Читать книгу Días y noches de amor y de guerra - Eduardo Galeano - Страница 19
ОглавлениеBuenos Aires, julio de 1975: volviendo del sur
Carlos se había ido lejos. Fue cocinero en los hoteles, fotógrafo en las playas, periodista de ocasión, hombre sin casa; había jurado no volver a Montevideo.
Está en Buenos Aires, ahora, sin una moneda en los bolsillos y con un documento de identidad rotoso y vencido.
Nos debíamos muchas palabras. El fin de semana viajamos a la costa, para ponernos al día.
Yo me recordé escuchando, con asombro de niño, veinte años atrás, las historias de sus andares de sieteoficios por los arrozales del este y las plantaciones de caña del norte del Uruguay. Entonces yo me había sentido amigo de este hombre por primera vez. Había sido en el café Tupí Nambá de la Plaza Independencia. El tenía una guitarra. Era payador y poeta, nacido en San José.
Con los años, se hizo fama de camorrero. Se emborrachaba mucho desde que volvió del Paraguay. Había estado un año preso en un campo de concentración, en las canteras de Tacumbú: no se le borraron nunca las marcas de los golpes de cadena en la espalda. Le habían arrancado a cuchillo las cejas y los bigotes. Cada domingo los soldados corrían carreras y los presos hacían de caballos, con freno y todo, mientras el cura tomaba tereré bajo un ombú y se reía agarrándose la barriga.
Peleador y silencioso, Carlos se maltrataba por dentro y con los ojos andaba buscando enemigos en los cafés y las vinerías de Montevideo. Al mismo tiempo, era la fiesta de mis hijos: nadie les contaba cuentos y disparates con tanta gracia y no había payaso en el mundo tan capaz de hacerlos rodar por el suelo de la risa. Carlos venía a casa, se ponía un delantal y cocinaba pollo a la portuguesa o platos que inventaba para que los disfrutáramos nosotros, porque él siempre fue hombre de poco comer.
Ahora estábamos volviendo de la costa, rumbo a Buenos Aires, muchas horas de ómnibus sin dormir y charlando, y él me habló de Montevideo. En todo el fin de semana ninguno de los dos había mencionado a la ciudad nuestra. No podíamos ir; más valía callarse.
Largando tristezas, me habló de Pacha:
—Una noche llegué muy tarde y me acosté sin hacer ruido ni encender la luz. Pacha no estaba en la cama. La busqué en el baño y en el cuarto donde dormía el hijo. No estaba. Encontré cerrada la puerta del comedor. Fui a abrirla y me di cuenta: al otro lado estaban las cobijas en el suelo. A la mañana siguiente la esperé en la cocina, para matear como siempre. Pacha no hizo ningún comentario. Yo tampoco. Charlamos algo, las cosas de siempre, lo lindo o lo feo que está el tiempo y lo brava que viene la mano política o dame que doy vuelta la yerba para que no se lave. Y cuando llegué, de noche, encontré vacía la cama. Otra vez la puerta del comedor estaba cerrada. Puse la oreja y me pareció que le oía la respiración. De mañana, temprano, nos sentamos en la cocina a tomar mate. Ella no dijo nada y yo no pregunté. A las ocho y media llegaron los alumnos de ella, como todos los días. Y así durante una semana: la cama sin ella, la puerta cerrada. Hasta que una mañanita, cuando me alcanzó el último mate, le dije: “Mirá, Pacha. Yo sé que es muy incómodo dormir en el piso. Así que esta noche venite a la cama, nomás, que yo no voy a estar”. Y no volví nunca.