. En su nombre se acabaría redimiendo también a las naciones iberoamericanas de su fatal colonización, igualación u homologación cultural bajo los parámetros de una modernización violenta, cuyas premisas por supuesto nadie deseaba analizar y mucho menos poner en cuestión. Tal parecía ser el mensaje subliminal de su sermón. Entre la fatalidad de una racionalidad forzada y la recuperación simbólica del pasado indígena, el antropólogo acababa anunciando el «renacer cultural» de Amerindia.12 La gran victoria final.

Esta perspectiva no partía en realidad de una supuesta cuestión indígena, sino de la misma crisis de las culturas históricas europeas tal como ha sido sentida y expresada en su literatura, en las artes y en el pensamiento filosófico desde los mismos comienzos de la cultura metropolitana e industrial, a mediados del siglo XIX. Su real punto de partida es el malestar en las culturas históricas europeas derivado de su propia racionalidad civilizadora, de la ausencia de un verdadero proyecto histórico y de su crisis de identidad. La producción técnica, y con ella los valores de la racionalidad económica, se imponen en la moderna civilización industrial como una segunda naturaleza y como una norma universal de vida. Bajo estas circunstancias, la filosofía europea se había preguntado, desde Nietzsche, Tönnies, Simmel o Spengler, por el significado de la destrucción y decadencia de las formas históricas de vida. La teoría crítica de Horkheimer y Adorno había formulado también este dilema, tras la primera guerra mundial y a raíz de los conflictos que ella despertó entre internacionalismo democrático y nacionalismo fundamentalista y autoritario, como un aspecto central del conflicto entre las democracias europeas y el progreso capitalista.

A partir de la segunda guerra mundial, el filósofo francés Paul Ricoeur volvió a plantear el asunto: la pérdida del núcleo socialmente integrador de las culturas, aquel que es capaz de dar expresión a su libertad y capacidad de desarrollo, y al mismo tiempo encierra sus potencialidades de adaptación autónoma a las exigencias del tiempo.


El fenómeno de universalización, al tiempo que un avance de la humanidad, constituye una especie de sutil destrucción, no solamente de culturas tradicionales, lo cual no tiene que ser necesariamente algo irreparablemente erróneo, sino también lo que se podría llamar el núcleo creador de grandes civilizaciones y culturas, ese núcleo a partir del cual somos capaces de interpretar la vida, en lo que desearía llamar por lo pronto el núcleo ético y mítico de la humanidad.13


Este proceso reductivo e igualador, inscrito en la propia racionalidad de la civilización occidental moderna, plantea necesariamente una última pregunta: ¿cuáles son las consecuencias derivadas de la destrucción de estos núcleos espirituales? ¿Qué medidas o estrategias pueden adoptarse para frenar este proceso igualador de consecuencias empobrecedoras? Interesante resulta en este sentido la aportación contemporánea de Ricoeur: «¿Cómo devenir moderno y regresar a las fuentes originarias?».14

La perspectiva que abrazaba un intelectual como Ricoeur resulta hoy tan clara como necesaria: asumir los avances de la civilización técnica y de la racionalidad científica y, al mismo tiempo, reformular los fundamentos éticos de las civilizaciones.15 Pero Ricoeur dejaba de lado en su análisis dos aspectos fundamentales: uno conceptual, el otro histórico. El primero tiene que ver con lo que denominó el núcleo ético y creador de una civilización. Sabemos, y por una definición particularmente preciosa de este proceso creador, a la vez individual y colectivo, debida a las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller, que ese núcleo tiene que ver con formas, valores, símbolos, mitos, y con una memoria histórica colectiva; por medio de la cual la existencia humana, individual y socialmente considerada, confiere una forma al universo que le rodea y participa con ello de un mundo espiritual. Pero debe subrayarse un aspecto importante: todos estos valores y formas culturales, por abstractos que lleguen a ser, ya se trate de una concepción de la armonía cromática o musical, de las formas de la cultura amorosa o los mitos de la creación, no existen como elementos separados de la relación social con la naturaleza, de las formas de vida comunitaria o de las formas de producción.

