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«AHORA TODO ESTÁ POR EL SUELO, PERDIDO, QUE NO HAY COSA»108

La consecuencia efectiva de la leyenda heroica de la conquista, la destrucción de las Indias, constituyó, al mismo tiempo, su premisa teológica y política. Cortés, el héroe de caballerías y político maquiavélico, triunfó militarmente, no obstante, un proceso ascendente de guerras despiadadas sin orden ni cuartel, torturas y crímenes. Su victoria sobre la ciudad sagrada de Tenochtitlán fue al mismo tiempo el cumplimiento de una destrucción masiva y una aniquilación total. Era preciso reducir una cultura a un estado de barbarie antes de poder colonizarla en nombre de su salvación. Principio de la dominación colonial de todos los tiempos.

En un análisis de la crueldad como momento constitutivo del proceso de colonización americana, Inga Clendinnen escribe a este propósito: «Usar el cañón para abrirse un camino o alzar un paso, o dispersar una concentración de guerreros es una cosa; usar el cañón para reventar una masa confusa de miseria humana era otra, y muy diferente. Probablemente, mientras proseguía su degradada rutina de estratagemas finales, Cortés tuviera un atisbo de lo que los indios concebían sobre la naturaleza y calidad del guerrero español».109

Pero este solamente fue el aspecto externo. Solo fue el instrumento material, el brazo armado de un principio general y abstracto, y lógicamente anterior de no-reconocimiento: la condena teológica del indio como sujeto de un culto diabólico, y como un ser carente de memoria histórica que existía en un estado de naturaleza, miserable y servil. Por eso el concepto de destrucción de las Indias no se limita al genocidio americano que comenzó en el siglo XVI en nombre de la salvación cristiana, y no ha sido clausurado bajo el signo de una racionalidad moderna y posmoderna. La destrucción de América tiene su real comienzo en un orden de representaciones que precede al hecho del descubrimiento: el significado lógico y teológico del proceso colonizador, su discurso conceptualmente formalizado como sistema de la salvación de las almas o del progreso tecnoeconómico, en la teología cristiana de la Guerra Santa y la conversión compulsiva.

La primera figura del no-reconocimiento del indio no se formuló bajo la espada mortal del conquistador, sino bajo el significante sacerdotal de la culpa. La función real del misionero cristiano era y es la estigmatización del indio como ser servil, diabólico o demente, y en consecuencia necesitado de su eclesiástica protección. Bajo esta determinación sacramental las comunidades originales de América fueron preventiva y definitivamente privadas de voz. Colón los había descrito como seres sin ley ni forma de vida. «Parecen asaz aptos para recibir la fe católica», se decía, por toda definición, en la bula de Alejandro VI.110 Homúnculos los llamó Ginés de Sepúlveda. Francisco de Vitoria los comparó, más liberalmente, con los niños y los dementes, en un apéndice de su Relectio de Indis.111 Francisco Suárez, que abogó asimismo por una concepción liberal de la conquista y, en consecuencia, rechazó drásticamente la doctrina de la Guerra Santa, no dejó de asumir que los indios «son peores que locos» y, en consecuencia, «no son dueños de sus propias vidas».112 Vasco de Quiroga, el fundador de la llamada utopía indigenista en América, manifestó expresamente, en su Información en derecho, que todas las formas de gobierno de los indios eran serviles y malas, cuando los americanos no vivían sin gobierno alguno, es decir, como bestias.113 A esta serie variopinta de evaluaciones teológicas les sucedía a continuación la más larga retahíla de demonizaciones de sus cultos satánicos, sus dioses sanguinarios, su perversa sexualidad y sus torcidos conocimientos y formas de vida.

Una vez negada la legitimidad de su ser, no era difícil dar el siguiente paso: la clausura ontológica de su forma de vida. Los Colloqvios ilustran sobremanera esta insidiosa subrogación, por parte de los misioneros franciscanos, de una negatividad absoluta de la existencia indígena: «vuestros dioses, vuestras formas de vida, vuestra palabra» no son reconocidos en modo alguno como propiedades de título legítimo, sino como maquinaciones del diablo y como tales tenían que ser necesariamente eliminadas. La verdadera destrucción de las Indias es idéntica con esta clausura teológica de la existencia del americano.

