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EL PASADO POR VENIR

La defensa del indio como portador simbólico y signo de identidad supone su reducción a una pura representación. Históricamente hablando significa su postrer conversión a lo largo de una ininterrumpida cadena de hibridaciones simbólicas, fiscalizaciones sacramentales y reducciones políticas y sociales.17 Pero según León-Portilla era esa representación y solo ella la que podía elevarse a una identidad nacional de lo americano. Sobre la base del indio como signo podía restaurarse una identidad histórica y sustancial. Amerindia era precisamente el emblema de esa nueva identidad. Una identidad hipostasiada y sedicente con respecto a las reales formas de vida, erigida a espaldas de las destruidas condiciones de supervivencia en América Latina. Identidad trascendente respecto de los sistemas de uniformización mediática y opresión política y económica.

Algunos historiadores y antropólogos allí presentes llegaron incluso a izar sobre la base de esta representación retórica los símbolos romantizantes del esplendor y la grandeza de los antiguos imperios precolombinos. Las formas de vida del indio americano, su arte, su religión y su lengua se elevaron a signos heroicos. Esa posición fue claramente sentida por la mayoría y aplaudida innúmeras veces.

En segundo lugar, se plantearon las formas jurídicas y las condiciones políticas capaces de garantizar los derechos del indio como ciudadano ideal: una subsecuente representación emblemática y falsa del indio real, sus vicisitudes sociales e históricas, y las amenazas económicas y políticas que gravan su efectiva supervivencia actual. Bajo la bandera de los derechos humanos se ponía en escena aquel mismo motivo teológico-jurídico de las estrategias de conversión cristiana del siglo XVI, o sea, la dignificación del indio esclavizado por la encomienda y la corona a través de su conversión en vasallo de la Iglesia. El respeto legal e institucional de las lenguas amerindias y el reconocimiento cultural de sus manifestaciones simbólicas se formulaban en el contexto de aquella reunión política bajo la misma perspectiva del indio como representación sublime de una perfecta ciudadanía virtual que solapaba su miserable realidad.

Obviamente, a lo largo de aquellas discusiones sobre las condiciones políticas de los derechos, no obstante, virtuales del indio, considerado como ciudadano del mundo, sujeto de libertad o portador histórico de los símbolos de una identidad nacional y regional, el problema de la violencia no podía soslayarse. Al menos de una forma latente se dibujaba en el contexto de aquel seminario el horizonte sombrío de guerras, hambre, intervencionismo militar, y la permanente presencia de fuerzas y acciones parapoliciales y ejércitos privados en la región, bajo el clima de corrupción política en el que se desenvuelven esta clase de cosas. Con pudor, y como si se tratara más bien de notas al margen, se mencionaban de tanto en tanto las expropiaciones por parte de colonos, el caciquismo y sus criminales secuelas, las acciones paramilitares, los continuos ultrajes a los derechos de la persona, el avasallamiento del cuerpo de la mujer… Todo ello estaba en el aire y al mismo tiempo no estaba en ningún lugar.

A estos discursos, que en lo esencial giraban en torno al valor ejemplar de Occidente y del progreso en su forma actual, se oponía la visión del pasado en ruinas, la efectiva e indefinida continuación del expolio económico de América Latina. Era la perspectiva que cuestionaba la racionalidad del proceso colonizador desde sus orígenes históricos y epistemológicos, la que contemplaba la historia más allá de la dialéctica de vencedores y vencidos como un proceso continuo de violencia. Se trataba también de una posición intelectual no conciliadora ni conciliable. Era la perspectiva filosófica en un sentido riguroso de la palabra.

El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro presentó, en este preciso sentido, una brillante y cruda exposición de la colonización americana como un proceso de destrucción material de sus civilizaciones históricas, de expolio de las fuerzas naturales, incluida la fuerza de trabajo y de reproducción humana, y la colonización del alma a lo largo de un proceso de una cristianización compulsiva del indio cuyos estragos todavía no han cesado. Mientras hablaba en un portuñol difícil de entender, pero perfectamente inteligible por la expresiva plasticidad que daba a sus palabras, anoté en mi libreta un título imaginario a su conferencia: «La conquista interminable de América». Tal era el sentido profundo de su discurso. Era un relato negativo, políticamente frágil e intelectualmente consistente, y poético también, que mezclaba la ternura y la nostalgia, con la frialdad analítica bajo la que afrontaba una realidad sombría.

