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XVII. EL BADULAQUE Y LA BESTIA O EL JODIDO JACOBINO

1

Los robos de ganado obligaban a las fuerzas del Puesto a intensificar controles e identificaciones en las carreteras y caminos de la demarcación. Dada la indigencia de medios de locomoción —entre otros—, no más que la suerte podría dar resultado positivo alguna vez. Pero sin cesar, eran negativos. Quienes los llevaban a cabo se movían con un prodigioso y expeditivo sigilo.

El servicio de esa mañana incluía plantón en una carretera local, la cual atravesaba Morratal y la Comarcal 215. A juicio de Carrasco, que acababa de tomarse en la población una copa de Chinchón —la quinta en ayunas le llevaba contabilizado Salva—, no valía la pena preocuparse por los robos: tenían que ver con mafias y entramados internos que les teledirigían los movimientos.

Aquello era muy grave a sus oídos, y Salva, desde el otro arcén, saltó en seguida.

—¡Cómo puedes decir eso! Nuestra misión es detenerlos si los capturamos. Y si están involucrados mandos del Cuerpo, tendrán que responder ante la Justicia.

—No seas badulaque, chico —le cortó Carrasco.

De su altura pero más corpulento, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, oteando al desgaire la despejada carretera, su porte adusto y su laconismo imponía y amedrentaba. A veces se tocaba en el gaznate un discreto colgante con el Ojo de Horus como un amuleto que lo reforzara o eximiera de explicaciones y sinsabores.

Pero Salva no iba a permitirle ningún atropello.

—Oye, que yo no soy ningún chico.

Y como si su interlocutor no hubiera oído reproche o fastidio, continuó:

—A la Bestia no hay quién la pare. Como mucho se la hiere y sólo para recibir un zarpazo del que no te recuperarás jamás —le hablaba sin mirarle y sus ojos erraban indescifrables hacia los riscos del monte de La Loba, un lugar de sierra arbolada del que acababan de llegar—. Y aunque lo hiciéramos, no serviría de mucho. Nos crearía problemas. Tú no puedes entenderlo, chico.

¿Aquel tipo estaba loco o borracho?

—De qué hablas, si puede saberse —replicó Salva con áspera interpelación; no obstante, no le tomaría en serio, y puesto que el tráfico era escaso, le serviría como distracción.

Me voy a divertir un rato con su sarta de renegadas incoherencias, se dijo sin la más leve traza de regocijo. Y en el desdeñoso silencio que su compañero prorrogaba a la defensiva, añadió, avanzando osado al centro del asfalto:

—Yo sé muy bien cómo tengo que actuar.

Por vez primera Carrasco lo miró directo a los ojos.

—Chico, me das pena. Mucha pena —se remarcó menos conmovido que displicente—. Pon los pies en el suelo. Veo los riscos de La Loba y veo las iniciales de un muerto y un herido. Yo soy el herido. Y el muerto es mi amigo. Aún me silba aquella puta onda explosiva que me revolcó en el País Vasco. ¡Puaf! Y tú, pollito, crees saber. Saber, saber. Yo también era pollito entonces. Igual de badulaque que tú ahora. —Deshizo el cruce de brazos y en un ademán de prestidigitación y brusquedad exhibió su carpeta de denuncias, en cuya portada Salva captó una desvaída pegatina en la que se leía: TXAKURRAS KAMPORA. JO TA KE. Dio en ella un puñetazo y remachó—: Nunca los cogeremos, joder. Nunca. Es imposible.

—¿Y en qué te basas para decir eso? —inquirió Salva, incontenible y desquiciado.

—Años de servicio. Experiencia. Torturas —recitó el otro a modo de sosegada, ceñuda réplica—. En esta reserva del franquismo que se llama Guardia Civil, estamos dos grupos, uno subyugado por el otro: la camarilla militarra, los okupas, arriba; y nosotros, los trabajadores, abajo. Parece que nos movemos igual. Pero qué va, chico. No hay corporativismo de clase y esa es nuestra puta perdición. —Se tomó un respiro, para agregar con acento abstruso, solemne y fiero—: Y del Estado Actual de Cosas la culpa la tienen los prójimos corrompidos: esos putos vividores amorrados a la Bestia y convertidos en sus mamporreros. Unos por cobardes, otros por traidores y falsos, nos tienen bien trincados estos cabrones. Qué asco; con ka, chico: asko cuartelero. Y yo paso de toda esta mierda —concluyó sin más concreciones, o excreciones.

