Читать книгу Días y noches de amor y de guerra - Eduardo Galeano - Страница 13
ОглавлениеDe los muchachos que por entonces conocí en las montañas, ¿quién queda vivo?
1.
Eran muy jóvenes. Estudiantes de la ciudad y campesinos de comarcas donde un litro de leche costaba dos días enteros de trabajo.
El ejército les pisaba los talones y ellos contaban chistes verdes y se cagaban de la risa. Estuve con ellos algunos días. Comíamos tortas de maíz. Las noches eran muy frías en la alta selva de Guatemala. Dormíamos en el suelo, abrazados todos con todos, bien pegados los cuerpos, para darnos calor y que no nos matara la helada del alba.
2.
Había, entre los guerrilleros, unos cuantos indios. Y eran indios casi todos los soldados enemigos. El ejército los cazaba a la salida de las fiestas y cuando despertaban de la borrachera ya tenían puesto el uniforme y el arma en la mano. Así marchaban a las montañas, a matar a quienes morían por ellos.
3.
Una noche, los muchachos me contaron cómo Castillo Armas se había sacado de encima a un lugarteniente peligroso. Para que no le robara el poder o las mujeres, Castillo Armas lo mandó en misión secreta a Managua. Llevaba un sobre lacrado para el dictador Somoza. Somoza lo recibió en el palacio.
Abrió el sobre, lo leyó delante de él, le dijo:
—Se hará como pide su presidente.
Lo convidó con tragos.
Al final de una charla agradable, lo acompañó hasta la salida. De pronto, el enviado de Castillo Armas se encontró solo y con la puerta cerrada a sus espaldas.
El pelotón, ya formado, lo esperaba rodilla en tierra.
Todos los soldados dispararon a la vez.
4.
Conversación que no sé si escuché o imaginé en aquellos días:
—Una revolución de mar a mar. Todito el país alzado. Y lo pienso ver con estos mis ojos…
—¿Y se cambiará todo, todo?
—Hasta las raíces.
—¿Y ya no habrá que vender los brazos por nada?
—Ni modo, pues.
—¿Ni aguantar que lo traten a uno como bestia?
—Nadie será dueño de nadie.
—¿Y los ricos?
—No habrá más ricos.
—¿Y quién nos va a pagar a los pobres, entonces, las cosechas?
—Es que tampoco habrá pobres. ¿No ves?
—Ni ricos ni pobres.
—Ni pobres ni ricos.
—Pero entonces, se va a quedar sin gente Guatemala. Porque aquí, sabés vos, el que no es rico, es pobre.
5.
El vicepresidente se llamaba Clemente Marroquín Rojas. Dirigía un diario, de estilo estrepitoso, y a la puerta de su despacho montaban guardia dos gordos con metralletas.
Marroquín Rojas me recibió con un abrazo. Me ofreció café; me palmeaba la espalda y me miraba con ternura.
Yo, que había estado en la montaña con los guerrilleros hasta la semana anterior, no entendía nada. “Es una trampa”, pensé, por el gusto de sentirme importante.
Entonces Marroquín Rojas me explicó que Newbery, el hermano del famoso aviador argentino, había sido su gran amigo en los años juveniles y yo era su vivo retrato. Se olvidó de que estaba ante un periodista. Convertido en Newbery, le escuché bramar contra los norteamericanos porque no hacían las cosas como era debido. Una escuadra de aviones norteamericanos, piloteados por aviadores norteamericanos, había partido de Panamá y había descargado napalm norteamericano sobre una montaña de Guatemala. Marroquín Rojas estaba hecho una furia porque los aviones se habían vuelto a Panamá sin tocar tierra guatemalteca.
—Podían haber aterrizado, ¿no le parece? —me decía, y yo le decía que sí me parece:
—Podían haber aterrizado, por lo menos.
6.
Los guerrilleros me lo habían contado.
Varias veces habían visto estallar el napalm en el cielo, sobre las montañas vecinas. Habían encontrado con frecuencia las huellas de la espuma derramada al rojo vivo: los árboles quemados hasta las raíces, los animales carbonizados, las rocas negras.
7.
