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La tragedia había sido una certera profecía

1.

A mediados del 73, Juan Domingo Perón volvió a la Argentina al cabo de dieciocho años de exilio.

Fue la mayor concentración política de toda la historia de América latina. En los prados de Ezeiza y todo a lo largo de la autopista se congregaron más de dos millones de personas que acudieron, con hijos y bombos y guitarras, desde todos los lugares del país. El pueblo, de paciencia larga y voluntad de fierro, había recuperado a su caudillo y lo devolvía a su tierra abriéndole la puerta grande.

Había un clima de fiesta. La alegría popular, hermosura contagiosa, me abrazaba, me levantaba, me regalaba fe. Yo tenía frescas en la retina las antorchas del Frente Amplio en las avenidas de Montevideo. Ahora, en las afueras de Buenos Aires, se reunían en un gigantesco campamento sin fronteras los trabajadores maduros, para quienes el peronismo representaba una memoria viva de la dignidad, y los jóvenes, que no habían vivido la experiencia del 46 al 55, y para quienes el peronismo estaba más hecho de esperanza que de nostalgia.

La fiesta terminó en matanza. En Ezeiza, en una sola tarde, cayeron más peronistas que durante los años de la resistencia contra las dictaduras militares anteriores. “Y ahora, ¿a quien hay que odiar?”, se preguntaba, atónita, la gente. La emboscada había sido armada por peronistas contra peronistas. El peronismo contenía tirios y troyanos, obreros y patrones; y en ese escenario la historia real ocurría como una contradicción continua.

Los burócratas sindicales, los politiqueros y los agentes de los dueños del poder habían revelado, en los campos de Ezeiza, su desamparo. Habían quedado, como el rey del cuento, desnudos y a la vista. Los matones profesionales ocuparon, entonces, el lugar del pueblo que les faltaba.

Los mercaderes, fugazmente expulsados del templo, se colaban por la puerta de atrás.

Lo de Ezeiza fue un presentimiento de lo que vendría después. “Dios tiene prestigio porque se muestra poco”, me había dicho Perón, años atrás, en Madrid. El gobierno de Héctor Cámpora duró lo que un lirio. A partir de entonces, las promesas se separaron de la realidad hasta perderse de vista. Triste epílogo de un movimiento popular. Aumentaban los salarios, pero eso servía para probar que los obreros eran los culpables de la crisis. Una vaca llegó a valer menos que un par de zapatos, y mientras se arruinaban los pequeños y medianos productores, la oligarquía, invicta, se exhibía en harapos y ponía el grito en el cielo a través de los diarios, las radios y la televisión. La reforma agraria no resultó más que un espantapájaros de papel y continuaron abiertos los agujeros por donde se escurría, y se escurre, la riqueza que el país genera. Los dueños del poder, como en toda América Latina, ponen sus fortunas a buen recaudo en Zurich o New York. Allá el dinero pega un salto de circo y vuelve al país mágicamente convertido en carísimos empréstitos internacionales.

2.

¿Se puede realizar la unidad nacional por encima y a través y a pesar de la lucha de clases? Perón había encarnado esa ilusión colectiva.

Una mañana, en los primeros tiempos del exilio, el caudillo había explicado a su anfitrión, en Asunción del Paraguay, la importancia política de la sonrisa.

—¿Quiere ver mi sonrisa? —le dijo.

Y le puso la dentadura postiza en la palma de la mano.

Durante dieciocho años, por él o contra él, la política argentina giró en torno de este hombre. Los sucesivos golpes militares no habían sido más que homenajes que el miedo rendía a la verdad: si había elecciones libres, el peronismo ganaba. Todo dependía de las bendiciones y maldiciones de Perón, pulgar arriba, pulgar abajo, y de las cartas que escribía desde lejos, con la mano izquierda o con la derecha, dando órdenes siempre contradictorias a los hombres que por él se jugaban la vida.

En Madrid, en el otoño del 66, Perón me dijo:

—¿Usted sabe cómo hacen los chinos para matar a los gorriones? No los dejan posar en las ramas de los árboles. Los hostigan con palos y no los dejan posar, hasta que se mueren en el aire; les revienta el corazón y caen al suelo. Los traidores tienen vuelo de gorrión. Alcanza con hostigarlos, con no dejarlos descansar, para que terminen yéndose al suelo. No, no… Para manejar hombres hay que tener vuelo de águila, no de gorrión. Manejar hombres es una técnica, un arte, de precisión militar. A los traidores hay que dejarlos volar, pero sin darles nunca descanso. Y esperar a que la Providencia haga su obra. Hay que dejar actuar a la Providencia… Especialmente porque a la Providencia la manejo yo.

A la hora de la verdad, cuando recuperó el poder, el peronismo estalló en pedazos. Se rompió tiempo antes de que el caudillo muriera.

3.

José Luis Nell fue una de las víctimas de la matanza de Ezeiza. Una bala le reventó la columna vertebral. Quedó paralítico.

Un día decidió terminar con la impotencia y la lástima.

Eligió la fecha y el lugar: un paso a nivel de una estación sin trenes. Alguien lo llevó hasta allí en la silla de ruedas y le puso en la mano la pistola cargada.

José Luis había sido un militante de fierro. Había sobrevivido a los tiros y a las cárceles y a los años de hambre y clandestinidad.

Pero entonces mordió el caño y apretó el gatillo.

Días y noches de amor y de guerra

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