Giró la cabeza y fijó la vista en el cruce con la 215, a unos quinientos metros.

—¿Algo importante? —quiso saber Salva.

—Nada que tú puedas arreglar —mugió el otro—. Y quítate del medio, que los espantas.

Salva obedeció. No había duda: estaba con un borracho. No mantendría más discusiones. Las palabras de su compañero sólo eran exabruptos. Los viajes de Chinchón lo hacían desvariar. Si el teniente se presentaba no les salvaría de un correctivo a ninguno de los dos. Una mancha en su expediente lo consternaba sobremanera. Pero dependía de Carrasco, quien con una Falta Grave y otra que le tramitaban por acumulación de Leves, parecía importarle un comino. Tenía la irreverente costumbre de decir lo que pensaba y, al parecer, y por si fuera poco, rebatía sin complejos a los mandos: varios correctivos le habían caído por «réplicas desatentas». Lo malo, o lo bueno —no acertaba a distinguir—, era que en opinión de algunos compañeros sus quejas solían ser «demasiado legítimas». Con lo cual, los que desentonaban serían los otros. ¿Quiénes tienen la razón? ¿Cómo descubrirá la verdad?

—Vamos a por ellos —dijo Carrasco, yéndose para el Land.

Otra transgresión del servicio. Aún no había concluido la presentación y la siguiente no estaba en Morratal, sino en sentido contrario.

—Cómo que nos vamos. La papeleta dice que debemos permanecer en este punto media hora más. —Al menos Carrasco le permitía ojearla cuando quisiera, vicisitud que otros no toleraban en virtud de su cargo de jefe de pareja.

No le prestó atención. Tomó asiento al volante.

—¿Subes o qué, chico?

No tenía remedio. De nada serviría discutir. Otro con el que empezaba a hacer malas migas. Llegaron al cruce. Carrasco escrutó a derecha y a izquierda, más con el oído que con la vista.

—¿Se puede saber qué pasa? —insistió Salva.

De la gasolinera salió un Seat 600, sin techo y con ocho o diez adolescentes apelotonados que, al ritmo de un musicón increíblemente nítido, se agitaban en dirección a la patrulla. Se debieron de percatar y con un brusco giro torcieron hacia Morratal.

—Qué perros —maldijo Carrasco.

—Sigámoslos —dijo Salva, al ver que el otro a pesar de todo no movía el Land.

—No hagamos el ridículo —desestimó Carrasco—. Con este trasto no les daríamos alcance nunca. Pero conozco a esos pijos y sé que tienen que volver.

Después de meditar consigo mismo, Carrasco entró en la C-215, dejó la gasolinera atrás y a un centenar de metros se emboscó entre olivos. Un lugar idóneo para mitigar la espera y el calor. Un lugar como a tres kilómetros del punto ordenado en la papeleta.

—Vuelvo en cinco minutos —dijo Carrasco, y se alejó a cruza barbecho, hacia la gasolinera.

Salva, que no podía apartarse de la cabeza la falta en la que se hallaban incursos, se dio a esperarlo con cortos paseos, rogando que el otro volviera y lo llevara a donde debían estar.

En una de las idas enfrentadas a la carretera, vio pasar un camión y, acto seguido, el coche oficial del teniente jefe de Línea.

Clavado de espanto, tardó en reaccionar; sólo cuando estuvo seguro de que no le habían descubierto, se movilizó hasta un claro bajo las ramas que le permitía ver sin ser visto.

El oficial rodaba a cierta distancia de un alto y enjuto camión con caja de lona —sin duda, cargado de animales—, a modo de convoy.

Pasaron la gasolinera y desaparecieron tras una curva.

—¡Ahí vienen esos capullos! —llegó Carrasco, resoplando de fatiga—. Sabía que volverían.

Salva salió del coma.

Detenido en el cruce, el estrafalario 600 rugía indeciso.

Hizo un conato de darse la vuelta, pero enfilaron ruidosa e insospechadamente hacia ellos.