A mediados de 1954, los Estados Unidos habían sentado a Ngo Dinh Diem en el trono de Saigón y habían fabricado la entrada triunfal de Castillo Armas en Guatemala.
La expedición de rescate de la United Fruit cortó de un golpe de hacha la reforma agraria que había expropiado y distribuido, entre los campesinos pobres, las tierras eriales de la empresa.
Mi generación se asomó a la vida política con aquella señal en la frente. Horas de indignación y de impotencia… Recuerdo al orador corpulento que nos hablaba con voz serena, pero echando fuego por la boca, aquella noche de gritos de rabia y de banderas, en Montevideo. “Hemos venido a denunciar el crimen…”
El orador se llamaba Juan José Arévalo. Yo tenía catorce años y nunca se me borró el impacto.
Arévalo había iniciado, en Guatemala, el ciclo de reformas sociales que Jacobo Arbenz profundizó y que Castillo Armas ahogó en sangre. Durante su gobierno había eludido —nos contó— treinta y dos tentativas de golpe de estado.
Años después, Arévalo se convirtió en funcionario. Peligrosa especie, la de los arrepentidos: Arévalo se hizo embajador del general Arana, señor de horca y cuchillo, administrador colonial de Guatemala, organizador de carnicerías.
Cuando lo supe, ya hacía años que yo había perdido la inocencia, pero me sentí como un gurisito estafado.
8.
Conocí a Mijangos en el 67, en Guatemala. Me recibió en su casa, sin preguntas, cuando bajé de la sierra a la ciudad.
Le gustaba cantar, beber buen trago, saludar la vida: no tenía piernas para bailar, pero batía palmas animando las fiestas.
Tiempo después, mientras Arévalo era embajador, Adolfo Mijangos fue diputado.
Una tarde, Mijangos denunció un fraude en la Cámara. La Hanna Mining Cº, que en el Brasil había derribado dos gobiernos, había hecho nombrar ministro de Economía de Guatemala a un funcionario de la empresa. Se firmó entonces un contrato para que la Hanna explotara, en asociación con el Estado, las reservas de níquel, cobalto, cobre y cromo en las márgenes del lago Izabal. Según el acuerdo, el Estado se beneficiaría con una propina y la empresa con mil millones de dólares. En su condición de socia del país, la Hanna no pagaría impuesto a la renta y usaría el puerto a mitad de precio.
Mijangos alzó su voz de protesta.
Poco después, cuando iba a subir a su Peugeot, una ráfaga de balazos le entró por la espalda. Cayó de su silla de ruedas con el cuerpo lleno de plomo.
9.
Escondido en un almacén de los suburbios, yo esperaba al hombre más buscado por la policía militar guatemalteca. Se llamaba Ruano Pinzón, y él también era, o había sido, policía militar.
—Mirá ese muro. Saltá. ¿Podés?
Torcí el pescuezo. La pared de la trastienda no terminaba nunca.
—No —dije.
—Pero si vienen ellos, ¿vas a saltar?
Otra que saltar. Si venían ellos, iba a volar. El pánico convierte a cualquiera en campeón olímpico.
Pero ellos no vinieron. Ruano Pinzón llegó esa noche y pude hablar largamente con él. Tenía una campera de cuero negra y los nervios le hacían bailar los ojos. Ruano Pinzón había desertado.
El era el único testigo todavía vivo de la matanza de una veintena de dirigentes políticos suprimidos en vísperas de las elecciones.
Había ocurrido en el cuartel de Matamoros. Ruano Pinzón fue uno de los cuatro policías que llevaron las bolsas, grandes y pesadas, a las camionetas. Se dio cuenta porque las mangas se le enchastraron de sangre. En el aeropuerto La Aurora subieron las bolsas a un avión 500 de la Fuerza Aérea. Después, las arrojaron al Pacífico.
Él los había visto llegar vivos al cuartel, reventados por los golpes; y había visto al ministro de Defensa en persona comandando la operación.
De los hombres que habían cargado los cadáveres, Ruano Pinzón era el único que quedaba. Uno había amanecido con un puñal en el pecho en una cama de la pensión La Posada. Otro recibió un tiro en la espalda, en una cantina de Zacapa, y al otro lo habían acribillado en el bar de atrás de la estación central.