Un antropólogo peruano, Luis Lumbreras, expuso con ademán tajante una tesis de consecuencias radicales, si se la considerara en sus verdaderas dimensiones: el fracaso del proceso de colonización de la América andina. Ciertamente este intelectual no solamente pensaba en la dramática realidad social, económica y militar del Perú, sino también en términos centro y mesoamericanos; de ahí su encendida tesis. La colonización había fracasado porque no había dejado tras de sí un auténtico orden civil, una auténtica civilización, ordenada y armónica, en el lugar de las ruinas de las altas civilizaciones destruidas. Era una manera de poner implícitamente en cuestión la lógica de la colonización, y su legitimidad histórica y moral.

El planteamiento de Lumbreras poseía algo de grito desesperado y algo de sueño poético en un mundo diferente, todavía lleno de misterios arcanos, atravesado por un orden espiritual transparente, generado a partir de una comunidad real. Más aún, en el trasfondo del mundo inca, sobre el que hablaba el antropólogo peruano, parecía vibrar todavía la intensidad de una comunidad histórica y real, y de raíces mitológicas rotundas.

El antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla añadió una visión del fracaso del Estado nacional en América Latina, considerado desde el punto de vista de la igualdad de derechos, y de la integración de los indios en el proyecto cultural y político nacional. Era una crítica dirigida no solamente a la coyuntura de una América en llamas, sino también dirigida al propio concepto de modernidad, y al principio formal de racionalidad instrumental que la define. Darcy Ribeiro había planteado el mismo dilema. Todos los que en aquella reunión se congregaban señalaron, de una manera u otra, los signos funestos que el presente orden internacional encerraba para América Latina en general y para la situación social y cultural del indio americano en particular. «Ante el nuevo orden mundial podemos fracasar y hay muchos elementos que nos indican que estamos caminando hacia este fracaso»,18 fue la conclusión de Bonfil Batalla.

No se trataba solamente de una perspectiva pesimista. En sus palabras se ponía de manifiesto, sobre todo, la clara visión de dilemas irresueltos del pasado que proyectaban fatalmente su sombra sobre el porvenir. Un cúmulo sin cuento de delirios teológico-políticos, errores institucionales y desconcierto. Visión de un continente vacío.

Históricamente el continente americano ha ocupado un espacio virtual y un no-lugar en la conciencia occidental. En la imaginación de la Europa medieval cristiana no era sino una zona tórrida en la que la vida era inconcebible. Las primeras versiones del siglo XVI se representaba como las antípodas del mundo pobladas por seres monstruosos y siniestros. Por su parte, en el imaginario moderno de los misioneros imperiales era el continente satánico de la gentilidad… Al mismo tiempo América ha fungido como espejo de las utopías del buen gobierno, visiones de una naturaleza virginal y de un paraíso terrenal en el que cuerpo desnudo se abría a un intrincado universo simbólico de sensualidad y placeres desconocidos. Constituía asimismo un mundo inocente que desconocía la culpa cristiana —y por consiguiente carecía de orden y de ley—, sus formas de vida eran irracionales o infrahumanas y estaba habitado por fuerzas incontrolables del mal. América fue también el crisol de los sueños milenaristas que la Europa herética fue enterrando en la misma medida en que avanzaba en su proceso de secularización y de concentración de poderes imperiales. Se transformó, en fin, en el horizonte de todas las revoluciones modernas, que se han dado cita con idéntico fracaso que los sueños mesiánicos de salvación y cristianización, y de las utopías de progreso científico y económico…

Frente al continente vacío se levantaba la necesidad de formular y reformular un auténtico proyecto civilizador, siempre aplazado a lo largo de la dominación colonial y poscolonial. Es el viejo dilema, nunca resuelto, que ya planteaba Inca Garcilaso, y ahora lo dibujaba Bonfil Batalla siguiendo los pasos que ya había expuesto en su México profundo. Solo mencionaré algunas de las órdenes del día que pronunció con tímida franqueza en aquel encuentro: garantía territorial del indio y autonomía administrativa; acceso a medios técnicos y de información que permitieran una dinámica y un desarrollo culturales propios; medios adecuados de educación que posibiliten generar este auténtico desarrollo humano y una verdadera integración; redefinición del proyecto civilizador que llamamos modernidad en función de estas exigencias espirituales y económicas; reformulación del progreso sobre la base de las formas de vida y comunidades reales, y de sus valores autónomos relativos al valor económico y a los significados simbólicos de la naturaleza, la comunicación humana o la belleza. «Si el pasado nos fue impuesto, no podemos aceptar que el futuro también lo sea», concluyó Bonfil Batalla tratando de disimular retóricamente lo que la secuencia lógica de estos enunciados anticipaba fatalmente. El sueño maravilloso que brillaba en sus ojos estaba empañado por un terrible presagio.