Cuando Carrasco lo consideró oportuno, invadió la calzada con pasos decididos y, elevando el brazo por encima de la cabeza, les dio el Alto, mostrándoles la palma de la mano, abierta como una rapaz a punto de atrapar a su presa; la izquierda marcando con rigor y plasticidad el arcén.

Una soltura policial que sorprendió, fascinó, y enojó a Salva: ¿cómo podía bandearse con tan resuelto estilo un tipo como aquel?

El conductor se desvió al arcén de tierra frenando y derrapando. Se subió al asiento y se sentó en el respaldo, sacando medio cuerpo por el techo trepanado.

—Hola, agente —saludó, palmeándose las rodillas al ritmo de la loca música.

—Buenos días. Permítame su documentación y la del vehículo —requirió el guardia civil.

—Pero ¿es que no sabes quién soy, hombre?

—No —respondió Carrasco, imperturbable—. Pero en cuanto me dejes el Permiso, lo sabré.

—¡Venga, hombre! Mi viejo es Parra, o es que me vas a decir que no le conoces; además, que nos llevamos de puta madre con los del cuartelillo.

Carrasco le aplicó una estática, feroz mirada.

—Haga el favor de no llamarme «hombre». Y ahora dame lo que te he pedido.

De un puntapié, Parra hijo abrió la guantera, extrajo una mugrienta carpeta de plástico y se la entregó al guardia.

—A alguien le van a meter un puro por malos tratos y amenazas —avisó a sus colegas de la parte de atrás. Unos gruñidos de apoyo fueron la respuesta.

Enardecido, el conductor canturreó, mirándose las uñas que se mordía:

—Denuncia, denuncia.

Carrasco apartó la vista del embrollo de papeles y, encarando al desvergonzado jovenzuelo, al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho —lo que tuvo el efecto de poner a la vista su densa musculatura—, le conminó con torvo semblante:

—Cállese. Quite la puta música —le devolvió la sucia carpeta—. Y entrégueme la documentación preceptiva.

El niñato se escurrió raudo y silencioso, excepto que balbuceó:

—No llevo otros papeles que estos.

—Entonces, voy a denunciarle por circular con un vehículo que no ha pasado la Inspección Técnica ni revisión en Industria por las modificaciones externas. También por ir subidas más personas de las plazas autorizadas, y también por…

El coche modificado era una especie de aborto parido por aburridos chapuzas con mucho dinero. Montaba ruedas 190, llantas de aluminio (que con total seguridad costarían más que el resto del conjunto, exceptuando el equipo de sonido), asientos de cuero incrustados con el mal gusto típico de pudientes caprichosos; el techo arrancado a golpe de radial y disparate; y el capó deformado para dar cabida a un motor que perfectamente podría ser de un camión. Algo parecido a lo que Félix fanfarroneaba delante de los incautos que se escondía debajo del pepito y que podía surgir con sólo apretar un botón. Salvo que aquel armatoste ostensible y fantástico tenía la autenticidad de su exagerada apariencia.

Carrasco escribía una denuncia tras otra.

Salva empezó a notar cómo la repulsa que le inspiraba su compañero, a la vista de su firme comportamiento, se trocaba en paulatina admiración. Conductores como aquellos niñatos insensatos debían ser denunciados, por muy simpatizantes que sus padres fueran del Cuerpo. Es más: lo comprenderían. Realmente, Carrasco le estaba sorprendiendo.

—Deme el recibo del Seguro Obligatorio —le oyó requerir.

—No tengo —masculló el conductor.

Y Carrasco arrancó otro impreso.

Acabada la tarea, obligó a los ocupantes a bajarse del inaudito 600 y a que su propietario lo estacionara en la gasolinera, adonde lo escoltaron. Le entregó copia de un acta de Inmovilización por circular sin póliza de Seguro Obligatorio y se quedó con las llaves. La pandilla se encaminó al pueblo entre protestas y farfullados insultos. Uno de los niñatos, amparado en el anonimato, llegó a proferir que «el mejor guardia, el guardia muerto».

Salva, no obstante, experimentaba la doble confortación de un servicio bien ejecutado y el horario de la presentación no verificada, la cual ya había concluido.

—Oye, Carrasco. Mientras estaba solo vi pasar el coche del teniente, pero, por suerte, no tiró para donde se supone que debíamos estar, sino que continuó por la 215.

