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Retrato [Xavier Villaurrutia]

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Xavier Villaurrutia no tuvo edad. Desde el año de 1924 en que lo conocí hasta el de 1950 en que fue su muerte, jamás descubrí cambio corporal que lo alterara. Fue siempre un niño en plena madurez. Era de baja estatura, pero su inteligencia lo hacía crecer como la luz a la llama. Su tamaño interior le trascendía el cuerpo porque no cabía en él. Caminaba como queriendo alcanzar lo que de él mismo se evadía. Su voz, grave, dominante, aumentaba su presencia como el sonido a la campana.

Su muerte, más que muerte fue una fuga. Nada ni nadie la sospechó. Un veinticinco de diciembre, en unos cuantos instantes, improvisó su viaje y se hizo invisible en lo visible…

Al tratar de sacarlo a flote del removido espejo de mis recuerdos, me lo represento como una sola y enorme mirada, porque Xavier era todo ojos. Igual que las figuras pintadas por el Greco, miraba con el cuerpo entero. Su rostro no era sino el pretexto para sostener dos inmensas pupilas que se salían de sí mismas para vestirlo. Con ellas hablaba, reía, preguntaba o negaba; con ellas desnudaba su estado de ánimo y, únicamente su ceja derecha, negra, indómita, era el timón con que acentuaba sus expresiones. Su ceja izquierda se conformaba con serlo, pero, la derecha, no. Esta tenía voz y voto y el temperamento del poeta y siempre se movía acorde con su pensamiento y denunciando sus climas escondidos. Era como la espada de Damocles, como el arco iris calmando la tormenta, o como un venado malicioso adivinando la proximidad del enemigo.

Una mirada intensa, inapagable, desbordada, y una ceja derecha audaz, nerviosa, formaban en su cara la vanguardia del personalísimo fluido con que el poeta encontraba y envolvía. Conversar con él era escuchar sus ojos y adivinar las señas de su ceja, porque ellos creaban y extendían ya el día o la noche, ya la tempestad o la paz, ya la espera o la desolación, todo lo que imperando desde su entraña les imponía.

Pero esto no era todo. Como complemento de sus ojos y de su ceja derecha, también figuraban sus manos. Manos finas, ágiles, perfectas, casi marfil en demencia, que por instantes se desataban de los brazos para consumar a solas, en el aire, la acrobacia nívea de mímicas de cisne. Con ellas levantaba, dejaba caer, azotaba o llenaba de temperatura sus palabras. Eran como ramas estremecidas que disparaban pájaros, o como aves marinas que se despegaban del agua para caer de golpe. No se sabía si pronunciaba con los labios de los dedos o si con ellos terminaba el dibujo de sus frases. Eran como manos de prestidigitador que sabían desaparecer, y luego aparecer de nuevo, vestidas de palomas y entonando el silencio de un canto muy antiguo. Eran manos en verso y para el verso.

Esto era en síntesis Xavier: unos ojos grandes que rebasaban su cuerpo, una ceja en actitud de bandera, unas manos inquietas como ardillas de nieve y un fondo de luminosa inteligencia que les servía de circulación y de sostén. Por esto, el retrato de este gran poeta, no puede ser estático sino dinámico. Con líneas es imposible trazarlo, pero sí con movimiento. Unir en plena acción la intensa claridad de una mirada, la audacia de una ceja y el vuelo infatigable de dos manos, sólo puede suceder si bajamos los párpados, y dejamos que la imaginación perciba las claras señas de las sombras. Es, con las pupilas a oscuras, como podremos ver, tocar y sentir todo lo inasible, hasta el ritmo giratorio de la tierra que, a pesar de vivirlo, lo ignoramos.

Estos tres elementos eran los que, de una manera dominante, hacían la presencia de Xavier Villaurrutia. Lo demás era el cuerpo del hombre, pero sobre el hombre estaban ellos, como el relámpago que asoma antes del trueno.

Como hombre, era sobrio, elegante, discreto, caballero, amable. Su cabello era negro, su frente amplia, su nariz picassiana, su boca grande, y casi siempre una sonrisa franca le partía la cara. Su piel era pálida, casi de vaso de vidrio verde satisfecho de agua. Era ingenioso y jugaba a las canicas con las palabras. Muchas veces, una de sus frases hería más que un cuchillo y, otras tantas, con sólo una sentencia hacía de la mentira una verdad o desnudaba a la verdad de la mentira. Cuando conversaba era sutil y, afirmación, negación o pregunta, siempre estaban respaldadas por la claridad y por la justeza de su palabra. Siempre daba su amabilidad y pocas veces su amistad. Era de carácter alegre, sabía gozar y transmitir su alegría.

He aquí, en unas cuantas palabras agrupadas, el intento de forjar el retrato del gran poeta Xavier Villaurrutia que, en este mes de diciembre, cumple seis años de habernos dejado. De todas maneras, si estas líneas son ineficaces para representarlo, bastará que cada uno medite en su poesía que es el mejor retrato viviente que nos ha heredado.

Estaciones. Revista Literaria de México, año I, núm. 4, México, DF, invierno, 1956, pp. 457-459.

Elías Nandino. Prosa rescatada

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