Pero la llamada conquista espiritual no podía cumplirse solamente a partir de un mudo terror. No podía emanar de una oposición simple entre héroes sanguinarios y vasallos vencidos, ni del conquistador elevado a los altares de un sujeto absoluto y sublime, versus un indio maldecido como existencia culpable y esclava. Tampoco era posible que el nuevo orden se instaurara a partir del secuestro simple de la palabra, la memoria y las formas de vida del americano. Era preciso que el sujeto vencido y negado abrazara, en una subsiguiente escena, el discurso del héroe y del misionero cristianos como su principio interior de identidad y salvación. Era preciso que el indio asumiera voluntariamente su impuesta condición de vasallaje como una nueva dignidad. Era necesario, además, demostrar que el habitante de América deseaba su travestimiento, sujeción y subjetivación bajo los poderes nuevos, y que se los apropiaba como auténtica emancipación y verdadera libertad.

Para que el nuevo sistema colonial apareciera como un orden interior, principio de identidad y fundamento de la libertad, era menester la previa derogación del principio arcaico de violencia y poder que, al mismo tiempo, lo había fundado. Semejante negación no significaba, empero, la supresión real de la violencia. Más bien, se trataba de su refutación nominal y de su suspensión virtual. La nueva identidad del indio debía representarse fuera del ámbito efectivo e inmediato de la violencia real que ejercía el poder colonizador. Para ello había que deslegitimar el principio de vasallaje militar, y de crueldad y sujeción violenta del indio. Era necesario desplazar y ocultar (verdrängen en el sentido en que Freud definió este proceso psicológica y políticamente) la violencia constituyente del orden colonial para poder reformular su principio teológico y político de conversión cristiana del indio como auténtica emancipación, y había que redefinir esta conversión liberadora como el verdadero objetivo y sentido del proceso de colonización.

Desde el punto de vista de la sucesión de acontecimientos históricos puede afirmarse con bastante solvencia que, ya a mediados del siglo XVI, la leyenda heroica del descubrimiento había llegado a su fin. La síntesis de la espada y la cruz se había revelado como un principio de terror. El mismo significante conquista fue desplazado por el de pacificación. Eso no quiere decir que pudiera cuestionarse la violencia fundacional del nuevo orden. La crítica y el rechazo de la violencia ciega y brutal de la conquista solo podía ser formulada desde el propio sistema de conversión y a partir de su lógica y logística que había definido la conquista de las Indias como empresa apostólica. Solo en nombre de este apostolado misionero del poder colonial, cuyo principio trascendente había formulado clara y distintamente la bula Inter caetera, podía cuestionarse la destrucción de las Indias.


Todos estáis en pecado mortal [increpaba Antón de Montesinos en su célebre sermón del 30 de noviembre de 1511, no a los indios, sino a los colonos españoles de la isla Española]. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, dónde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido?


Esta fue el acta de nacimiento de una crítica del proceso de colonización cuyo objetivo explícito no era una resistencia contra su principio teológico y político, sino contra su forma sanguinaria y violenta.

El sermón de Montesinos era una noble protesta contra la inhumanidad de la conquista española. Sin duda alguna apelaba a los mejores sentimientos y fines morales. Pero no debe perderse de vista que, sobre todo, constituía la más cabal y consecuente expresión del principio interior de este proceso colonizador. «¿Y qué cuidado tenéis de quien les doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?» Montesinos solo ponía en cuestión el proceso real de colonización americana para sublimar a partir de sus ruinas su concepto teológico y político en estado puro: la transustanciación de la teología política de la colonización en una teología de la liberación.114

El breve discurso de Montesinos planteaba las dos tesis fundamentales del nuevo espíritu reformista: la desautorización teológica del concepto militar de la conquista como verdadera guerra de vasallaje y rapiña; y la subsecuente reformulación del amor cristiano, la caritas, como verdadero principio de conversión, o sea, como el instrumento privilegiado de la conquista espiritual de América. Por consiguiente, no se trataba tan solo de un concepto limitado de la destrucción colonial americana, ni tampoco de un limitado concepto de una resistencia contra los abusos del poder colonial. Se trataba de la transustanciación semiológica o retórica de la abolición de las memorias y formas de vida del indio subyecto, y del expolio de sus tierras y de su fuerza de trabajo en el espectáculo sacramental de una única y verdadera libertad.