—Déjalo. A ver si se pierde —espetó, concentrado en ordenar los numerosos impresos de denuncia—. Lástima que a los fascistas no se les pueda fusilar por esta clase de infracciones. Lo malo es que por ninguna —añadió para sí.

Alejado de aquel tipo insolente y temulento, Salva repasó el derrotero del teniente, y ni mucho menos le pareció perdido o dubitativo… Precedido de un Ebro-2000; idéntico al del señor Moisés; que circulaba cargado y acelerado. No pensó nada más. Los pipiolos no piensan.

—Es la hora de regresar —le llamó Carrasco—. Conduce tú.

Salva mostró su sorpresa.

—No lo he conducido nunca —adujo, más como advertencia que como pretexto.

—Alguna vez tendría que ser.

Ilusionado por el nuevo paso en su profesionalización, Salva se rebulló en el asiento, tanteó los pedales, y condujo de regreso a la base con decisión y entusiasmo.

Con ciertos espectadores de circunstancias —el brigada, Barahona, Monti y Jorge—, Salva acopló el Land en la cochera, junto al pepito, que parecía ocuparla toda, a cien centímetros por hora. Hubo unos encendidos aplausos por la hazaña del novato y en cuanto pusieron pie en tierra, el brigada llamó a Carrasco para que entrara en su oficina.

Intrigado, y entre felicitaciones guasonas, Salva siguió a Carrasco; lo cual, en el momento de entrar en el despacho, no resultó del agrado del comandante de Puesto; pero ya dentro, y tras un instante de vacilación, cerró la puerta.

—Carrasco, parece mentira que estas cosas te pasen a ti —se dirigió el suboficial al aludido.

—No sé de qué habla, mi brigada —contestó el guardia, resbalando una irónica ojeada a Salva. Se echó mano al bolsillo de la camisa y de una caja rotulada Lexatin extrajo una cápsula, que se llevó a la boca.

—Claro que lo sabes —repuso, molesto, el suboficial.

—Pues no —insistió Carrasco con solemne terquedad.

—Me refiero a las denuncias que has puesto al hijo de Parra.

—¿Al hijo de perra?

—Déjate de bromas, Carrasco. ¿Cuántas han sido?

—Ocho.

—¡Válame Dios, con el andoba! —exclamó el brigada, casi con euforia—. En fin, Carrasco. Ya conoces los líos en que nos metemos si molestamos a Parra y su gente.

Otra vez el gran sorprendido fue Salva, rendido al agudo pronóstico de Carrasco. Los poderes fácticos se habían movilizado a la velocidad del rayo.

Carrasco lo percibía y se recreaba en su intransigencia.

—Ya, y a Moisés y a los Berchina… Han cometido infracciones muy graves. Y si no que lo diga el chico —ladeó la cabeza hacia Salva, lo que puso a éste de uñas y a punto estuvo de saltar; pero le preocupaba más la cuestión de fondo—. No voy a romperlas —se ratificó.

Con sordo fastidio, Salva reconoció un fogonazo de empatía por Carrasco.

—Sabes que no depende de esta Unidad; de ninguno de nosotros —precisó el brigada—. Déjalo en una advertencia, y yo hablaré con Lucas Parra. Si no lo haces, te volverán los problemas; como cuando te empeñaste en parar los vehículos de Moisés: los camiones porque el ganado te era sospechoso, los turismos porque creías que usaban gasóleo agrícola…

—Y así era.

—… y luego lo del vertido ilegal que hicieron al río. Sabes que los expedientes que tienes abiertos son por todo aquello. Ya te he dicho que hay que lidiar más fino con esta caterva de malandrines. En la próxima revista el teniente podría buscarte las vueltas.

—Ese conductor podría haber causado un accidente —intervino Salva en un arranque de compañerismo, honestidad e irritación—. Y además, tampoco tenían la documentación en regla.

—Lo sé —le paró el comandante de Puesto—. Pero Carrasco sabe muy bien lo que…

—¿Ordena alguna cosa, mi brigada? —acortó ahora Carrasco con aplomo incorruptible.

El brigada se pasó varias veces los dedos por el pelo pincho, porfió balbuceante, y con claridad acabó por desistir:

—Como quieras. Puedes marcharte.