Un aspecto debe subrayarse en esta crónica sobre la conquista espiritual y material de América quinientos años después: el problema de la mirada, la intención y el sentido de la mirada intelectual. En el seminario en cuestión se había dado cita a políticos, antropólogos, escritores. Todos ellos partían, de una manera u otra, de un concepto secular de la historia como un progreso cuyos sublimes ideales legitimaban en nombre de un tiempo futuro la amarga realidad del tiempo presente. Era diferente la conciencia histórica, política y poética de las voces indias que también habían sido invitadas. Estos no eran miembros de una comunidad virtual de promesas de felicidad. Se habían dado cita en aquel encuentro más bien como miembros de una comunidad histórica y religiosa fundada en memorias, saberes y formas éticas ancestrales. Ciertamente no hablaban desde el lugar privilegiado de una razón en la historia. Más bien representaban la conciencia de las injurias que esa razón histórica dejaba a su sangriento paso. En el pasado y en el presente, sus formas de vida han sido mil veces perseguidas, avasalladas, mutiladas y exterminadas. Hablaban de amenazas criminales constantes y expresaban frontalmente la angustia sobre su extinción. Pero no parecía existir entre ellos y su comunidad aquellas condiciones que permitieran abstraer un orden independiente de significantes. Los intelectuales indios tampoco se designaban como representantes. Hablaban siempre de un «nos-otros» y de «nuestros hermanos», y desde esta perspectiva lingüística nos llamaban «vos-otros» a nosotros, o sea, los otros.

—Para nosotros la tierra no tenía un valor económico. El valor económico se la impusieron los blancos. Troceando, desgajando la tierra, perforándola y parcelándola… Ellos, los blancos, no saben conservar la tierra… —pronunció Beatriz Ahiaba, una india de las sierras de Jujuy y Salta, con una voz tenue y dulcemente rítmica que nadie de los allí presentes podrá olvidar. En el hemiciclo del seminario se sentían las respiraciones entrecortadas por la emoción y el mudo reconocimiento de sus palabras. Había algo profundo en aquella voz femenina que quitaba el aliento. Hablaba de hoy, de la expulsión de sus tierras que todavía tienen que sufrir los indios bajo extenuantes condiciones de violencia y expoliación. En su voz hablaba una conciencia universal que veía la acelerada eliminación de culturas, la devastación de hábitats ecológicos y la concentración de una capacidad destructiva que ella no podía comprender. Era una voz incontemporánea, una voz fuera del tiempo, de ese tiempo gobernado por el espíritu apocalíptico del cristianismo y la razón de la historia de Occidente. Era una voz milenaria. Una voz mitológica. Se sentía la oscura presencia de concepciones cíclicas del cosmos, las que habían organizado las formas de vida a lo largo del continente americano. La conservación de la tierra que reivindicaba tenía por referencia una concepción sagrada del universo y una relación sagrada con la naturaleza. Su quejido era el testimonio de una violencia ininterrumpida desde la llegada de españoles a sus tierras hasta las multinacionales de hoy. Habitaba aquel llanto un dolor que nacía del choque de una concepción mitológica, mimética y mágica de la vida y la naturaleza, con la racionalidad instrumental bajo la que la civilización industrial define y contempla todo lo existente. Recordé a la filosofía de la naturaleza de Hölderlin, y la expresión poética de su dolor por una naturaleza dominada y muerta.

Las manifestaciones y comentarios de estos intelectuales indios, siempre sucintos y poéticos, resultaban muchas veces hirientes. Se presentaban siempre como lo particular, como una realidad cultural cerrada, como una partícula ínfima y carente de importancia, frente al universal y sempiterno vosotros, que éramos, al fin y al cabo, quienes les escuchábamos. Eran los testimonios vivos de un amenazado orden cósmico, frente la cantinela de los manuales para doctrineros del siglo XVI que también prometían un mañana mejor. El propio Las Casas, o precisamente el gran teólogo de la colonización Las Casas, ya había adulterado esta conciencia al mismo tiempo afirmativa y negativa, al mismo tiempo mitológica y crítica, exaltándola retóricamente como la actitud servil, humilde, dulce y pacífica de sus indios, como si se trataran de súbditos cristianos en estado de naturaleza. La misma retórica la definía ahora el protocolo de aquel encuentro.

