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La poesía de Xavier Villaurrutia

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La mañana del veinticinco de diciembre de 1950, apenas cumplidos los cuarenta y siete años, murió repentinamente Xavier Villaurrutia. Su muerte conmovió hondamente a todo el mundo intelectual y apagó una de las más grandes voces de la poesía mexicana moderna.

Varias fueron las actividades artísticas de Villaurrutia pero, para mí, la principal, quizá la definitiva, la que lo sitúa sin distinción en la escala de los grandes valores de México, es su elegante, refinada y honda obra poética. Xavier es a pesar de todas las derivaciones que se impuso, esencialmente un poeta. Él mismo así lo declaró en una entrevista que tuvo con el crítico José Luis Martínez, y también varias veces me lo confesó de viva voz.

Es indudable que siendo un espíritu de excepcional inteligencia, tuviera más o menos éxito en la crítica, en el ensayo, en el teatro; pero, pese a ellos mismos ninguno opaca el justo valor que logra en su poesía.

Podríamos agregar todavía a todos sus valores, el que tuvo como persona. Esto sólo lo sabemos los que tuvimos la fortuna de tratarlo. Xavier era un genial conversador y un fino caballero. Donde él estaba la conversación se saturaba de frases sutiles e ingeniosas. Era una especie de Wilde moderno que agudizaba con su ironía y gracia todo lo que decía, sembrando la malicia del doble sentido, pero siempre tratando de mantenerse dentro de los límites de la más estricta decencia. Sus juegos de palabras a los que era fan afecto, los esgrimía siempre con facilidad y les imponía el ágil giro de su doble significación. La cita oportuna jamás faltaba para dar remate a sus aseveraciones. Óscar Wilde afirmaba que: «su talento lo ponía en sus obras y su ingenio en la vida». Esto, quizá con más conciencia y menos artificio, lo hizo también Xavier. Sus frases siempre perfectamente medidas, decían lo que él quería decir, sin traicionarlo, y dando fielmente en el blanco que había escogido.

Todo lo subrayaba con la mímica discreta de sus manos finas, delgadas, expresivas, que eran como dos ángeles que custodiaban sus sentencias.

Y aún hay que agregar que, junto con todas esas actividades, tuvo otra y no de menos mérito, como animador de teatro moderno. Él fue de los que integraron el grupo Ulises y Orientación y, en todos estos últimos años hasta días antes de su muerte, el que estuvo con mayor dedicación en todos los movimientos teatrales. Ya con obras propias, ya con traducciones de sus autores favoritos, dio la puntilla certera al «mal teatro» y despertó en los grupos experimentales la inquietud y el deseo de una mejor selección de todo lo que se llevara a escena.

Dicho todo esto, pasaré a juzgar lo más justamente posible a Xavier Villaurrutia como poeta, que es su valor esencial.

Fue por los años de 1919 y 1920 cuando Xavier comenzó a escribir sus primeros poemas, que aparecieron en diversas revistas. Sus versos, entonces con manifiesta influencia del gran poeta Enrique González Martínez y después de Ramón López Velarde y de los poetas simbolistas franceses de esa misma época, fueron sin duda titubeos en los que había aciertos que demostraban la existencia de una sensibilidad privilegiada. Después de esta iniciación, consciente el poeta de la inseguridad de su camino, guardó silencio por varios años y no fue sino hasta el año de 1926 cuando publicó su primer libro titulado Reflejos, en el que se encuentran ya veladas las primeras influencias y añadida la de Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, en esta colección de poemas, ya se hace presente la palpitación de una inteligencia investigadora y de un avanzado dominio técnico. Todo el libro está hecho con una intención puramente plástica. Es como una serie de fieles instantáneas que reproducen la impresión visual que se las inspiró, sin más trascendencia que la justeza, color y dibujo, que un buen pintor usaría para reproducir en las telas sus «naturalezas muertas» preferidas.

Este libro, tiene la cualidad de estar muy bien escrito y pensado y, además, de hacer presente la curiosidad insaciable y la disciplina inflexible que más tarde serían los cimientos de su verdadera poesía.

El crítico Colín, a raíz de la aparición de Reflejos, opinó que era un libro de un crítico que hacía versos. Debo advertir que el secreto era darnos la ilusión de que inventaba un tiempo nuevo en la poesía de todos los tiempos.

Producto de su discreción y su desecante manera de observar, fue el haber escogido para sus palabras la temperatura del hielo, y al dárselas se solazó, porque tenía la justa idea de que así como el fuego quema, también quema el hielo.

Ya publicado su libro Reflejos que marca su iniciación, guardó un largo silencio, tiempo en el que meditó todas sus influencias preferidas y toda la marea íntima de sus dudas y adivinaciones; pero no fue sino hasta el año 1931, cuando en la revista Barandal, aparecieron sus dos primeros Nocturnos de ya muy marcada personalidad, y dos años después, en la revista Fábula, otros Nocturnos con mucho más profundo y mortal acento.