A solas con Salva, el brigada lamentó aquella situación que le venía asaz grande y que le hería en lo más profundo a lo que había sido su primer amor: la Guardia Civil.

—Maldita inocencia —se quejó—. Válame Dios, si uno pudiera echar para atrás… Todo esto no hace sino agravar mi gota y mi desdicha. Pero órdenes son órdenes —se deploró marchándose, renqueante y elusivo, dejando a Salva con cincuenta mil refutaciones en la punta de la lengua.

2

Por eso, unos días después, cuando el comandante de Puesto dejaba el acuartelamiento y se paraba a charlar con él, animoso y receptivo, Salva no dudó en retomar la cuestión.

—¿Pero cómo puede llamarse tener «mano izquierda» a pasar por alto el infringir la Ley, la LEY —alzó la voz— sólo porque sean gente muy relacionada con altos mandos del Cuerpo?

—Por descontado que Carrasco actuó correctamente —reconocía el brigada—. Sin embargo, a quien nosotros rendimos cuentas no es a la Ley, como a ti te gusta tanto pronunciar, sino a nuestros superiores, que nos tratan como a peleles. Pero esto Carrasco no termina de enterarse. ¡Jodido jacobino! —le motejó, conmiserativo—. El pobre diablo se cree legítimo porque es ecuánime. No ve que se comporta mayormente como un temerario, con menos perspicacia que coraje. Si leyera a nuestro querido Sancho —suspiró—, que nos advierte de que «entre los extremos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía». O don Quijote: «… que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad». Y él, comportándose como lo hace, a no dudar que está más cerca de ser sandio que valeroso.

Se acercó a Salva, mirando con suspicacia a su alrededor.

—Los militares que hacen de policías detentan la gracia del absolutismo, y lógicamente odian por instinto de supervivencia a los íntegros y a los autárquicos. No aprende. ¡No aprende este muchacho! —masculló con desesperación y recelo, como si temiera que alguien inoportuno le pudiera estar escuchando—. Le falta caletre, intuición. Cree que él solo se basta para resistir la inercia de este Régimen y su inconcebible despotismo—. Se acarició el tieso cabello, y divagó—: Bueno, no es tan difícil de entender si uno se fija en la desidia de estos gobernantes falazmente progresistas, encumbrados por elecciones democráticas, pero tan sólo codiciosos de las comisiones especulativas antes que del compromiso reformador por el cual han ganado.

Esta digresión pareció deprimirlo.

Salva, aún desorientado por la diatriba, no dejó de impugnar.

—Carrasco no cometió nada ilegal.

—No cuenta si lo que haces es legal o no —musitó el brigada en el tono de quien sigue en otra onda—: cuenta el grado de abyección que te atreves a quebrantar ante la dictadura de la Cúpula… —Encaró a Salva y pronunció—: Y dejémoslo aquí, que peor es meneallo. Estaré fuera el resto de la tarde, en el casino de Dosarcos, que allí tengo torneo de ajedrez y revancha de mus con el juez. El teléfono está en la libreta. Y no olvides que para aliviar el tedio de la Puerta tienes mis libros. Con ellos y con mis consejos tu caletre no se menguará de más. Adiós, Salvador.

—A la orden, mi brigada.

¡Quebrantar la abyección! ¡Peleles, dictadura de la Cúpula! Cada vez entiendo menos a este pobre hombre, amargado y temeroso. Bah, para qué preocuparse de consejos tan extravagantes. Pero tiene razón en lo de distraerme con algo de lectura.

Tomó un libro del aparador y lo abrió a voleo.

«Porque la pena tizna cuando estalla.»

El mañana era un enigma desconcertante.

Pero no perdía la esperanza de la ventura.

Y el mañana —sólo que el de veinticuatro horas más tarde— talmente llegó venturoso.

3

De nuevo se le requería para acompañar al comandante de Puesto en un acto de mero protocolo: la inauguración de una fuente en el parque de la Telefónica.

Preparó el vehículo de ceremonias y, maqueado y ficticio, partieron los dos guardias civiles hasta el frondoso lugar que tanto le atraía.