El segundo problema reside en la propia historia y, por consiguiente, en nuestra memoria del proceso uniformador y destructor de civilizaciones y culturas. Esta destrucción no es solamente el resultado de una industrialización implantada a menudo violentamente en el orbe entero; ni es siquiera la consecuencia de una «cultura científico-técnica» que por doquier impone sus valores de cálculo y eficacia, y de una omnipotente racionalidad formal. Semejante expansión del sistema industrial parte al mismo tiempo de un principio interior de universalidad y ha sido formulado históricamente, antes de constituirse en una fuerza política, económica y aún militar, como un concepto filosófico, teológico y teológico-político de emancipación o de salvación. Se trata de la pureza trascendental del sujeto moderno. Es la constitución de un principio de identidad que en su misma formulación epistemológica y científica se ha vaciado de sus componentes históricos y sociales. Es el sujeto teológica y políticamente exiliado de su comunidad real, de su núcleo ético y de su memoria histórica. El Yo vacío inherente al racionalismo cartesiano y de la ética loyoliana que le precedía. Y el problema de la no-identidad y de la pérdida de carácter, de la homologación y homogeneización de las culturas históricas en el seno de la civilización industrial es inseparable de la constitución del sujeto moderno, según lo definió el idealismo trascendental de Kant y la teología política del apóstol Paulo. Se trata de la constitución filosófica, jurídica y teológica del «alma» moderna, de la «interioridad», del Yo como principio racional de dominación ajeno y enajenador de cualesquiera formas de vida, exiliado de la comunidad y la naturaleza, y opuesto a ellos como un principio intelectual de dominación, es decir, como un principio colonizador en el más elemental de los sentidos. Son, no en último, sino en primer lugar, sus antecedentes político-religiosos: el ideal misionero de subjetivación; el principio cristiano de redención que despoja al alma exiliada de su comunidad y su memoria, y de sus subsiguientes reformulaciones y refundiciones humanistas a lo largo del siglo del Renacimiento europeo.

De ahí también que el discurso de la colonización que recorre el proceso social de esta pérdida de realidad solo pueda comprenderse conceptualmente a partir de la mutua interacción de la conquista y construcción del «continente vacío», a través de esa «fortaleza vacía» que es el sujeto moderno: de su principio radical de abstracción y trascendencia, y de su consiguiente vocación universal de dominio. Ambas perspectivas, la expansión colonial del Occidente cristiano entendida como proceso indefinido de una homogeneización violenta del planeta, y la constitución de un sujeto de la dominación que paga la extensión universal de su potencia al precio de su vaciamiento individual y colectivo, son inseparables. Por eso es un error, profundamente arraigado en las culturas europeas y cabalmente formulado por la filosofía hegeliana, contraponer el reino sublime del espíritu subjetivo, como principio de libertad, a la positividad siniestra de la conquista de nuevos territorios de ultramar. Es un error contraponerlos como un romantizado mundo interior de ensoñadas riquezas espirituales, frente al mundo real de las rapiñas coloniales de oro y esclavos. Ambos momentos son cultural y filosóficamente diferentes; y ambos se combatieron militarmente en las guerras de religión europeas del siglo XVI como espíritu cristiano de la Reforma contra el catolicismo dogmático y contrarreformista. Pero ambos se contrapusieron entre sí como las dos caras de uno y el mismo proceso civilizador.

Ricoeur, entre muchos otros, señaló el conflicto inherente al discurso del progreso en su forma contemporánea: conflicto de un progreso cuyo sentido universal carece de contenidos simbólicos y de un auténtico significado ético y, por tanto, de una fuerza creadora capaz de generar nuevas formas de vida a partir de sí misma. En última instancia, se trata de un progreso amenazado por su propio carácter formalista, su insustancialidad e insostenibilidad. Nunca podría ponerse de manifiesto con mayor evidencia esta aporía de la razón y la historia modernas que en el panorama actual precisamente. Por una parte nos encontramos con una sociedad colonizada con todos los estigmas del expolio y la destrucción de sus memorias y formas históricas de vida; por otra, con una civilización metropolitana que ha tenido que vaciarse de su propia memoria para poder asumir un principio teológico y tecnológico de dominación. Esta ha tratado de llenar en vano su vacío en nombre de identidades amenazadoras de nación, de destinos universales y globales, y de identidades heroicas y beligerantes. Mientras tanto, las culturas colonizadas tienen que contentarse con semióticas hibridizadas, identidades subalternas y modernidades conceptualmente vacías. Pero es preciso ir más allá de la simple descripción fenomenológica de este conflicto entre universalismo formal de la civilización industrial moderna y los signos de su real regresión.