Se cruzó entonces un viaje que hizo a la Universidad de Yale, becado por el Instituto Rockefeller para estudiar teatro, oportunidad que le sirve para el conocimiento y estudio de la obra poética de Eliot, de la que aprovecha, por misteriosa afinidad, la helada blancura de la nieve, la gris caricia de la ceniza y el rezo silencioso de la sangre, para enriquecer la veta mortal de su poesía.

En 1936, a su regreso de los Estados Unidos, publica en la editorial Hipocampo, el Nocturno de los ángeles, y en 1937 el Nocturno mar, los dos de gran subterránea emoción y cuidadoso oficio. Luego, en 1938, llega de la editorial Sur de Buenos Aires, su nueva colección de poemas titulado Nostalgia de la muerte, que hizo que crédulos e incrédulos admitieran sin reservas la alta calidad de su poesía. La aparición de este libro hizo resonante época en el ambiente literario, por el aire de originalidad con que vino revestido y, como era muy natural, creó difícil escuela entre los jóvenes poetas.

En 1941 publica la editorial Nueva Voz su Décima muerte y otros poemas y, en 1945, la editorial Mictlán hace una nueva impresión de Nostalgia de la muerte, pero enriquecida con todos los poemas no coleccionados, completando así el volumen que realmente representa a este magistral poeta mexicano.

Por último, en 1948, la editorial Floresta imprime un pequeño libro: Canto a la primavera y otros poemas. Desde esta fecha hasta 1950, año de su muerte, solamente escribió unas Décimas amorosas que en 1951, ya muerto él, publicó Cuadernos Americanos, y al año siguiente, en cuaderno especial, volvió a sacar la editorial Nueva Voz. Después de su muerte, solamente se encontró entre sus papeles un soneto a Dios, que también a fines del año pasado, sacó a luz la revista Prometeus con el título de «Soneto del temor de Dios». Poco después la revista Summa de Guadalajara, publicó el título «Tres poemas olvidados: Deseo, Palabra y Mar». Además, en el número dos de la revista Estaciones se dio a conocer otro poema titulado «Crepuscular».

La obra poética de Xavier Villaurrutia fue breve. Sin tomar en cuenta su primer libro Reflejos, se compone apenas de veinticuatro o veinticinco poemas, pero hay que decirlo en justicia, de una gran calidad casi todos. El poeta los trabajó con una verdadera lógica —si es que la lógica cabe en la poesía— que les da una precisión en que se equilibran sin estorbarse: forma, clima y contenido. No hay una sola palabra que no sea indispensable para dar vida a la imagen y, matemáticamente, la colocación de cada una es la que le corresponde para conseguir la intensidad y perfección del poema. Todos sus elementos constructivos, antes de agruparlos, los sometía a la aprobación de su inteligencia y, sólo hasta ser aprobados, se atrevía a edificar sus versos. Es por esta destilación intelectual por lo que a veces su poesía exige, para ser comprendida, la participación activa de la inteligencia del lector, urgencia indispensable para que éste pueda penetrar en el mundo de sutilezas y sugerencias del poeta.

Es necesario hacer notar que las metáforas que usaba para encarcelar y agrandar sus ideas, las hacía de lo más inasible, de lo más incorpóreo, así como del olvido olvidado o de la respiración del silencio. Nada hay sólido en sus visiones, y nos hace caminar viendo sin los ojos, por las entrañas de los ecos, por los horizontes de los recuerdos o entre las difuntas voces vivas del cementerio del aire. Por esto su poesía nos da el contacto directo con el misterio, con lo que de cerca y lejos nos toca sin roce, con lo invisible que continuamente nos arropa, nos castiga y a la vez nos defiende.

La muerte, esa muerte por la que Xavier tenía obsesión, no es la muerte que corta nuestra vida ni la que opaca los ojos; no, la muerte de la que él habla incesantemente, es la muerte de la vida, la constante muerte paladeada, la que instante por instante sufrimos, gozamos y morimos. Villaurrutia jamás temió a la muerte que deja nuestros cuerpos fríos, más aún, creo que nunca pensó en ella, porque él tenía la convicción de que no moriría, porque la muerte en que él pensaba es la que da el principio de la otra vida.

Xavier siempre fue un adolescente, y maduró y murió sin dejar de serlo. La muerte real la creía hecha para los demás, pero no para él. Por esto siempre tenía horror de hablar de la muerte que decapita la vida, y cantaba sin cesar a su muerte hecha con la imaginación, la fuga y la nostalgia inexplicable que nos nace de la entraña. Para Villaurrutia la muerte es el lento regreso que consumamos minuto a minuto hacia la esencia del Universo.