Pero al llegar sufrió una profunda decepción al fijarse en cómo la obra había supuesto el arrancamiento de una veintena de árboles viejos y sanos y en su lugar alzado un estanque ensartado por una especie de cuerno o trompa de pedruscos agarrados con hormigón, que de ningún modo podía exculpar semejante tala.

Cerca del brigada, por exigencia de éste, Salva correspondía saludos maquinales a las autoridades locales a continuación de su superior. Mero protocolo. En derredor, una gran cantidad de público aguardaba la puesta de sol. Entonces la fea fuente sacaría a relucir su poder y su esplendor.

Como el momento estaba al caer, el alcalde sopló el micrófono del estrado.

—Queridos ciudadanos y ciudadanas. Nos hemos reunido aquí para celebrar, de nuevo, la política progresista que rige nuestro municipio. Con este evento democrático y ecológico —Salva reparó con amarga ironía en los tocones—, seguimos avanzando. Gracias a los ciudadanos y ciudadanas de San Juan, las mejoras de nuestro hermoso pueblo no se detienen. Esta fuente, que dedicamos a la libertad. ¡Libertad! —gritó, y se dilató en asentir a los aplausos que le ovacionaban—. Gracias, queridos ciudadanos y ciudadanas. Es, por supuesto, una obra de todos y todas. Como os decía: este monumento será a partir de ahora un signo de los nuevos tiempos…

De repente, un grupo voceó acusaciones de electoralista, corrupto, ladrón y timador, y exigieron que explicara cómo era posible que para semejante construcción se hubieran destinado tantísimos millones, cuando resultaba patente que no podía haber costado ni una quinta parte.

El alcalde miró a Carmelo, el alguacil que hacía funciones de policía municipal, hesitó con claro azoramiento, y recurrió con idéntico gesto al brigada. Éste se dirigió con Salva hacia los alborotadores, con paso tranquilo, para darles tiempo.

En efecto, el grupo de opositores se alejó. El alcalde asintió con palmario regocijo a los aplausos del público, que un grupo lateral había azuzado ruidosamente.

—¿Lo ven?, queridos ciudadanos y ciudadanas —profirió, altivo—. He ahí una muestra de la derecha reaccionaria y de las diferencias que mantenemos contra ellos, nosotros, el pueblo progresista. Gracias a la Benemérita y a la actitud democrática de nuestros ciudadanos y ciudadanas, podemos continuar con esta trascendental celebración popular brindada por las fuerzas progresistas. Y ahora —hizo una seña— admiremos esta obra del pueblo para el pueblo.

Con el sol escondido, el alcalde descendió del estrado dispuesto a descorrer una pequeña cortina, y pidió a todos los que lo desearan que se hicieran una foto con él. Se acercaron muchas personas y, como en olor de multitudes, dicha autoridad congeló una sonrisa vasta y radiante, hasta el punto de parecer que en realidad retenía una carcajada. Luego descubrió la placa. Más aplausos, más fotos.

El rito siguiente consistió en activar un interruptor, y unos chorros altos y sonorosos brotaron hacia la trompa o estatua amorfa que representaba la Libertad. Se encendieron luces acuáticas en el fondo del estanque y por los parterres las nuevas farolas.

A medida que caía la noche, la gente expresaba su entusiástica aprobación, y Salva, después de contemplar los chorros alternativos y coloreados, en contra de su primera impresión, también se adhirió a la opinión general. E incluso se permitió expresarlo a algunas de las autoridades locales que acudían a felicitar al brigada y, por ende, a él.

Fue una actuación breve que satisfizo todas sus esperanzas. Un actor secundario y admirado sin más participación que su porte y su templada gallardía al servicio del espíritu original: Servidor de la Ciudadanía. Como siempre había soñado verse. Creía y apostaba.

Sin embargo, al regreso, el brigada barbotó un parecer menos entusiasta.

—Cuadrilla de tartufos y falsarios.

Definitivamente, aquel hombre vivía instalado en la amargura. Mejor no preguntar.

4

—He de decir que las cosas no van como el jefe de la Comandancia quisiera. —Comenzó el teniente, sentado en el sillón del comandante de Puesto, con el busto erguido, tenso más bien, dirigiéndose al semicírculo de guardias civiles que rodeaban la vieja mesa de maestro escuela, cuyo mueble, le había informado el brigada, figuraba en inventario desde hacía cuarenta y cinco años. Por supuesto, el original ya no existía, pero como el inventario decía que sí, él había aprovechado la renovación del moblaje de la escuela local para hacerse con otra, que, aunque muy distinta, en bastante mejor estado. De eso hacía diez años y pronto la operación tendría que ser repetida: las oficinas que se remodelaban en el Ayuntamiento serán una buena oportunidad.