Pero algo poderosamente hiriente habitaba aquel constante lamento. Era una apelación a la particularidad que, al mismo tiempo, no se inclinaba humildemente frente a la representación de lo universal que la ha oprimido, sino que la denunciaba como falsa.

Jacinto Arias, uno de los líderes indios que parecía estar dotado de un mayor entrenamiento político, pronunció: «Nosotros mismos comenzamos ahora a tomar nuestras responsabilidades». Palabras que llagaban con su cortante luminosidad todas las pretensiones de Occidente de haber llevado una civilización a los habitantes de aquel continente, cuando a cinco siglos de la primera evangelización todavía no habían aprendido, o más bien no habían podido gozar de las condiciones políticas, intelectuales y religiosas que les permitiesen pronunciar un yo junto a un nosotros. «Qué diferente hubiesen sido las cosas en América —añadió— si los indios nos hubiésemos podido desarrollar con libertad, desde el primer día en que llegaron los europeos.» Todos los presentes hubieran debido de recordar las olvidadas reivindicaciones de Inca Garcilaso en nombre de un mutuo descubrimiento y un verdadero diálogo entre las culturas europeas y americanas.

Entre los extremos de una naturaleza destruida y una identidad escindida, entre un nosotros solidario y miserable, y un vosotros impostor y opresor, aquellas voces indias expusieron una antigua concepción del mundo radicalmente contemporánea, más lírica y más universal que los dobleces de nuestros discursos de derechos humanos, modernidad y progreso. Era una visión de la historia como sucesión de cataclismos, y del progreso como una acumulación de ruinas. Era una memoria de la resistencia contra la destrucción de la vida y las culturas de los pueblos. ¿No era esta visión de la historia como paisaje de ruinas y acumulación de dolor, y del sujeto de la historia como un ángel caído del orden mitológico del progreso, una concepción dominante en el pensamiento filosófico más esclarecedor de nuestra era?

Esta mirada del indio es privilegiada, aunque tenga que pagarla al precio de la continua destrucción de sus pueblos. Es privilegiada en la misma medida en que contempla la violencia de la moderna civilización industrial desde un real afuera. Es la mirada que reconoce el proceso colonizador y civilizador, lo que se ha llamado aculturación y conquista espiritual, como un ininterrumpido proceso de avasallamiento y exilio. A esta condición de extraterritorialidad, por la cual las culturas oriundas de América han estado sometidas bajo el poder de los misioneros cristianos y los líderes políticos de Occidente, se añade otra circunstancia no menos significativa: nunca tuvieron los indios americanos acceso a las obras más intensas de esa cultura occidental, ya sea en su arte o en su arquitectura, en su filosofía o en la música. Más bien fueron informados, adoctrinados, reformados y convertidos bajo la fuerza de sus remanentes más degradados, que precisamente les llevaron los españoles como fuerza de choque de la violencia civilizadora y brazo armado de su poder espiritual: las gramáticas de los escolásticos y los catecismos de las diferentes órdenes y compañías eclesiásticas. Hoy, en el momento en que estos pueblos originales de América comienzan a tomar un contacto real con los aspectos más diferenciados y sensibles de la cultura intelectual de Occidente, solo es para comprobar que el mismo poder que les ha sumido en un estado de desolación es a su vez presa de él. Y que en el lugar de las culturas destruidas y abandonadas no se ha construido en rigor civilización alguna, sino un sistema desnudo de expolio y violencia.

El Occidente cristiano nunca podrá reconocerse en esta mirada indígena que pone radicalmente en cuestión su propia identidad mitológica y desmiente sus promesas de redención en el orden sacrificial de la trascendencia o de su secularización en las mitologías del progreso como una farsa, y cerrará siempre sus ojos frente a esta conciencia amerindia que reconoce su nihilismo y su vacío. Por eso también esta cultura occidental no deja de formular alusiones y elusiones que deslegitiman a este «indio» como conciencia de sí. Los llamó hijos del demonio, los confundió con monos, los bautizó con nombres extraños, los convirtió en almas aristotélicas, los redujo a sujetos jurídicos de un volátil derecho universal, y los sigue llamando los «otros» y los «subalternos» o simplemente la «indiada». Ahora, bajo las puertas cerradas de aquel seminario, se reconocía a ese indio como persona jurídica soberana. Pero esta promesa, encendidamente discutida en aquel seminario, y defendida con vehemencia en el breve manifiesto con el que se cerró, ocultaba una amarga ironía. Desde 1512 no han dejado de suceder los consejos y las reuniones teologales, jurídicas y antropológicas en defensa de los derechos del indio. Desde aquella fecha no se ha cesado de reiterar declaraciones en favor de una libertad que solo definía una conversión, mil veces refundida y reformulada, pero siempre y reiteradamente interpretada como la misma sujeción a un principio de identidad exterior y a una palabra vacía. En nombre de esta soberanía individual se les ha negado a las comunidades indígenas de América su condición histórica y cultural, ayer la de fascinantes civilizaciones, y hoy la de colectividades precarias al borde de la extinción, con su memoria rota, el estigma de la derrota como signo de identidad y la miseria por toda condición vital.