La doctrina de la guerra santa no era suprimida con ello. Nuevas formas de violencia se perfilaban en el horizonte de las reformadoras alternativas: desde la violencia sacramental de la confesión hasta la violencia institucional de la Inquisición, pasando por las fórmulas liberales que legitimaban, a posteriori y condicionalmente, la guerra de conquista en el caso de cultos llamados criminales, de gobiernos autóctonos considerados imperfectos o de la defensa de la fe cristiana allí donde se supusiera amenazada por los salvajes, de acuerdo con la teología política de un Suárez o un De Vitoria. El principio de la guerra santa no fue suprimido, sino transferido y sublimado en el nuevo discurso de la auténtica conversión y una perfecta colonización. Su violencia se hizo interior, se elevó a principio racional de subjetivación, se revistió con las formas sutiles de un derecho igualitario de gentes, se cristalizó en las figuras de la angustia y el dolor, la culpa y el perdón, y se dio expresión en un magnánimo ideal cristiano de caridad y perpetua paz.

El gran proyecto intelectual del misionero, cronista y tratadista Bartolomé de las Casas nació a partir de esta crisis de legitimidad del poder colonial cristiano como una tentativa reformadora teológicamente consistente. Una transformación similar tenía lugar, paralelamente, en la visión del vencido, bajo lo que podría llamarse una figura de resistencia anticolonial que, al mismo tiempo, asumía desesperadamente la propia lógica de la colonización como su verdad. Ese era el dilema que representa paradigmáticamente la teología de la liberación de Guamán Poma de Ayala.

Pero fue sobre todo Las Casas quien, bajo el manto sencillo del dominico misionero, se distinguió, en la primera mitad del siglo XVI, por una crítica radical del proceso real de la conquista de América, de sus guerras y abusos de poder, de los exterminios masivos y la tortura, y de la práctica de una conversión masiva y violenta como instrumento de vasallaje y medio de esclavización. Su crítica puso de manifiesto internacionalmente la negatividad de la conquista como verdadera guerra genocida de expolio, carente de cualquier dimensión espiritual y universal y, por consiguiente, carente de legitimidad. «Por lo que se refiere al ingreso y avance de los españoles [escribió el dominico en su tratado tardío De thesauris] todo cuanto allí se hizo, fue y es ahora jurídicamente nulo.»115

Desde la perspectiva que abrían sus tratados y, muy en particular, su difundida crónica Brevísima relación de la destrucción de las Indias, nada podía justificar cristianamente la dominación española en América. No se ponía con ello en tela de juicio la jurisdicción de la monarquía cristiana sobre el Nuevo Mundo. Solo se cuestionaba su legitimidad política en provecho de una jurisdicción extendida de la Iglesia romana hasta el extremo de un absolutismo teocrático. En lo fundamental, y más allá precisamente de sus críticas, los tratados de Las Casas asumieron por tarea reformular y reformar las estrategias de conversión cristiana en una versión humanitaria. Esos tratados estaban llamados a ser los «remedios […] para reformación de las Indias».116

Las Casas diseñó consistentemente el discurso de la conversión como verdadera emancipación:


Vuestra Majestad ordene y mande y constituya con la susodicha majestad y solemnidad en solemnes Cortes, por sus premáticas sanciones e leyes reales, que todos los indios que hay en todas las Indias, así los ya sujetos como los que de aquí adelante se subjetaren, se pongan y reduzgan y encorporen en la corona real de Castilla y León, en cabeza de Vuestra Majestad, como súbditos y vasallos libres que son, y ningunos estén encomendados a cristianos españoles.117


De manera semejante, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez cuestionaron las tesis de Mayr y Sepúlveda sobre el derecho de guerra contra los indios o la santificación de la efectiva guerra contra ellos. El primero dictaba en sus lecciones salmantinas: «De todo lo dicho se sigue esta conclusión: Que los bárbaros ni por el pecado de la infidelidad ni por otros pecados mortales se hallan impedidos de ser verdaderos dueños, tanto en el ámbito público como privado, y que por este título no pueden los cristianos apoderarse de los bienes de su tierra».118 Así también sentenciaba Suárez:


En conclusión: como un hombre privado no puede obligar o castigar a otro también privado, ni un rey cristiano a otro rey cristiano, ni un rey infiel a otro pagano, tampoco la República de los infieles, que es soberana en su orden, podrá ser castigada por la Iglesia a causa de sus crímenes, aunque vayan contra la razón natural. Tampoco podrán, pues, ser obligados a abandonar la idolatría y otros ritos semejantes.119


En un punto coincidían los planteamientos de Vitoria y Suárez con la crítica lascasiana que les precedió: la defensa de la libertad del indio y de la legitimidad de su forma de vida. Con la diferencia de que Las Casas se preocupó centralmente, a lo largo de toda su obra, por el destino del indio considerado como sujeto trascendente, y, por tanto, por la forma y medios de su conversión cristiana, mientras que De Vitoria o Suárez más bien trataron, por una parte, de establecer las reglas de un control jurídico de la conquista y, por otra, de asignar al avasallamiento jurídico del indio una dimensión espiritual o más exactamente sacramental que pudiera garantizar el poder temporal de la Iglesia romana. Las Casas era el misionero; De Vitoria y Suárez cumplieron el papel de letrados.

Pero el punto de coincidencia más relevante entre los planteamientos reformistas de la conquista americana no fue tanto esa virtual defensa de la vida y la integridad ética y jurídica de los habitantes del Nuevo Mundo, sino su identificación con el sometimiento espiritual del indio a la jurisdicción eclesiástica. Era la Iglesia y su discurso teológico-político de salvación lo que se instauraba efectivamente como verdadero orden jurídico y moral universal en nombre de su defensa de los indios. Era el discurso político y teológico de la conversión que cristalizaba como logos de la colonización.

Ello explica las ambigüedades que el simple principio de «defensa de los indios» de ningún modo podría aclarar. De Vitoria, en efecto, deslegitimó la guerra santa. Pero al final de sus lecciones sobre los derechos de los indios americanos no expuso con menor convicción una serie de títulos bajo los cuales los españoles podían «emigrar a aquellos territorios y permanecer allí». Entre esos títulos sobresalen el estado de naturaleza del indio, su carencia de civilización y cultura, y su necesidad de tutelaje.120 De Vitoria apelaba en última instancia a la misma representación negativa del indio como carencia de ley que, de acuerdo con Sepúlveda, justificaba la servidumbre y, en consecuencia, la guerra de vasallaje.

Semejante ambigüedad recorre asimismo la argumentación de Suárez. En 1621 apareció su tratado sobre la guerra y la paz. Eran, en realidad, las lecciones que sobre este tema había pronunciado en Roma en el año de 1584. Ya he señalado que Suárez se opuso al derecho de guerra contra los infieles. En aquellas lecciones se declaró, además, en favor de los derechos del indio. Pero, de nuevo, es preciso repetir que su propósito no era exactamente la «defensa de los indios» en el sentido literal de estas palabras, sino la defensa de la jurisdicción de la Iglesia sobre sus almas y sus formas de vida, estilizada como garantía institucional de su protección y tutelaje. Esta jurisdicción institucional de la Iglesia solamente podía legitimarse, sin embargo, en nombre de la paz, la caridad y la fe, pero entendidas como fines trascendentes.

La guerra santa era injusta. Pero la guerra contra indios podía ser legítima bajo determinadas condiciones que solo debía y podía sancionar la Iglesia. El verdadero problema casuístico no residía en la guerra, sino en la definición de estas condiciones, allí donde la doctrina heroica de la conquista se contentaba con el principio simple de una guerra sin ley contra bárbaros y demonios. Si se establecía que los indios sacrificaban sangre inocente en sus cultos, por ejemplo, la guerra era justa. Entonces y solo entonces, «en defensa de los inocentes es lícito atacar a estos infieles», se decía en el tratado de Suárez. El filósofo consideraba que los americanos, en virtud precisamente de sus cultos diferentes, «al obrar de esta manera son peores que los locos. Y porque no son dueños de su propia vida, cualquiera podrá obligarlos a que no se suiciden […] siempre que esta forma de asesinato sea injusta».121 El camino argumental que recorría Suárez resultaba ciertamente más ambiguo y alambicado que el que podía esgrimir un Ginés de Sepúlveda, pero su objetivo era idéntico.