«Esperemos que no se explaye con el sermón. Unas cuantas admoniciones y con viento fresco arree a otro Puesto con la monserga. Eso sí: dejando un rastro de firmas para que tan pronto caiga por su despacho remitir el formulario de dietas. Aquí no tenemos tiempo ni hombres para investigar delitos en la demarcación, pero para soportar dos horas de amenazas caciquiles ya verás como sí. Ay, si los delincuentes supieran… El miedo guarda la viña.»

Y como si de una profecía se tratara, los vaticinios del suboficial se estaban cumpliendo.

—Y si algo va mal en mi Línea, es por culpa mía —se enardecía el oficial—. Este Puesto no sigue mis recomendaciones: que no son mías, sino del jefe de la Comandancia, y de más altas instancias. —«Ahí comprenderás el porqué de mi postura». Lo iba entendiendo—. Y nosotros los oficiales tenemos la obligación de subsanarlo en aras del prestigio de nuestra gloriosa tradición —«Con la obstinación de los que o se esmeran con intransigencia o sus rutilantes futuros garantizados por la matemática de los ascensos correría peligro de ser omitida por el BOC». Increíble la clarividencia del comandante de Puesto—. Por eso tengo que hacerles saber, muy seriamente, que no se está trabajando con arreglo a las Instrucciones Particulares: se ponen pocas denuncias —detallaba con teatral mortificación—, y encima las que se ponen están mal.

Carrasco, dándose por aludido, fue a intervenir; de inmediato, el oficial disparó su dedo índice y le cortó.

—Hablaré con usted más tarde —dijo sin mirarlo—. Ahora quisiera saber qué razones existen para que no se proceda según lo ordenado —interpeló del comandante de Puesto.

Éste, ubicado en una esquina del semicírculo, respondió:

—En lo que va de trimestre tenemos varios atestados por delitos a la Ley de Caza. Y hace pocos días instruimos diligencias por robo con dos detenidos y la recuperación de los efectos robados —exponía con una voz monótona, fuera del presente, de este y de cualquier otro, y así concluyó con desazón—: Pero todo eso ya lo sabe usted.

El oficial meneó la cabeza.

—No es esa la legislación que me interesa —reveló con cierto sofoco, y era como si repitiera severas amonestaciones—. La estadística es lo que sirve. El señor teniente coronel lo ordena y yo he de supervisar el cumplimiento de sus órdenes. El cómputo final es lo que vale, y nada como denuncias al Código de la Circulación. Eso es lo que se les exige.

—¿Y qué hay de las ocho que puse el otro día? —endilgó Carrasco, bronco, atrevido. Indomable.

El teniente quedó en suspenso; compuso un entrecejo vibratorio y, con mal disimulada congoja, mientras se removía en el asiento, como dubitativo de si ponerse en pie o escurrirse debajo de la mesa, encaró —esta vez sí lo hizo— al intolerable porfiador.

—Guardia: está usted faltando el respeto a un superior. Si vuelve a interrumpirme, procederé a corregirle disciplinariamente. Ya le he dicho que luego hablaré con usted —y apartó los ojos de aquellos otros intrépidos e imbatibles.

Carrasco no modificó la expresión de su semblante para replicar, con dicción acre:

—Lo que usted diga.

Salva no tenía claro si le detestaba o lo admiraba.

El oficial tosió gallardamente ante su puño, se estiró de las hombreras de la camisa (había tenido el detalle o la sensatez de presentarse sin la gabardina) y anunció:

—Bueno, esto ha sido todo, señores. Confío en que las prevenciones aquí hoy señaladas no las olviden.

El teniente se encerró luego con el brigada y con Carrasco, y éste, contra todo pronóstico, retiró las denuncias.

Resultó insólito para la gente del acuartelamiento el ver cómo Carrasco se paraba a conversar con alguien de la Unidad.