Luis Macas, un intelectual indio procedente del Ecuador, con una larga experiencia personal de desencuentros con el universo cultural blanco y con sus organismos políticos nacionales, formuló, en cinco minutos, lo que resume elocuentemente la así llamada «cuestión indígena». Expuso tres cuestiones. La primera, la debilidad de los Estados latinoamericanos. «Frágiles, jóvenes», creo recordar que dijo. Por supuesto, no estaba invocando el sueño totalitario de una organización poderosa del Estado. Se refería a la precariedad jurídica, institucional y económica de los Estados latinoamericanos, muchos de ellos dotados de un aparato administrativo y legal, y a veces incluso policial y militar, que no alcanza a controlar efectivamente el conjunto de los territorios nacionales y que, por tanto, ha tolerado y aún requerido la corrupción, la violencia ilegal y el expolio, desde el mismo amanecer de la conquista, como forma normal de explotación de sus recursos naturales y humanos. Se refería desde luego a la falta de experiencia en un juego democrático en el que realmente pudiese participar un amplio sector social.

En segundo lugar, Macas planteó el problema de la exclusión jurídica y política, y cultural y económica del indio de las «civilizaciones modernas» implantadas en América. Lo resumió en una sola frase: reconocimiento del indio como indio, con su forma de ser y de vivir, sus valores, sus costumbres y su forma de reproducción material. Macas ponía indirectamente en tela de juicio un concepto moderno de derechos civiles y de derechos humanos generado en las filosofías jurídicas del esclarecimiento europeo y en los ideales que inspiraron la Revolución francesa, pero en realidad formulados ya antes por Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y la llamada Escuela de Salamanca.

Gran mérito de Las Casas y De Vitoria fue su justificación de la conquista americana como proceso liberador en un sentido espiritual y jurídico respectivamente. Con la conquista y la colonización nacía, de acuerdo con sus tratados y lecciones, una autoconciencia a la vez jurídica y teológica que sigue siendo hoy pura virtualidad. De Vitoria planteó el problema del «derecho de gentes» con la mirada puesta en un mundo abierto a las exploraciones geográficas y a las explotaciones industriales del naciente capitalismo europeo, como años más tarde lo desarrollaría Grotius con miras al colonialismo holandés y británico. En nombre de estas exigencias de expansión, pero no precisamente en nombre de los intereses de los habitantes del continente americano y sus formas de vida, el filósofo salmantino reformuló el concepto imperial romano de un derecho internacional. De la misma manera que De Vitoria rechazaba un orden universal basado en la violencia sin ley, Las Casas rechazaba un orbe cristiano comprendido como vasallaje por medio de la esclavización forzada y el bautismo compulsivo. Si Las Casas redefinía al indio cristianizado en términos de una libertad moral y trascendente, De Vitoria los reconvertía en sujetos jurídicos de una igualdad virtual que los equiparaba a los derechos universales de las compañías comerciales a explorar mares, explotar tierras y comerciar con el totus orbis. Pero en términos reales ninguna de estas jurisdicciones teologales o seculares podía resolver la herida perenne del poder colonial.

El verdadero presupuesto de estas doctrinas liberales no era la existencia de comunidades históricamente diferenciadas, ni de lenguas y formas de vida radicalmente dispares de las cristianas, sino una universalidad basada en un concepto escolástico de alma y construida sobre la base de la doctrina cristiana de la salvación de esas mismas almas. Lo que significaba que la premisa de aquellas libertades del indio, formalmente adquiridas por la doctrina humanista del siglo XVI, no era otra cosa que una conversión integral de las formas de vida tanto a la racionalidad económica de las expediciones coloniales como a la constitución espiritual del alma aristotélica.