Es el dilema de un proyecto civilizador que desde las cruzadas medievales y el llamado descubrimiento del Nuevo Mundo destruyó las realidades comunitarias de una Europa cosmopolita, pluriétnica y plurireligiosa, en beneficio de un proyecto político universalista y radicalmente uniformador: el orbis christianus, cuyo nombre y significado modernos se formularon precisamente en el contexto de la polémica humanista en torno a la conquista y cristianización del Nuevo Mundo. El sentido último de este orbe cristiano no residía tanto o precisamente en la realización plena de un conjunto de comunidades históricas existentes. Sucedió exactamente lo contrario. La destrucción de las comunidades judías a lo largo de la Europa medieval y en la España moderna, la liquidación de culturas árabes a lo largo de la historia europea, o la encarnizada lucha contra los vestigios de culturas paganas que se prolongó en diversos puntos de Europa hasta el siglo XVIII son una excelente ilustración de este curso de los acontecimientos históricos.

El sentido último del orden cristiano-universal era la salvación en el más allá, el designio apocalíptico de una trasposición de la ciudad terrenal a la ciudad espiritual, y de la ciudad contingente y sus conflictos a la ciudad letrada de los redimidos. Semejante principio de emancipación pasaba, en el caso del pueblo hispanojudío y de las ciudades hispanoárabes, y más tarde, y a una escala incomparablemente mayor, de las altas culturas americanas, por su eliminación pura y simple. Eliminación que comprendía los significados de una guerra santa, junto a las estrategias cruentas de conversión, vigilancia e inquisición, más las prácticas confesionales y los sistemas de formación compulsiva de los nuevos sujetos/subjectos. Se trataba de una destrucción estratégicamente formulada de la ciudad terrenal, de la comunidad real de estos pueblos como un falso orden o como un orden ético inexistente, o como una forma de vida negativamente definida como diabólica.

El orden universal en cuyo sistema discursivo se cumplía aquella liberación de los sujetos, y bajo el que se reducían las formas históricas de vida, era, al mismo tiempo, un proyecto histórico real: la expansión universal de un modelo de vida, definida por el humanismo cristiano precisamente como el medio de alcanzar aquella felicidad perpetua en un virtual reino de los cielos. Y eso significaba la expansión imperialista de un delirio de salvación trascendente, poderoso por su fuerza económica y militar, y por su designio universalista, pero vacío desde el punto de vista de las formas de vida que amordazaba y destruía. El concepto cristiano de civilización global que encierra la palabra griega katholikos llevaba implícito el vaciamiento de un continente. Por un lado, significaba comprender programáticamente al Nuevo Mundo como continente vacío de historia y reales comunidades humanas; por otro, suponía la instauración del discurso universal de una identidad trascendente y absoluta en ese mundo vaciado de memorias y de sentido.

Todo ello circunscribe el concepto amplio de una «lógica de la colonización»: primero, la constitución de una identidad absoluta, sin memoria y sin realidad histórica, o sea, el héroe cristiano y el conquistador español que llegaban a una tierra sin nombre y sin ley como enviados del cielo; segundo, la transformación de las formas originales de vida a partir de las normas de racionalización económica e institucional. Transformación colonizadora que se define tempranamente como proceso de vaciamiento y subordinación de los individuos, las comunidades y los pueblos bajo los requerimientos teológicos del alma cristiana y las condiciones epistemológicas del sujeto trascendental moderno. Colonización que comienza con el ideal humanista-cristiano de un orden universal y homogéneo del mundo. Colonización entendida como un proceso que define, en cuanto a su estructura, el propio discurso filosófico de la identidad occidental cristiana bajo su forma lógica, lo mismo que bajo su forma política. No en último lugar, una lógica de la colonización en el sentido más ostensible de un proceso de eliminación de formas de vida, objetos de culto, valores, espacios físicos, y de sometimiento a un orden moral y económico completamente ajeno, como premisa de un expolio económico de recursos naturales y fuerza humana de trabajo.

He aquí el paisaje intelectual e histórico en el que reposaban las categorías del mencionado seminario internacional. La posición teórica de León-Portilla resultaba en este contexto al mismo tiempo ejemplar y dominante. Sus tesis se resumían en los términos estrictos de una defensa del renacer simbólico de las culturas de Amerindia con entera indiferencia de su colonización espiritual y material, y del proceso de su efectiva destrucción económica, ecológica y política. Este renacimiento simbólico se inscribía, a su vez, en el escenario de una progresiva uniformización de las formas de vida bajo el panorama de un sistema de producción, comunicación y dominación globales. Y en este sistema global significaba un simple instrumento de compensación semiótica. Se ponían a salvo los símbolos; al mismo tiempo que se confirmaba la necesidad de destruir las formas de vida de las que estos símbolos eran expresión. Se redimían los signos sin referente, la representación de un espectáculo vacío.