Ciertamente, la moral heroica heredada de las guerras medievales contra el islam en Iberia había sido superada y suprimida. La ocupación territorial americana se legitimaba ahora en nombre de la utopía renacentista del «buen gobierno». Pero la introducción de este elemento utópico en las estrategias evangelizadoras tampoco garantizaba resultados precisamente maravillosos. Significaba más bien una redefinición de la conquista y la cristianización en los términos seculares de una acción civilizadora que, sin embargo, no tenía por ello que cambiar sus estrategias, ni suspender su violencia. Ya no había necesidad de avasallar a los indios porque fuesen infieles. Bastaba hacerlo porque sus leyes y formas de vida y de gobierno no fueran perfectas. De todos modos no podían serlo mientras no fueran cristianas.

Así como Las Casas justificaba la conversión de los indios como «mejorada libertad», así también Suárez legitimaba la ocupación militar como «mejorado gobierno». La utopía cristiana del buen gobierno no se basaba, sin embargo, en un principio ético de las costumbres ligado a la realidad espacio temporal de un pueblo. La verdadera ciudad de los cristianos era la ciudad de los cielos, y en la tierra, de lo que se trataba era de la institución de la Iglesia y la burocracia de la fe. El ideal de un «buen gobierno» consistía en la salvación en el más allá, y en la sujeción interior y exterior, por diezmos, sacramentos y vigilancia exterior, a la suprema potestad de la Iglesia.122

Montesinos, Las Casas, De Quiroga, Zumárraga, Mendieta… todos ellos han sido estilizados por una tradición cristiana y liberal que prolonga sus buenos afanes hasta la contemporánea teología de la liberación, a la vez como apóstoles de la cristiandad católica o universal y defensores de la particularidad del indio americano. Tutelaje y conversión: ¡esta era la cuestión! Es cierto que la labor protectora de estos pioneros de la modernidad con respecto a algunos derechos de los indios de América fue tan loable y ejemplar como la de sus sucesores. Solo que no es este el problema. El dilema principal residía en la resistencia de formas de vida, en la conservación de la memoria y los conocimientos tradicionales y en la defensa de una comunidad autónoma. Tal fue la dramática preocupación de las crónicas críticas de América: las de Garcilaso o Guamán Poma. La cuestión apostólica de la defensa del indio, en cambio, pasaba por su conversión como condición absoluta de cualquier otra reivindicación. Pasaba por la eliminación de la memoria, la destrucción de las expresiones espirituales y conocimientos, y la anihilación de las formas de vida del amerindio.

El postulado moral de la caritas cristiana desempeñaba en este proceso un papel distintivo. Constituía, primero que nada, aquel nexo espiritual que vinculaba entre sí las tareas del apostolado con la defensa de la vida: la unidad de propaganda y supervivencia. Pero esa caridad, versión reductiva del eros cósmico de la tradición griega, islámica y judía que va de Heráclito y Lucrecio a Leone Ebreo, era también la piedra fundamental de ese buen gobierno colonial. Ningún sistema político era moralmente justo si no se basaba en el principio de esta figura del amor cristiano y, en consecuencia, si no se erigía asimismo sobre sus premisas institucionales. Eso quería decir que la caridad era el medio instrumental para llevar al mismo orden colonial que había definido previamente la estrategia política y jurídica de la guerra justa contra indios.123