Esta era la constelación histórica implícita en la crítica que Macas hacía al vigente concepto formal de derechos humanos y de libertad; crítica, en fin, a la abstracción de la realidad histórica, cultural y socialmente diferente de las culturas originales de América.

Claro está que el principio cristiano de conversión nunca ha funcionado perfectamente. Ni la «libertad interior» que Las Casas defendió fue precisamente normativa para la burocracia sacerdotal de la Propaganda Fide y la Inquisición colonial. Ni las bulas imperiales de la Iglesia romana visaban otra cosa que la «depresión» del indio. El reino cristiano de la salvación y el concepto tomista de libertad, así como sus réplicas reformistas en las llamadas teologías y filosofías de la liberación en el día de hoy, no tenían y no tienen otra función que la de justificar el poder de la ciudad celestial y de su refundición como ciudad letrada en el lugar de las destruidas ciudades, formas de vida y dioses de América. La redención por la Iglesia o la libertad que podían garantizar sus reducciones, sus mitas y sus encomiendas significaban, para el indio, algo peor que una ficción. Bajo su violenta realidad se imponía un doble discurso y una doble moral, pero una sola y única falsa conciencia. La libertad, la igualdad y la salvación en el cielo, y la servidumbre y la desigualdad en la tierra. La conciencia, la vida espiritual estilizadas como un más allá y una virtualidad, la dependencia institucional y la miseria definidas como irreparable realidad temporal. La teoría de la liberación que formularon Las Casas o Vasco de Quiroga es una teología política de la colonización.

La «cuestión indígena» se reformulaba a la vez, en el discurso de Macas, como un problema político y un problema jurídico. Su lado político llevaba consigo una redefinición de las democracias en América Latina en la misma medida en que llenaba su concepto formal y socialmente vacío con renovados contenidos culturales, étnicos y existenciales. Desde un punto de vista jurídico esta radicalización de la democracia significaba y significa asumir en la declaración de los derechos humanos las desiguales condiciones políticas y económicas bajo las que se definen los pueblos y las culturas, y su lucha por la supervivencia. Pero estas dos perspectivas llevan necesariamente a una tercera cuestión: el problema de la civilización como un todo.

La crítica de la civilización fue el tercer punto del breve comentario de este líder indígena.

—Desde la llegada de los europeos a América —eran aproximadamente sus palabras— ha existido un conflicto radical entre el indio y el occidental. Este conflicto no comprende solamente la religión, la escritura, los conocimientos y la organización social. Más bien es el conflicto de todos estos elementos considerados en su conjunto. Es el choque entre dos civilizaciones.

Me parece importante añadir aquí un comentario sobre el concepto de «destrucción» colonial de las Américas y su significado en el pensamiento moderno. Concepto de larga historia, si se tiene en cuenta que una de las crónicas de Indias más leídas en Europa, la de Bartolomé de las Casas, exhibe el signo de esta destrucción en su mismo título. La destrucción de las culturas andinas es también el leitmotiv que preside los Comentarios reales de Inca Garcilaso. Las citas pueden prolongarse lo mismo a viajeros europeos como Benzoni, como a líderes quechuas como Guamán Poma. Pero quiero llamar la atención sobre la reformulación más reciente de este topos literario bajo la confluencia de la historiografía, la antropología y la teoría crítica de la civilización industrial y, muy en particular, sobre el libro de Miguel León-Portilla la Visión de los vencidos. Esta reconstrucción es relevante no tanto como documentación del testimonio de las culturas y voces originales de América, sino sobre todo como tentativa de encerrar esa mirada no occidental del indio sobre el proceso civilizador de Occidente bajo una contraposición simple de vencedores y vencidos: «Arde y se calcina mi corazón. ¿Qué es lo poquito que yo tengo? De mi fardo, el hueco de mi manto, por dondequiera cogen: me lo van quitando. Se hizo, se acabó el habitante de este pueblo».19 El discurso del indio se petrifica como relato de una pérdida y del vaciamiento de la existencia, como grito de agonía y testimonio de un final.

Semejante visión ha sido y es doblemente conciliadora con respecto al discurso de la colonización. Asume y valida expresamente la moral cristiana del sacrificio y el sufrimiento, al mismo tiempo que confirma una mirada humillada y humilde del indio, complementaria a la estilización heroica del conquistador. No por ello era y es menos importante este primer reconocimiento del sujeto colonizado. Vencido o no vencido, la antropología latinoamericana solo reconocía en el indio americano la mirada de una reducida visión.