En el contexto de la dispersión posmoderna del proceso colonizador, esta recuperación fenomenológica significaba algo más todavía: la defensa de un pluralismo simbólico que bajo sus efectos de propagandísticos permitía el recrudecimiento de las condiciones de supervivencia social y la destructividad cultural, social y ecológica del capitalismo salvaje en las regiones neo y poscoloniales. León-Portilla ofrecía precisamente aquellos sistemas conceptuales más triviales que permitían soslayar la crítica del fracaso de la modernidad como proyecto integrador de clases, etnias, religiones y culturas conflictivas entre sí.

Por eso también, por limitarse a un efecto propagandístico y espectacular, su perspectiva político-antropológica acababa por asumir ciegamente la misma lógica de la colonización que solapaba bajo la figura retórica de una emancipación de los signos. No se trataba ahora de la salvación eterna precisamente, sino de la participación mediática de los signos arqueológicamente reconstruidos y técnicamente reproducidos de una cultura indígena integralmente musealizada. Los planteamientos del embajador nadaban, ciertamente, a favor de la corriente. Su discurso presumía un objetivo pragmático y acariciaba un significado conciliador. Abrazaba plenamente una dimensión institucional.

El precio de esta transacción simbólica no era insignificante. La cuestión central del indio es la tierra, en un sentido a la vez simbólico y material. Como lo había formulado José Carlos Mariátegui: «La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo».16 León-Portilla no solamente eludía esta pregunta. Al soslayar la cuestión de la territorialidad del indio americano se obligaba a ignorar el proceso de su colonización, y sus efectos tanto simbólicos como sociales.

Por lo demás, su visión oficial de las cosas significaba una auténtica regionalización de la cuestión indígena. Su punto de partida era la globalización y la redefinición de un orden internacional. Su visión de una alternativa indigenista visaba, además, la conflictividad de semejante proceso igualador. Pero desde el punto de vista de aquel mismo proceso de globalización. Portilla trasponía la perspectiva de una razón universal ajena a la realidad americana. Trasposición de una lógica colonial y una racionalidad global, en lugar del reconocimiento de una realidad histórica y comunitaria, y sus reiteradas y múltiples mutilaciones. Se reproducía con ello un antiguo litigio. Lo mismo a que los frailes que en el siglo XVI aspiraban: sanar las heridas materiales de la sumisión colonial mediante la masiva conversión de indios. También esta estrategia misionera entrañaba una liberación simbólica allí donde lo que estaba en cuestión era la supervivencia de una forma de vida, las memorias culturales y una visión espiritual del ser.


8 Miguel León-Portilla, «América Latina: múltiples culturas, pluralidad de lenguas», en Seminario Internacional: Amerindia hacia el Tercer Milenio (San Cristóbal de las Casas, 14-16 de junio de 1991), 26, 27 y 31. El concepto fundamental es «injerto cultural».

9 En su exposición León-Portilla llegaba a confundir el proceso colonizador americano con el romano y añadía, respecto a la cuestión de la cristianización compulsiva: «también imperó un nuevo derecho […] y como elemento al que se concedió gran importancia, se implantó el cristianismo». Ibíd., 31.

10 Este dilema ha sido planteado críticamente en la conferencia de Arcadio Díaz Quiñones, «Modernidad, diáspora y constitución de identidades» (UNAM, México, 29 de octubre de 1992).

11 Roger Bartra, «México: El corazón de las tinieblas», en El corazón sangrante [The Bleeding Heart] (Boston, 1991), 150.

12 León-Portilla, «América Latina…», 25 y 34.

13 Paul Ricoeur, History and Truth (Evanston, 1983), 276. El núcleo mítico y ético a partir del cual una cultura era capaz de reproducir y adaptar sus formas de vida y recrearlas de una manera original había sido también la preocupación central que motivó los artículos y cartas de Antonin Artaud en México. Cf. Artaud, Oeuvres complètes, 260: «Je suis venu au Mexique chercher une nouvelle idée de l’homme».

14 Ricoeur, History and Truth, 277.

15 Ibíd., 283.

16 José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (Caracas, 1979), 20.

El continente vacío

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