En el mismo orden de una concepción reformadora de la cristiandad debe incluirse el universalismo antiimperialista de los grandes filósofos del siglo XVI: Paracelso, Franck, Vives, Erasmo… frente al panorama histórico de las guerras de religión en Europa y de las guerras coloniales de América, todos ellos expusieron el programa de una historia universal presidida por el ideal de la paz y de la libertad.124 Su renovadora mirada teológica, jurídica y filosófica instauraba una nueva era histórica bajo la bandera de un humanismo cristianizado. En su nombre, el descubrimiento del Nuevo Mundo se transformaba en la real instauración de un Mundo Nuevo. Era una contradictoria construcción del nuevo orden católico o global. Suponía al mismo tiempo la erección de un principio universal de libertad y la implantación de la uniformización represiva de todo el mundo. Al mismo tiempo que imponía un orden global, instauraba nuevas y radicales separaciones étnicas, religiosas y económicas sobre la faz de la tierra. Se trataba de un orden que, por parafrasear a Inca Garcilaso, debía ser concebido a la vez como un todo plural y diverso, pero era, al mismo tiempo, un solo mundo unificado bajo un solo principio de coerción y violencia.

En el Timeo de Platón, el mundo, definido como cosmos, se identificaba con un orden armonioso y perfecto. Este orden era intrínseco al universo.125 Su equilibrio, belleza y armonía de ningún modo podían expresarse en los términos de una trascendencia. El Fedón exponía este cosmos como el resultado de un equilibrio interior, la isotropía, que al mismo tiempo abrazaba el orden de la naturaleza y un equilibrio humano de las costumbres (ethos).126 La filosofía cristiana, sin embargo, no podía aceptar sin más esta representación de una armonía inmanente a las formas sociales y a la naturaleza. Ello hubiera supuesto, entre otras cosas, un principio de tolerancia hacia la diversidad de costumbres y, por tanto, hacia la pluralidad de los «mundos» humanos efectivamente diferentes, como condición precisamente de su real estabilidad y preservación. Para la doctrina cristiana, por el contrario, el mundo seguía siendo un caos mientras no se subsumiera al principio organizador de la caridad y sus terrenales mediadores, y, por tanto, seguía siendo una realidad caótica mientras no se sometiera a una conversión universal. Aunque fuera al precio de la guerra, como ya había anunciado programáticamente San Pablo.127

Así también la moderna definición jurídica del totus orbis, debida a Francisco de Vitoria, al igual que la concepción de Suárez de una paz universal o el ideal de universalidad de Vives, se confundían con el ideal del orbis christianus, un concepto sublime y trascendente que implicaba aquella uniformización global del planeta.128

La ambivalencia que afecta a los conceptos humanistas de un mundo unitario y total, al ideal cristiano de paz universal, al principio de amor cristiano o caridad, y no en último lugar, al concepto de derechos de los indios, era ostensible en la crítica lascasiana de la conquista. La crítica que expuso en sus tratados puede comprenderse incluso como una anticipación del ideario independentista y abolicionista de los siglos XVIII y XIX. Pero no es menos cierto que este principio de libertad nada en favor de la corriente señalada por un proceso de sujeción más profundo. El verdadero sentido de la emancipación cristiana del indio era, en cuanto a sus últimas consecuencias, «quitar los impedimentos y enderezar a las virtudes, «porque los ministros spirituales las puedan apropincuar y perfeccionar por sus actos hierárquicos eclesiásticos y divinos [y para que] la Sancta Madre Iglesia crezca y su disciplina y reglas se conserven», como Las Casas escribe en Este es un tratado […] sobre la materia de los indios que se han hecho en ellas esclavos.129

La aparente contradicción entre los postulados heroicos y los principios humanistas y liberales de la conquista se disuelve en cuanto se tiene en cuenta que la guerra contra los indios, su expolio y su vasallaje a la vez político y espiritual, y su conversión a la libertad cristiana no son momentos contrapuestos, sino más bien aspectos complementarios de uno y el mismo proceso colonizador. La conversión es de hecho inconcebible sin una violencia fundacional, como todavía hoy puede comprobarse en el contexto de las misiones evangelizadoras en Paraguay, México, Venezuela o Brasil, de acuerdo con documentaciones recientes como la de Ticio Escobar.130 La llamada misión espiritual de América solamente se cumplía allí donde el poder militar y administrativo de la monarquía cristiana podía instaurarse como principio de conservación social, identidad y emancipación.