El siguiente paso en el curso de la revisión historiográfica del descubrimiento occidental de América lo dio Nathan Wachtel con una obra posterior que exhibe, sin embargo, el mismo título de la obra de Portilla: La vision des vaincus.20 Wachtel estudió un caso aparentemente limitado: la colonización andina durante el siglo XVI. Su investigación reconstruye analíticamente la progresiva desestructuración colonial del mundo andino bajo sus aspectos demográficos, económicos, sociales y religiosos. Desestructuración como proceso complementario, pero no idéntico a la destrucción de vidas, la explotación de recursos naturales y la devastación de ciudades. Desestructuración como un proceso que conserva, no obstante, determinados aspectos de la cultura y la sociedad andinas bajo el nuevo significado que les confiere el sistema colonial: un nuevo significado que el colonizado nunca llega a comprender, ni a articular en un orden alternativo de sociedad y supervivencia.21

Uno de los casos más interesantes de esta desestructuración lo ofrece la economía incaica basada en el principio del don. Traducido en los términos de una economía monetaria e hibridada con una racionalidad capitalista basada en el crédito, aquel principio de intercambio simbólico adquiría un significado enteramente nuevo. Ya no encerraba un sistema redistributivo de la riqueza. Más bien se convertía directamente en un nuevo mecanismo de expolio que posibilitaba la usurpación legal de los bienes y la esclavización masiva de los indios.22 Pero no es el análisis concreto de estos casos, sino su replanteamiento en las categorías más generales de destrucción de un sistema global de valores, de la interpretación del mundo y formas de vida, lo que otorga al análisis de Wachtel un significado privilegiado. Este antropólogo llega a reformular bajo una nueva luz el concepto tradicional de la «destrucción de las Indias», formulado por primera vez por Las Casas, precisamente a través del análisis de este proceso desestructurador.

Entre otras cosas, la obra de Wachtel merece señalarse por su comprensión de las dimensiones colectivas y subjetivas de la invasión y la destrucción españolas de las altas civilizaciones americanas como un cataclismo cósmico. La conquista significó:


[el] hundimiento de una visión del mundo que llega incluso a sus categorías mentales más íntimas […] la derrota (frente a los españoles) se experimenta como una catástrofe de amplitud cósmica […] aquí (en Perú) el choque coincide con la muerte del hijo del sol, el Inca. Este asegura la mediación entre los dioses y los hombres […] Una vez asesinado este centro, desaparece el punto de referencia viviente del mundo, y es este orden universal el que resulta brutalmente destruido.23


Wachtel expuso la tesis directamente opuesta a la doctrina legitimadora de la conquista espiritual. En la misma medida en que el nuevo orden colonial no era capaz de sustituir el viejo orden por otro realmente funcional y realmente universal, su proceso de desestructuración adquiere las dimensiones de una verdadera «deculturación» del indio.24

Pero Wachtel plantea, asimismo, la contraparte positiva y complementaria a esta dimensión cósmica de la destrucción de las civilizaciones americanas: la historia de la resistencia anticolonial, sus rebeliones y sus guerras, y de aquellos movimientos sociales encaminados hacia una recuperación de la memoria histórica de los indios. Esas figuras históricas y contemporáneas de resistencia —no diferente de otros historiadores o antropólogos contemporáneos— no solo deben comprenderse como una oposición política o una resistencia social. Contemplados desde este punto de vista, entrañan, al mismo tiempo, una lucha destinada a la reconstitución de un perdido orden cósmico y dotada necesariamente de una dimensión religiosa, milenarista y mitológica. Wachtel arroja con ello las claves no solo para una interpretación sociológica y filosófica de los movimientos sociales de América Latina, sino también una hermenéutica de las crónicas indígenas más importantes del siglo XVI: la de Guamán Poma y la de Garcilaso en particular, como ensayos de reestructuración conceptual, en el orden de una ciudad ideal, del destruido cosmos de las altas civilizaciones americanas.

Definir una «ciudad ideal» más allá de las ruinas de las antiguas civilizaciones americanas, y por tanto más allá de la lógica de la colonización, como pretendieron Guamán Poma y Garcilaso, significa reformar el proceso colonial y reformular el proyecto civilizador que ha implantado. Es precisamente en nombre de esta historia continuada de la resistencia anticolonial, y en nombre de estos ensayos de reformulación del poder europeo y sus valores civilizadores que debe cuestionarse la llamada «visión de los vencidos». Wachtel se halla muy lejos de la aspiración moralista que semejante título dibujaba en la célebre obra de Miguel León-Portilla.