—Con ello he comprado mi libertad, chico. No te equivoques. Yo retiro las denuncias a los «forofos» del Cuerpo y a cambio me paralizan uno de sus putos expedientes disciplinarios. Les jode. Porque quizás este año en la Patrona sus asquerosas demostraciones de amor, a base de corderos y bebidas por un tubo, sea menor. Así revienten. He conseguido lo que quería, chico. Y por mí mismo. Ese brigada se cree que se lo debo a él. Más vale que espabile y se preocupe por él. Le tienen enfilado. El puto teniente anda acojonado por su carrera como futuro general. Que se joda, él y toda la maldita Bestia. Y tú, chico: a ver cuándo pones los pies en el suelo. ¡Pandilla de badulaques! —abominó genérico y con hastío, alejándose.

Al ofrecimiento de Monti de reconfortarse con una partida al futbolín, Salva se apresuró.

Incapaz de contenerse, comenzó a rajar por la falta de autonomía policial, doblegados a los caprichos del general por un lado, los del teniente coronel por otro, y en medio la inoperancia de los componentes del entero Puesto de la Guardia Civil de San Juan de la Sierra.

Metió cadera y mandó la pelota al área de la otra portería.

—Esto cada día es una mierda mayor —comentaba el Polilla, sin excesivo resentimiento—. Cada vez es más difícil levantar un servicio en condiciones. Hace unos meses Velasco y yo tuvimos una situación-problema con cuatro furtivos, a los que sorprendimos cazando de noche, en época de veda y con faros portátiles. Uno de ellos resultó ser Alfonso De Lasheras, el veterinario que vive en la colonia Machaquito —Salva percutió la pelota y tras un par de rebotes en los delanteros logró sacarla al centro del campo—. En vez de felicitaciones casi nos cuesta un correctivo. Tuvimos que romper todo lo escrito, y eso después de que estuvimos toda la noche persiguiéndolos. Incluso el que iba con el veterinario nos llegó a encañonar. —Por una serie de rebotes fatales, la ruidosa bola de madera fue a parar a los defensas del Polilla—. Lo que más me fastidió fue que Alfonso De Lasheras, un buen amigo nuestro, del Cuerpo, me refiero, se portara tan guarramente. —Contoneó la figurilla alrededor de la pelota y la impelió con efecto lateral a la portería de Salva, describiendo una parábola de gol que sólo la casual ubicación del portero evitó—. ¡Uy! —resopló con desatinado disgusto.

—¿Y por qué no cursasteis la denuncia? —Salva imprimió un giro de molinillo al puño; pero la bola rebotó en el audaz delantero que gobernaba Monti, y de nuevo en su poder se concentró en afinar mejor técnica.

—Lo mismo que ahora: amistades —contestó Monti, concentrado en el vaivén del trémulo defensa.

—¿Aunque sea delito?

—¡Y qué vas a hacer! Pero si yo entonces hubiera tenido un compañero competente, entero y a base de bien que no me habría rajado, ya lo creo.

—Lo que me parece raro es que Carrasco haya retirado las denuncias —tanteó Salva, girando el muñeco alrededor de la pelota a fin de confundir al oponente.

—Lo habrá hecho como moneda de cambio. Ese se las sabe todas.

Monti lo intuía sin marrar. Poner los pies en el suelo.

No era un insulto, sino una advertencia.

—Pero todo esto parece una farsa —sacudió el defensa, pero la pelota fue rechazada una vez más y Salva comprendió el vigilante agobio del enemigo.

—Sí…, bueno; un poco —admitió Monti—. Pero siempre hay infractores para mantener el cupo. Los más desgraciados, como en todos sitios —manifestó sin alterarse.

Entonces Salva, impelido por una ira extraña, tocó lateral y posterior y la bola voló no siendo hallada sino dentro de la portería de Monti con un trastazo.

—¡Joder! —exclamó el Polilla.

Como la pelota tragada, Salva veía sus sueños rodando, no hacia metas ambiciosas y resonantes, sino por entre nauseabundas cloacas beneméritas.

—¡Chamba, chamba! Echa otra, vamos —le acuciaba el Polilla, insensible a cualquier otro pesar trascendental.

¿Tendría razón Carrasco —el «jodido jacobino»— con sus teorías rechinantes?

La ira del embaucado

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