108 Después de las coloridas y fascinantes descripciones de jardines, canales, edificos, mercados y gentes de la monumental Tenochtitlán, de aquellas «cosas nunca oídas, ni aun soñadas, como veíamos», Bernal Díaz del Castillo concluye con la siguiente observación melancólica final: «Ahora todo está por el suelo, perdido, que no hay cosa». Días del Castillo, Historia verdadera…, t. 1, 261.

109 Inga Clendinnen, «“Fierce and Unnatural Cruelty”: Cortés and the Conquest of Mexico», Representations, núm. 33 (invierno 1991).

110 Cf. supra, cap. 1.

111 «Estos indios, aunque, como se ha dicho antes, no sean del todo dementes, distan, sin embargo, tan poco de los dementes, que no son capaces de fundar o administrar una república legítima y ordenada dentro de límites humanos y políticos […] de aquí, que carezcan también de cultura y artes […] porque nada o poco más capaces son para gobernarse que los dementes […] parece claro que podrían los príncipes tomarlos bajo su tutela y gobernarlos», Francisco de Vitoria, Relectio de Indis (Madrid, 1989), 111-112.

112 Suárez, Guerra, intervención…, 186.

113 Vasco de Quiroga, Información en Derecho (México, 1985), 74.

114 Fray Antón de Montesinos (México, 1982), 24.

115 Bartolomé de las Casas, Obras completas vol. 11.1 (Madrid, 1992), 369.

116 Entre los remedios… para reformación de las Indias, en Las Casas, Tratados, t. 2, 643.

117 Las Casas, Tratados, t. 1, 645.

118 De Vitoria, Relectio de Indis, 69-70.

119 Suárez, Guerra, Intervención…, 185-186.

120 De Vitoria, Relectio de Indis, 99 y ss.

121 Ibíd.

122 Las Casas, Tratatado comprobatorio del imperio soberano y principado universal que los reyes de Castilla y León tienen sobre las indias, en Tratados vol. 3, 933 y ss.

123 Ibíd., 188 y ss. y 209.

124 Entre los múltiples aspectos que pueden subrayarse a este respecto destaca la crítica contra el imperialismo de Luis Vives. «¿Qué es, pregunto yo, la creación de un gran imperio sino amontonar materiales para una gigantesca ruina […] ejemplos muy recientes tenemos a la vista que nos ofrecen España, Francia e Italia.» J. L. Vives, De la concordia y discordia (Madrid, 1976), 267 y ss. Así también merece subrayarse la defensa del reino de Cristo como reino de justicia y de paz, contra la política agresiva de Roma, expuesta por Sebastian Franck (Das Kriegbüchlein des Friedes), en Zur Friedensidee in der Reformationszeit, ed. por Siegfried Wollgast (Berlín, 1968), 69 y ss. Igualmente pueden citarse las críticas de Erasmus contra las guerras de exterminio en Europa, en la primera mitad del siglo. Cf. Robert P. Adams, The Better Part of Valor (Seattle, 1962), 204 y ss.

125 Platón, Timeo, 30, a.

126 Platón, Fedón, 109, a, y 114 d.

127 Cf. San Pablo, Eph 4, 1-4

128 La novedad filosófico-jurídica que, precisamente desde esta perspectiva introduce De Vitoria, es el concepto de totus orbis. «Por derecho de gentes y en virtud de la autoridad de todo el orbe» es la instancia que legitima la presencia española y la actividad cristianizadora en tanto que civilizadora en este sentido histórico-universal. Es Francisco de Vitoria, bajo esta perspectiva histórico-universal y secular, y no Las Casas, con su invocación del principio medieval trascendente del orbis christianus, quien efectiva y realmente anticipa el punto de vista moderno. Cf. Obras de Francisco de Vitoria (Madrid: Editorial Católica, 1960), 828. Las Casas, a partir de un ideario teocrático, afirma, sin embargo, el principio subjetivo de la libertad abstracta inherente a aquel ideal humanista ecuménico.

129 Las Casas, Tratados, t. 1, 601-603.

130 El testimonio del antropólogo paraguayo Ticio Escobar sobre los conceptos contemporáneos de guerra santa y conversión compulsiva debe recordarse especialmente en este contexto. Cf. Ticio Escobar, Misión: Etnocidio (Asunción Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas / RP, 1988).

El continente vacío

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