El indio no es portador del discurso del fin. Ciertamente, es el testimonio de una destrucción de formas de vida y concepciones del mundo. Es una conciencia vaciada y negativa. Pero es, al mismo tiempo, una conciencia llena y creadora porque está vinculada a una memoria histórica, a un cosmos y a una forma de ser. Es la conciencia que lucha por conferir un nuevo sentido al cosmos a partir de sus formas de vida. No es una conciencia vencida, ni un alma aristotélica, ni un no-sujeto subalterno. Es la conciencia reflexiva de una continuada resistencia contra la violencia del proceso civilizador.

Las grandes voces intelectuales que dieron testimonio de la colonización americana, como Garcilaso y Titu Cusi, o el Jefe Seattle, representan la visión histórica de los pueblos sujetados, expoliados y violados. Pero en su rechazo político y metafísico del poder civilizador occidental formularon la única tradición intelectual posible y válida para la construcción de sociedades multiculturales, multirreligiosas y pluriétnicas de la América contemporánea. Todavía más: sus crónicas son monumentos de la enajenada conciencia americana sin los cuales la conciencia europea tampoco puede comprenderse a sí misma. Lejos de constituir el lado oscuro del gran relato de la colonización americana, lejos de ser las crónicas de lo imposible, y más lejos todavía de representar la leyenda negra de la conquista española y portuguesa y anglosajona de las Américas, estos testimonios poseen un carácter programático y constituyen la única base fundacional posible de un Nuevo Mundo.25

Pero regresemos a la intervención de Macas en aquel seminario sobre Amerindia. Este líder ecuatoriano hablaba desde la tradición de estas voces históricas precisamente. Tradición de los vencidos, sin duda alguna. Pero también la de una memoria llena que entrañaba al mismo tiempo la resistencia contra el logos histórico que había suprimido su cultura. Además, esta voz prolongaba una visión que también se halla, implícita o expresamente, en las crónicas americanas que he citado antes, y en los Comentarios reales de Garcilaso en especial. Era una conciencia crítica con respecto al conjunto de la civilización occidental y la universalidad de sus símbolos de ayer y de hoy. «La estrategia de los indios debe abandonar lo milenarista y plantear el sentido histórico de la civilización», fue su conclusión.

El líder indio formulaba en el panorama de la crisis civilizatoria contemporánea la misma alternativa que planteó Garcilaso en la edad del oro colonial. No la integración y mucho menos el mestizaje, mientras se conciba el mestizaje y la integración precisamente como representación conciliadora de la violencia fundacional de América. Un no rotundo también a su retoño más reciente: los sincretismos e hibridismos de los estudios culturales. Se trataba, por el contrario, de un verdadero diálogo cultural entre dos mundos realmente antagónicos, un diálogo que no excluye las diferencias entre sus dos lados opuestos, ni su crítica. Un diálogo consciente de la crisis de identidad de las naciones modernas, de la necesaria revisión de los valores que definen el progreso realmente existente, de los dilemas que un concepto agresivo de desarrollo plantea sobre el futuro inmediato de los hábitats y habitantes del planeta. Una síntesis original de una realidad cultural y política nueva.


17 La crítica de este reconocimiento del indio simbólico, desligado de la realidad ética, social y económica de las comunidades indias reales, fue formulada por Guillermo Bonfil Batalla en México profundo (México: Secretaría de Educación Pública / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, 1987), 91-92.

18 Guillermo Bonfil Batalla, «Diversidad y democracia», en Amerindia…, 89.

19 Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos: relaciones indígenas de la conquista (México: UNAM, 1982), 150.

20 Nathan Wachtel, La vision des vaincus: Les indiens du Pérou devant la Conquête espagnole 1530-1570 (París, 1971).

21 Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570) (Madrid: Alianza, 1976), 264 y ss.

22 Ibíd., 184 y ss.

23 Ibíd., 58.

24 «La extirpación de la idolatría significaba para los indios una verdadera empresa de deculturación […] la sociedad indígena, desestructurada, no encontró en el cristianismo ningún elemento positivo de reorganización». Ibíd., 229.

25 El ridículo concepto de «crónicas de lo imposible» fue formulado por Frank Salomon. Cf. «Chronicles of the Impossible: Notes on Three Peruvian Indigenous Historians», en From Oral to Written Expression: Native Andean Chronicles of the Colonial Period, Syracuse, ed. de Rolena Adorno (1962), 9 y ss.

El continente vacío

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