La adopción que hizo este poeta de la muerte como tónica de su poesía, se debe, sobre todo, a la coincidencia del clima de ésta con su sensibilidad. La temperatura helada a la que sometía sus pensamientos, la acrecentaba al máximo con la invocación de la muerte glacial, que paraliza y conserva como el hielo todo lo que atesora, sin dejarlo pasar por el trance corrupto que lo devuelve al polvo. La muerte de Villaurrutia no era asesina, sino salvadora. Él siempre gozó y sufrió paladeando su morir indetenible como una fuga que le daba la oportunidad de poder expresarse. Vivió muriendo con la inteligencia despierta para plasmar en sus angustiados poemas todos sus sueños, sus esperanzas y sus adivinaciones.

Supo pues, este gran poeta, hacer circular en las venas de su poesía toda una helada agonía que nos despierta el calosfrío de pensar que la vida es sólo un tiempo que nos da la ocasión, si la aprovechamos, de purificarnos.

Nadie hasta ahora en la poesía mexicana nos ha hecho sentir el pulso del misterio como lo ha hecho Xavier. Por sus imágenes se tiene que llegar irremisiblemente a lo que no vemos, pero que sentimos que existe. Muchas veces nos engendran vuelo, otras, caída; pero siempre nos separan del cuerpo para llevarnos a un vacío que encontramos, que no está vacío, sino lleno de la vida de todos los muertos. En resumen, la herencia que con su poesía nos deja Xavier Villaurrutia es incalculable. Con su ejemplo se llega a la certeza de que escribir un poema no es agrupar palabras con ciertos ritmos, consonancias o asonancias; sino que su ejecución implica una labor científica de claridad, de idea, de selección de palabras, de armonía de sonidos y de comunicación emotiva.

El lector que observe con cuidado la poesía de Villaurrutia, encontrará que no sobra ni falta una palabra, que lo escrito es necesariamente necesario, que usa el adjetivo con parquedad y que le da la colocación que le corresponde, y que el orden y arquitectura del poema ayudan a la amplificación de sus ideas. Hasta sus juegos de palabras, que son más bien un alarde de inteligencia y no de sensibilidad, obedecen a una intención preconcebida para encerrar al lector en un laberinto de ecos, sueños, imágenes, que le enseñen o le den la facultad de ver o sentir en lo invisible, utilizándolos como para ponerlo en trance… y para que así pueda entrar a sus percepciones de ultratumba.

Toda esta sensibilidad angustiosa, todo este ir hacia la entraña, toda esta adivinación en el espacio y toda esta honda amargura sin llanto, vino a ampliar la dimensión de profundidad en nuestra poesía. Xavier también nos abrió ventanas hacia el exterior y nos trajo, con su inquietud y su observación, nuevas voces que nos han dado insospechadas orientaciones y provechosas disciplinas. Sin Enrique González Martínez, puente de transición; Ramón López Velarde, con su acento recóndito, misterioso, angustiado, mexicanísimo; y Xavier Villaurrutia que pasó por ellos escogiendo y asimilando lo esencial que, junto con los aprendizajes de poesías extranjeras, lo hizo estructurar la alquimia de sus poemas, la poesía de México no hubiera evolucionado hasta la altura que ha llegado. Es indudable que el poeta de Nostalgia de la muerte abrió el rumbo hacia la propia entraña y descubrió el contacto milagroso del universo de la sangre con el gran universo que nos contiene. Él fue un estudioso observador de la geografía interior del hombre y, siguiendo las elegías de Rilke, conoció los ríos de soledad, la nervadura de los bosques musculares, la angustia del océano preso, los huracanes de la desesperación y el constante derrumbe celular que, pereciendo y renegándose, lentamente va agotando la vida y fabricando la muerte. Supo caminar por los corredores oscuros del cuerpo para escuchar los ecos que los días sepultan, vio los crecientes fantasmas del temor y el miedo, sufrió el calosfrío por los relámpagos que caen del cielo, de la piel a las rocas de los huesos y pudo comprender que el hombre es, en verdad, su soledad en ignición.

A su mundo emocional juntó su espíritu de crítico y así, con verdadero rigor, castigó su poema hasta desnudarlo y dejarlo como esas ramas que el mar monda y arroja al lecho de sus playas, con un aspecto de humana y retorcida desesperación. Esta labor, si se quiere, le robaba espontaneidad a su poesía, pero la reconcentraba en congelado clima que, al revés de fuego, quemaba por su frialdad.

Queda pues, la poesía de Xavier Villaurrutia, como un ejemplo de laboriosa búsqueda, de rigor exaltado, de disciplina austera, de justeza imaginativa, y como prueba imborrable de la ley de que todo acto poético es, y tiene que ser, un acto de la conciencia.

Estaciones. Revista Literaria de México, año I, núm. 4, México, DF, invierno, 1956, pp. 460-468. Este ensayo fue divulgado también en Memoranda, publicación del ISSSTE, año II, núm. 8, México, DF, septiembre-octubre, 1990, pp. 39-41.

Elías Nandino. Prosa rescatada

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